Revista Cultura y Ocio
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS(5)
Cuando el Padre Brown hubo terminado de hacer las preguntas que él consideraba serían cruciales para resolver el misterio de la muerte de Sir Wilfred, el Inspector Chase miró al sacerdote, se quitó el sombrero por respeto al difunto Magistrado y dijo:
-Querido Padre, acabo de llegar y ya me acribilla usted a preguntas. Espere a que me sitúe en el escenario del crimen. Y, hablando de eso, le presento al Dr. Thomas Tanner, uno de los forenses más jóvenes y prometedores de Scotland Yard. Seguro que nos será de mucha ayuda en este caso...
-Eso espero, Inspector. -comentó Tanner, con su delicada y juvenil voz.
Luego, el Inspector Chase sacó su tabaquera, encendió un pitillo y, tras la primera calada, exhaló un humo azulado que fue formando extrañas volutas en el aire, y continuó dando las órdenes que juzgó pertinentes:
-Dr. Tanner, mientras usted examina el cadáver de Sir Wilfred hasta que venga la ambulancia y el Juez, yo cogeré las dos pistolas semiautomáticas para que las revise Carruthers. Aquí no hacemos ya nada, amigos. Volvamos a la casa. Cuando termine, Tanner, no se vaya aún. Espere a que lleguen los del juzgado y, una vez se hayan hecho cargo del cuerpo, regrese a la casa.
Quedó el doctor examinando el cadáver, el cual estaba inmóvil y retorcido en el espeso charco de sangre, en tanto los otros tres marchaban hacia la casa. Por el camino, Grandison Chase fue escuchando los detalles del caso de boca del Padre Brown, con algún apunte de Flambeau. Los dos, el curita y el gigantón, estaban bastante perplejos por aquel extraño y aterrador suceso y no acertaban a dar con la clave del enigma. Chase se interesó por la vida de los invitados y, en especial, por las de Parks y Gallagher, a los que consideraba como los máximos sospechosos de haber cometido el crimen.
-Convendrán conmigo -dijo el Inspector Chase, dando la última calada a su cigarrillo- en que ha sido un asesinato fríamente premeditado. La cuestión más importante será determinar quién y cuándo entró en el salón de juegos, cogió las balas de fogueo y las cambió por las de verdad, si es que eso es lo que ha sucedido. Es un caso endiablado porque no creo que haya ningún testigo, con lo que demostrar quién manipuló las armas será casi imposible.
-No lo sé -intervino el sacerdote. -En cualquier caso, no olvide que tenemos que encontrar el papel con la famosa palabrita, ver quién pudo dejarlo y por qué motivo. Tal vez sea una pista falsa, pero me inclino a pensar que las cosas que uno hace, sea testigo, víctima o asesino, las hace por algo. Y en esa palabra, “enemiss”, hay algo más que todavía no logro ver...
-Puede que no tenga relación con el caso -terció Flambeau-, aunque, como fueron las últimas palabras de Sir Wilfred, debían tener mucho valor para él. Para vengar la muerte de mi amigo, me encargaré de hallar ese papelito y, con la ayuda de ustedes, descubriremos su significado oculto.
Serían casi las ocho cuando atravesaron la puerta de hierro que comunicaba los jardines con la mansión. Todos aguardaban inquietos y taciturnos en el salón principal, salvo Eleanore Woolcott y su hija, que se encontraban en sus habitaciones en tal estado de excitación mental y física que al Inspector no le importó aquella ausencia. Ya las llamaría a declarar más tarde. El fornido policía habló un momento por teléfono, interesándose por si habían tenido éxito las patrullas de agentes que andaban a la busca y captura del Capitán Gallagher. Por sus palabras y su expresiva preocupación, vieron que, de momento, la búsqueda del huido estaba siendo infructuosa.
El Inspector Grandison Chase dispuso todo con el sargento Carruthers para dar comienzo a los interrogatorios cuanto antes. ¿Para qué esperar? Nadie tenía hambre. Pese a que el mayordomo había insistido en ofrecer la cena, tanto la señora de la casa como su hija y los otros comensales manifestaron su falta de apetito. Quizá cuando las declaraciones acabasen alguno tuviera el deseo de cenar cualquier cosa, de ahí que el mayordomo Carter y las cocineras debían estar preparados para esa eventualidad y aquella noche tuvieron que acostarse más tarde de lo habitual.
