Revista Espiritualidad

Dramatizando la Vida

Por Av3ntura

Nacer implica aceptar unas reglas del juego que aún no se han escrito, pero que van surgiendo por el camino, como por arte de magia, esperándonos en cada recodo para obligarnos a darle otra vuelta de tuerca a nuestra enrevesada existencia.

La vida podemos tomárnosla de muchas formas, pero la menos acertada es el drama. Hacer un drama de todo lo que nos pasa es darle alas a la amargura para que ahuyente a las mariposas que apuestan por revolotear por nuestro estómago ante cualquier naciente oportunidad de confiar en lo que esté por venir.

Cuando la vida se empeña en enseñarnos sus dientes más fieros y nos arranca lo que más queremos, es muy fácil caer en la desesperación. Creer que estamos gafados, que no nos dejan levantar cabeza o que nos persigue la desgracia. No nos damos cuenta de que, enfocándonos en nuestro dolor, no vemos el de los demás. Lo que nos pasa no sólo nos pasa a nosotros. Todo el mundo, en algún momento, tiene que enfrentarse a la pérdida de aquello o aquellos que más quiere. Lo que nos diferencia a unos de otros es la forma cómo procesamos ese dolor.

Dramatizando la Vida

Imagen creada con Copilot


Hay quienes se pasan la vida entera llorando su propia muerte, mientras otros mueren celebrando la vida.

Todo lo que nace, muere. Somos seres vivos y todo lo vivo tiene una fecha de caducidad. A unos esa fecha les llega más pronto y a otros les llega más tarde, pero ninguno de nosotros ha llegado para quedarse. Estamos aquí de paso y, cuando nos llegue el momento de partir, no podremos llevarnos nada de lo que creemos tener. Nos iremos desnudos y solos, exactamente igual que cuando llegamos. Pero, desde que llegamos hasta que nos vamos, de lo que se trata es de experimentar la vida en todos sus matices.

Quizá la muerte sea la única certeza irrefutable en la que podamos estar todos de acuerdo. Pero, pese a sostenerla sin cuestionamiento alguno, seguimos empeñados en malgastar la vida que nos queda en preocupaciones inútiles, en disputas absurdas, en envidias y recelos que nos apartan de aquellos que más queremos. Tenemos tanto miedo a ser quienes somos de verdad, que preferimos jugar a ser otros, porque así parece que la vida nos duele un poco menos.

¡Qué ingenuos, qué ingratos!

La vida no merece ser despreciada del modo en que la ignoramos tantas veces. Nos puede hacer llorar, nos puede zarandear, nos puede indignar a veces. Pero también nos puede deleitar los sentidos y despejar los miedos cuando nos enfrentamos a experiencias que nos hacen sentir a gusto con quienes somos y seguros de nuestras propias competencias.

A veces nos quejamos de que los niños no lleguen al mundo con un manual de instrucciones. No nos damos cuenta de que su suerte y la nuestra radican, precisamente, en el hecho de que no lo traigan. Su ausencia nos obliga a cometer errores, a improvisar soluciones y a aprender de cada intento de acertar. Ningún aprendizaje resulta más útil que el que se experimenta tras un tropiezo propio.

La sorpresa, la magia y la sincronicidad son algunos de los ingredientes que hacen que un día cualquiera pueda resultar un día muy especial. Aunque nuestras rutinas diarias hacen que no tengamos tiempo para dejarnos sorprender, ni para descubrir la maravilla que se esconde detrás de lo que parece más sencillo, ni tampoco para darnos cuenta de lo que podría hacernos despertar, pero nos empeñamos en mantener los ojos cerrados.

La vida es mucho más simple de lo que se nos antoja. Somos nosotros los que la hacemos complicada, cada vez que anteponemos lo que desearíamos conseguir, a lo que ya tenemos la suerte de atesorar. Lamentamos el pasado, ansiamos y tememos a partes iguales el futuro. Ni tenemos lo uno ni tampoco lo otro. Pero nos aferramos a ambos como a clavos ardiendo, mientras nos empeñamos en ignorar lo único que sí tenemos: el presente.

Si fuésemos capaces de dejarnos llevar y limitarnos a fluir con cada momento, quizá nuestra vida dejaría de ser ese quiero y no puedo, para empezar a ser lo único verdaderamente importante.

Podemos estar mejor o estar peor. Podemos sentirnos a gusto con lo que hacemos cada día o pensar que mereceríamos una vida mejor. Podemos estar rodeados de personas que nos quieren y a las que queremos, o pensar que sólo nos tenemos a nosotros mismos. Pero, por muy insufrible que pueda parecernos nuestra realidad, seguro que en ella hay muchos aspectos positivos que podrían justificar que queramos seguir aquí. Estar bien o estar mal, a veces sólo es cuestión de perspectiva, de saber decantarnos hacia el lado más amable de la balanza, porque siempre lo hay.

Cuando levantamos los ojos de nuestro propio ombligo, siempre podemos encontrarnos otros ojos de alguien que lo puede estar pasando mucho peor que nosotros y que, en lugar de dramatizar su situación, lo que haga sea sonreírnos y ofrecernos lo poco o lo mucho que tiene.

Hacer de cada cosa que nos sucede una tragedia y dedicar todos nuestros esfuerzos y energías a buscar culpables no es vivir, sino malvivir.

Es renunciar a seguir evolucionando como seres humanos al consentir quedarnos anclados en nuestro dolor y en nuestro rencor. Todo lo que no dejamos fluir de forma natural se acaba enquistando y nos corrompe por dentro. Igual que el agua estancada lo acaba contaminando todo y nada sobrevive en ella.

Los días que hayamos decidido no vivir no nos darán una segunda oportunidad. Porque, como escribió la novelista colombiana Angela Becerra, lo que le falta al tiempo... es detenerse. Nos detenemos nosotros. Algunos al alcanzar la fecha de caducidad de nuestro particular sistema biológico. Otros cuando nos resistimos a dejarnos sorprender, a desaprender aquello que ya no nos convence o a negarnos a disfrutar de lo que realmente es la vida: un impagable regalo.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


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