DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS(2)
No fue hasta el jueves de esa misma semana de febrero que el Padre Brown tuvo noticias de su amigo el detective gascón. Mientras el sacerdote se afanaba en la lectura de un libro con vidas de santos, el buen Flambeau apareció de nuevo en el despacho de la iglesia de Camberwell. Entró más radiante y gallardo que nunca, brillantes los ojos bajo un sombrero de fieltro azul. Saludó efusivamente a su compañero de aventuras, se atusó el artístico bigotito y, tras aclararse la garganta, declaró:-¡Acabo de recibir una nueva carta de Sir Wilfred! No sólo está de acuerdo en que vaya usted también a su finca, sino que arde en deseos de conocerle puesto que ha oído contar muchas anécdotas acerca de su sagacidad en la resolución de misterios criminales. -Bien sabe usted que no suelo hacer caso de malos augurios pero, en cierta medida, aún me atosiga una extraña sensación que oscila entre la fatalidad de un trágico destino y el deseo de que todo discurra en paz y armonía.Brown quiso serenar a su amigo y le convidó a una copita de brandy, bebida a la que ambos eran muy aficionados. Tras unos instantes, ambos dejaron que su imaginación poblara sus almas de un moderado optimismo y ya no volvieron a manifestar sus temores. Al poco Flambeau se levantó con mucha parsimonia y, antes de irse, le dijo al cura: -Le veo disfrutando como un niño, y eso que el juego del duelo aún no ha empezado -comentó el cura, con sus grises ojillos rusueños.-Sí, mon cher ami, ya conoce usted mi debilidad por los duelos en el campo del honor, por los combates y cualquier batalla en pro de una causa, por muy perdida o romántica que sea. Naturalmente, espero que usted asista tanto al duelo como a la fiesta de la noche. Para que no deje desatendidas sus ocupaciones durante mucho tiempo, volveremos el domingo por la tarde. ¿Le parece bien? Al llegar a la mansión, una espectacular edificación con dos pequeñas torres a cada lado y una enorme puerta central, flanqueada por dos estatuas, una la de la diosa romana Britania y otra la de la diosa griega Atenea, el cura observó muchos automóviles aparcados a la entrada, señal inequívoca de que habría bastantes invitados al duelo y posterior festejo. Aquellos autos y la imparable velocidad a la que discurría el maquinismo moderno azoraban un poco al Padre Brown, acostumbrado a la beatífica vida eclesiástica, la cual no le había impedido conocer lo peor del mundo, los pecados más perversos y los pecadores más malvados, y también los más arrepentidos. Fue el propio Sir Wilfred quien salió a recibirles, estrechándole las manos a ambos. Era un hombre de unos cincuenta y ocho años, que lucía un enorme bigote con unas largas y espesas patillas que le cubrían gran parte del mentón. Iba vestido con levita negra y aún llevaba en la mano los guantes y la chistera, tal vez porque habría llegado poco antes que Flambeau y su amigo el sacerdote. También lucía monóculo sobre el ojo derecho, aunque no lo necesitaba pues, a pesar de su edad, Sir Wilfred tenía vista de lince, bien que usara unas gafitas para leer la letra pequeña de los muchos documentos y legajos que pasaban por sus manos. Era muy afable, considerado y de exquisita educación. Algo bajo de estatura pero altísimo en su recto comportamiento y en sus convicciones morales. No se había jubilado, ni pensaba hacerlo mientras le respetase su salud. Amante de la caza, los juegos de azar y todo tipo de colecciones, en especial las de armas de fuego, contaba entre sus vicios con el placer de saborear buenos licores. Amaba el vino, y amaba a su esposa y a su hija. Aunque pudiera parecerlo por algunas de sus aficiones más extravagantes, no era un dandy ni un bon vivant. Siempre se mostró como hombre sensato, juicioso y de firmes principios éticos. -Estoy encantado de conocerle, Padre Brown. No sabe cuántas historias he oído o leído en la prensa londinense acerca de su vida y los crímenes que ha resuelto. Fue asombroso cómo cazaron usted y Flambeau a ese tal Kalón, el mercachifle fundador de la maldita secta del Ojo de Apolo, el que engañó y asesinó a la pobre Pauline Stacey... Me alegra mucho tener a los dos aquí.-Los agradecidos por su hospitalidad somos nosotros -musitó el Padre Brown, que llevaba sus botas manchadas con algo de barro, fruto de la llovizna que habían sufrido desde Londres. Esas botas discordaban ante la limpieza, la pulcritud y la magnificencia de la casa, y aunque a muchos de los invitados les llamó la atención la desastrada forma de vestir del sacerdote, nadie hizo el más leve comentario sobre el particular, ni siquiera de forma privada. -Sí, ja, ja, ja... Y para celebrar la ceremonia en el campo del honor, como es debido, tendré al mejor padrino con el que se puede contar. Pero pasen y acomódense. Les presentaré a mi familia y al resto de los invitados...En efecto, Sir Wilfred, como buen anfitrión, fue dando a conocer a cada una de las personas que formaban ese pintoresco y adorable grupo. En primer lugar, les llevó ante Eleanore, su amada esposa, una mujer de melena larga de color castaño, cuyos ojos tiernamente azules hacían las delicias de todo aquel que los miraba. Era algo más alta que el Magistrado y, en aquella ocasión, lucía un hermoso y entallado traje de raso blanco. En su mano derecha, el anillo de esmeraldas que Flambeau había recuperado de las garras del