El Inspector, una vez hubo solicitado a todos los invitados, excepto al Fiscal, que salieran del salón a la espera de que fueran llamados a declarar, le pidió a éste que se sentara y, antes de interrogarlo, mandó a Carruthers que saliera fuera a vigilar que nadie escapase. El señor Arthur Parks, el cual era presa de un ataque de nervios. Si antes se había mostrado tenso, tal vez por la emoción del duelo, ahora balbuceaba y movía las manos nerviosa y febrilmente, como si quisiera agarrar el aire. El Inspector tomó asiento en un mullido sillón de terciopelo rojo que estaba tras una de las mesas de escritorio que adornaban el salón. Desde esa mesa podía dirigirse a sus interlocutores y tomar nota de lo más relevante de cada declaración. Volvió a sacar su tabaquera, encendió otro cigarrillo de forma parsimoniosa pero resuelta y, mirando fijamente a los ojos de Parks, preguntó:
-¿De quién fue la idea de celebrar ese “duelo falso”? Permítame decirle, antes de que hable, que me resulta un juego absurdo y peligroso, como ha quedado demostrado. Ustedes dos ya eran mayorcitos para andarse con esas bobadas, ¿no le parece?
Parks miró al Inspector con su sempiterno ceño fruncido y contestó:
-Puede que a usted, Inspector, le parezca un estupidez pero para mi pobre amigo Woolcott y para mí era una sencilla e ingeniosa forma de dar por zanjadas nuestras rencillas... Fue a él a quien se le ocurrió lo del duelo. La idea la tuvo hace quince días, más o menos, cuando me invitó a pasar en esta finca un fin de semana. Charlábamos sobre unos sables antiguos y sobre los duelos cuando se le ocurrió lo de batirnos, como una manera alegre y deportiva de encontrarnos en el campo del honor. Nada más...
-Sí, pero el duelo fue a pistola. -subrayó Chase. -Lo de las pistolas, el uso de esas pistolas semiautomáticas precisamente, ¿también fue idea del señor Woolcott o lo propuso usted?
-También él propuso eso. Y no sabe cómo lamento haber sido yo quien haya ganado este duelo... No dejo de repetirme lo estúpido que fui al acceder a celebrarlo. Además, sé que, si mi amigo hubiera disparado en primer lugar, el herido habría sido yo. Tal vez hubiera muerto también. No puedo dejar de pensar en que he matado a un hombre y en que yo mismo podría haber muerto. Comprenderá entonces que ahora sea incapaz de dar coherencia a ningún razonamiento. Estoy desolado y me veo impotente ante este cúmulo de calamidades. Estoy roto, por dentro y por fuera...
-Volvamos a las armas, señor Parks. Según me han dicho los amigos Brown y Flambeau, fue usted quien trajo las balas y las cargó, ¿no es cierto?
Arthur Parks asintió, sin dejar de mover las manos, muy nervioso.
-Correcto -masculló el Inspector Chase. -¿Eran balas de fogueo?
-Así es. Las compré hace poco, en una tienda especializada, absolutamente legal. Está en Londres... Creo que se llama Hook's Armory... Debo tener el recibo de compra en casa. Si quiere, puedo buscarlo. Sé que esas balas eran de fogueo, que Sir Wilfred las comprobó y vio que eran inofensivas. Estoy casi seguro de que fueron las mismas balas que cargué en el tambor de cada pistola. Al menos, su aspecto era el mismo. ¡No entiendo cómo o cuándo las cambiaron! Ni siquiera entiendo por qué harían semejante atrocidad. Sin duda, alguien deseaba la muerte de mi amigo Woolcott...
-¡O la suya, señor Parks! -intervino el Padre Brown, en voz tan baja como firme y contundente, lo cual dejó sorprendidos a los otros tres.
El Inspector cambió de tema y, de pronto, le soltó a Parks:
-Tengo entendido que hubo un tiempo en que usted y el docto Magistrado Woolcott eran enemigos, educados y correctos si quiere, pero enemigos al fin y al cabo. No hace falta que le diga que no está usted bajo juramento, ya que conoce todo el proceso en un caso criminal, pero le ruego que sea lo más sincero que pueda y nos concrete cuáles fueron las principales causas de que hubiera esa enemistad entre Woolcott y usted...
-Es de todos conocido -comenzó por decir el azorado señor Parks- que hubo varias ocasiones en las que mi vida tropezó con la de Woolcott. Primero, en nuestros iniciales escarceos en el mundo de la judicatura inglesa, ya que ambos éramos dos jóvenes ambiciosos, aunque entonces mucho más bisoños y mucho menos experimentados que ahora. Cuando aspiramos al puesto de Magistrado de la Supreme Court, entre otros tantos, Woolcott nos ganó en buena lid, pero lo que había sido una mera rivalidad en el mundillo legal, se tornó en franca envidia, lo digo con total sinceridad y conocimiento de mí mismo. Esa envidia aumentó y a ella se le añadió mi enfado cuando, siendo yo parte interesada en la disputa de la propiedad de unos terrenos en las inmediaciones de Oxford, mi amigo, por aquel entonces ya Magistrado de muy reconocido prestigio, falló en favor de la parte contraria. Ese fue el punto culminante de nuestra peculiar guerra de odios, aunque creo que él, en realidad, nunca llegó a odiarme, igual que yo, rabioso contra él, nunca llegué a desearle mal alguno. Prueba de ello es que nos reconciliamos y eso es lo único que en estas tristes horas me consuela...
Luego, Grandison Chase volvió a insistir en el asunto de las balas:
-Señor Parks, me veo en la obligación de pedirle que haga un esfuerzo de memoria: ¿Está usted seguro de que las balas que colocó en los cargadores de las semiautomáticas eran las mismas que usted compró?
-No lo sé, Inspector. -proclamó el Fiscal, en un tono dubitativo, y su duda sonó auténtica, no forzada o dolosa.
-No lo sé. Juraría que eran las mismas balas que compré pero no podría asegurarlo del todo.
-¿Cómo explica, entonces, lo sucedido?
-Sólo cabe una posibilidad. Si para mí aquellas balas eran las mismas, al menos en apariencia, es porque alguien debía tener unos proyectiles del mismo calibre y semejantes a la de las balas de fogueo que adquirí en la Hooks' Armory... Es obvio que, para que su siniestro plan diera fruto, el responsable de este ominoso crimen debió cambiarlas antes, cuando salimos del salón de juegos.
-¿Se da cuenta de lo que eso supone? -inquirió el detective francés, ya que al Inspector no le estorbaba que sus amigos Brown y Flambeau intervinieran en la investigación, incluso en los interrogatorios preliminares.
-Si fuera así, eso implicaría -comentó Parks en un tono extrañamente oscuro y sombrío- que aquí se ha cometido un crimen no sólo premeditado, sino atroz, salvaje y absolutamente cruel. No tienen por qué creerme. Sé que ante ustedes aparezco como el principal sospechoso del crimen, porque yo disparé el arma que asesinó a mi buen amigo, pero les juro por lo más sagrado, les juro por mi honor de caballero que yo no puse en las pistolas ninguna bala que no fuera las de fogueo, salvo que las cambiaran antes y no me diera cuenta...
Dicho lo cual, Parks se golpeó en la frente, aún fruncido su ceño, señal de su tormentoso estado de ánimo, y ruborizado exclamó:
-¡Oh, hado perverso!, ¿por qué permites que haya matado a uno de mis mejores amigos? ¿Cómo he llegado a verme en esta situación? Nunca podré perdonármelo, nunca, nunca, nunca...