falso vendedor de Biblias. El detective hizo una reverencia ante la dama y barbotó algo en francés, cualquier galantería que hizo ruborizarse a la dueña de la casa. Seguidamente, Woolcott presentó a su hija Louise, una jovencita de unos veinticinco años, vestida con mucha sencillez, más alta que sus padres, de pelo moreno y penetrantes ojos verdes. Dicen que su rostro casi siempre mostraba una sonrisa llena de encanto, pero en ese momento, cuando Flambeau y el cura la conocieron, su semblante no podía ocultar una tremenda tristeza. Los dos amigos ignoraban entonces cuál podría ser la causa de aquella expresión tan desolada, pero pronto iban a averiguarlo.Tras presentar a su familia, pasó a los invitados. Como no podía ser de otra forma, el primero al que conocieron fue Arthur Parks, el Fiscal, hombre de unos cincuenta y cinco años, de mediana estatura, ojos enormes y saltones, y pelo escaso. Lucía una bien cuidada perilla que le daba un aspecto casi aristocrático, aunque su familia provenía de los más humilde de Inglaterra. El Fiscal había sabido ascender en la sociedad gracias a su esfuerzo, a su estudio y al buen desempeño de su trabajo. Su voz era firme y atronadora; su gesto, imponente y decidido; sus maneras, las de aquel que se sabe dueño de sí mismo y de la situación. Mostraba casi siempre el ceño fruncido, como si su cerebro estuviera en permanente estado de alerta o tal vez como si algo le incomodara. Esa expresión podía confundirse muy fácilmente con la del enfado o la molestia pero era tan habitual en él que sus amigos y hasta sus clientes se acostumbraron a ella y ya no sabían decir cuándo sabrían si Parks estaba enfadado o sólo concentrado en las mil y una ideas que poblaban su cerebro. Luego de conocer a Parks, el Magistrado les presentó al Juez Óliver Thorpe, un carcamal de setenta años, casi sordo y de mirada de topo. Nadie se explicaba que Parks hubiera elegido un padrino tan poco capacitado pero, como se trataba de un “falso duelo” y tal vez por los lazos de amistad que unían a Thorpe con los dos contendientes, su presencia allí estaba más que justificada. Tras saludar al señor Thorpe, Sir Wilfred tuvo la amabilidad de hacer los honores con el capitán George Gallagher, un joven irlandés, muy apuesto y de mirada oscura y decidida, que estaba allí como invitado de la familia. Woolcott, tan aficionado a la caza y las armas de fuego, comentó de forma fría y envidiosa que Gallagher era un excelente tirador. Entonces ni Flambeau ni Brown le dieron mucha importancia a ese hecho pero, una vez que fue cometido el crimen, en esos primeros instantes de horror todas las miradas se volvieron hacia el capitán irlandés. -¡El duelo se celebrará esta tarde a las seis, antes de que el sol caiga! -aulló Sir Wilfred. -Damas y caballeros, acompáñenme al comedor principal. Mis cocineros les han preparado un comida tan exquisita que no podrán olvidarla en su vida.
-En efecto -corroboró el titán francés-, tiene usted razón. Como es lógico, a la fiesta de reconciliación entre el Magistrado y el Fiscal asistirán otras personas pero, como ya sabe, yo sólo conozco personalmente a la esposa de Woolcott, Eleanore, a la hija de ambos, la señorita Miss Louise Woolcott, y a los miembros del servicio doméstico, en especial a Carter, el mayordomo principal de la familia, el cual me ayudó mucho cuando recuperé el anillo de esmeraldas de la señora Eleanore. Se me ha confirmado la asistencia del Juez Thorpe, el padrino de Parks en el duelo, y de algunas otras personas a las que, por desgracia, no conozco. -¿Aún recela de ese “falso duelo” entre su amigo y el señor Parks? -preguntó el Padre Brown, con tono serio y casi susurrando las palabras.
Durante el trayecto contaron mil y una anécdotas, comentando sucesos del pasado y del presente, acompañando su charla con el suave humo de la pipa del Padre Brown y los puros que fumaba Flambeau. No hubo nada más digno de reseñarse en aquel viaje, ni demasiado largo ni muy cansado. Gracias a la buena conducción del detective y a que la lluvia no era muy intensa, llegaron a su destino a las doce y media del sábado.
Por fin, Carter les abrió la puerta de roble que conducía a un lujoso salón de techos altos, lámparas de araña, mobiliario de estilo victoriano y exquisita biblioteca, cuajada de libros de leyes, códigos, cartografías y catálogos de coleccionismo, además de muchas obras de la más selecta literatura. Al abrirse la puerta, ante la asombrada mirada de Brown y Flambeau apareció un grupito de personas de lo más encantador. La mayoría eran miembros del foro, amigos del Magistrado, pero también había otros que, de manera directa o indirecta, formaron parte del drama que estaba a punto de ocurrir en Woolcott Manor. Se los presentaré a ustedes, queridos lectores, igual que les fueron presentados al Padre Brown y a Flambeau. Pero antes debemos conocer al anfitrión de la casa, al pobre Sir Wilfred, quien luego sería tan vilmente asesinado. En aquel momento ni el cura ni su gigantesco amigo podían imaginar que estaban estrechando la mano de un hombre que iba a morir en seis horas. Es obvio que ni el propio Sir Wilfred era consciente de que esas iban a ser las últimas seis horas de su vida, pero ¿quién sabe cuándo va a llamar a su casa la pálida dama de la guadaña, esa astuta y sorpresiva visitadora que tantas veces llega a una casa sin dar previo aviso de su llegada?