El Padre Brown, compadecido del atormentado Fiscal, se levantó, fue hacia él y le puso una mano en el hombro, tratando de tranquilizarle:
-Serénese, señor Parks. Yo le creo y estoy convencido de que mis amigos le creerán, si es que no confían ya en su testimonio. Alguien quiere hacerle pasar por asesino. O incluso cabe la posibilidad de que deseara lo contrario, es decir, que fuese usted la víctima y el buen señor Woolcott quedara ante nosotros y ante la opinión pública como un vulgar asesino. Debe usted irse a descansar. ¿Lo autoriza, Inspector Chase?
Grandison Chase, ante aquella decisión del curita no pudo negarse y dejó que el Fiscal, tremendamente afectado, se levantara y se fuera, aunque le lanzó una mirada de absoluta desconfianza, fruto tal vez de su profesión, que le forzaba a estar alerta ante cualquiera, fuera Fiscal o simple ratero. En ese momento, cuando los tres quedaron solos de nuevo, Flambeau alzó la cabeza y elevando sus manos en gesto exageradamente mediterráneo, abrió la caja de los truenos, recelando de lo que acababa de oír:
-Mon Père, ¿está seguro de lo que ha hecho? Ha sido usted quien durante estos años me ha enseñado a estar siempre muy atento y en guardia ante cualquier clase de sospechoso. Se me ha ocurrido una explicación a todo el asunto, y es una posibilidad que no ha considerado, amigo Brown. ¿No ha pensado que Parks haya podido mentirnos, que realmente pudo colocar unas balas mortales totalmente idénticas a las de fogueo que él trajo y luego hacerse el inocente con nosotros? Es arriesgado, pero sería una jugada maestra, una prueba de su refinamiento y su maldad...
Antes de que Flambeau terminara su razonamiento, Brown ya había elevado sus grises ojuelos por sobre los cristales de las gafas y dijo:
-No, no, Flambeau, nunca he ignorado esa posibilidad que con tanta audacia argumenta usted ahora. El ser humano suele darse a la mentira y el señor Parks podría ser el perfecto mentiroso. De hecho, habría quien, pensando en las tretas de su oficio y práctica jurídica, podría pensar que Parks es un consumando maestro en el arte de la mendacidad, pero yo he visto sus ojos, he visto sus manos temblorosas, he visto el sudor en su frente y su ceño más hundido y atormentado que nunca y le digo, le aseguro, que él no miente, ergo, que él no es responsable de esta perversa acción, aunque su mano fuera, sin saberlo, la que segó la vida del Magistrado.
El Inspector oyó muy serio aquellas palabras, tras las cuales espetó:
-Padre, en este caso me inclinó a pensar como mi querido amigo Flambeau. No descarte lo que le acaba de decir. Conozco la intachable reputación de Parks, pero también conozco su facilidad para engañar o manipular a un jurado. Él ha intervenido en miles de casos, a cual más enrevesado, y se las ha visto con jueces más duros que las piedras de la catedral de San Pablo. El Fiscal es conocido por haber perdido pocos casos, por su preparación y su maestría en el dominio de la retórica, y lo que acabamos de ver pudiera haber sido una cuidada representación, el tercer acto de la comedia (o más bien, tragedia) que se ha producido entre los muros de esta desgraciada mansión. Si las pruebas le señalan como sospechoso, me veré obligado a detenerle, no lo dude, Padre Brown.
-Y cometerá usted un tremendo error. -musitó el sacerdote.
-Aunque su oficio -continuó Chase- con frecuencia le lleve a compadecerse de los más astutos criminales, el mío me obliga a reunir las pruebas que demuestren su culpabilidad, en el caso de que sean culpables. Repito que si todos los indicios apuntan al hecho de que Parks tuvo algo que ver con este infortunado suceso, le detendré sin que me tiemble un músculo.
-Y yo le repito que ese hombre no miente, que no es el causante de lo que aquí ha sucedido y que incurrirá usted en una injusticia si le detiene.
El Inspector Chase, algo contrariado por las aseveraciones de Brown, por su rotundo aunque suave tono afirmativo y por su insultante seguridad, decidió no proseguir una charla que, en su opinión, no les conducía a nada, y pidió a Flambeau que llamase al sargento Carruthers para que este, a su vez, trajera al honorable Juez Óliver Thorpe para que se le tomara declaración. [CONTINUARÁ...]