Parks arrojó al suelo su pistola, corrió a la velocidad del rayo y anduvo toda la distancia que le separaba del lugar donde había caído su amigo. Pronto observó que Sir Wilfred, agonizante y retorciéndose de dolor, estaba herido en pleno pecho, del cual manaba abundante sangre. Lo que más aterrorizó al Fiscal fue ver la trágica expresión de horror, la mueca macabra y del extrañeza del pobre Magistrado, que por un momento pareció querer incorporarse para hablar. Pero en aquellos fatales segundos de vida, vomitó un poco de sangre por la boca y, antes de exhalar su último aliento, apenas musitó unas cuantas palabras al oído del señor Parks, que se había inclinado para escucharle con más atención: Y expiró. No dio tiempo a que terminara aquella frase postrera. Entonces, el señor Parks cerró los ojos, maldijo aquella desventurada tarde y gritó. Al Padre Brown le pareció que aquel estruendo de desahogo era auténtico. El segundo en llegar, justo tras los pasos de Parks, fue Flambeau, que oyó claramente cómo este maldecía su mala suerte y se echaba la culpa de lo que había pasado. Luego apareció Louise Woolcott, que se encaró con el Fiscal, reprochándole su malvada acción con estas palabras:-¡Asesino, es usted un asesino! Ha estado fingiendo estos dos meses, pérfida víbora envidiosa. Dos meses de hipocresía en los que se ganó la confianza de mi pobre padre para ahora asesinarle delante de todos y sin piedad... ¡Me da usted asco...! Al agacharse, una ráfaga de viento hizo que su sombrero negro y picudo, característicos de los clérigos de entonces, saliera volando, mientras él miraba al cielo, sorprendido. Por un momento, una idea extravagante cruzó su mente: la idea de que aquella ráfaga de viento era el alma de Sir Wilfred, camino de la luz del Creador.Los demás quedaron paralizados por el hecho en sí. El anticuario Redvill no dijo ni media palabra pero no dejaba de bizquear, mientras el adormilado Juez Thorpe no comprendía nada. El pobre viejo creyó en un principio que nadie había disparado su arma, puesto que él no había oído ningún ruido. En esos instantes de terror, Parks se acercó al cura y le confió las últimas y misteriosas palabras que el Magistrado Woolcott había pronunciado. En tanto se desarrollaba aquella escena de tragedia, Flambeau corrió como un gamo, con un doble objetivo: debía avisar por teléfono a la policía para contarles lo acaecido, además de dar parte a un médico, a sabiendas de que ya ningún doctor podría hacer nada por el Magistrado; en segunda instancia, tenía que descubrir quién era la sombra tras la ventana, aunque su mente se maliciaba que no podía ser otro que el Capitán Gallagher, el cual habría disparado su arma por un motivo que el detective francés no era capaz de imaginar, si es que realmente había disparado contra Sir Wilfred, de lo cual no estaba seguro. Flambeau daba grandes zancadas, camino de la casa, al tiempo que se acordó de que alguien le había dicho que Gallagher era, sin duda, el mejor tirador de cuantos allí estaban. -Con todo, no he podido encontrar a ese filibustero del Capitán Gallagher por ninguna parte, mon Pére. -susurró Flambeau al oído del cura. - Carter afirma que le vio correr hacia la entrada de la casa poco después de que se oyera la detonación. He salido un momento afuera y, sí, he comprobado que el coche de Gallargher también ha desaparecido... Bufff, como la policía tarde demasiado será muy difícil dar con ese endiablado irlandés. De veras que no entiendo cómo ha podido suceder esto, amigo Brown... Mon Dieu, ¡pero si las balas eran de fogueo! -Nada de eso. Por desgracia para Sir Wilfred y su apenada familia, todo ha sucedido realmente. Ya se habrá dado cuenta, Flambeau, de que, como nos habíamos temido, este no era un “duelo falso”... O, tal vez, fue un duelo donde todos hemos sido engañados, igual que el mago crea ante nosotros una falsa ilusión, deslumbrándonos con el efecto de su truco. En otras palabras: se nos ha engañado porque parte de la falsedad del duelo estribó en el trágico hecho de que ni los invitados ni ninguno de los duelistas era consciente de que cualquiera de ellos dos podía morir. -Sin embargo, eso de cambiar las balas de fogueo por otras de verdad es muy arriesgado. Acabo de darme cuenta, querido Flambeau, de que el asesino, quienquiera que sea, en el caso de querer deshacerse del pobre Sir Wilfred, debió cambiar las dos balas necesariamente, porque no podía saber cuál era la pistola que elegiría el Magistrado ni la que eligiría Parks, lo que nos lleva a la conclusión de que, si Sir Wilfred hubiera sido más rápido que el Fiscal, a estas horas el muerto sería Parks y no Woolcott. En fin, debemos meditar más despacio sobre estas cosas y, ante todo, hágame un favor: lleve a la familia del difunto de nuevo a la casa. Que nadie proteste ni salga del lugar. Le dejo a cargo de todo, ¿de acuerdo? Yo me quedaré aquí, velando el cadáver de Sir Wilfred, mientras llegan los agentes del Yard y el médico. Aprovecharé para seguir rezando por el alma de este hombre y para ver si encuentro alguna pista. No espere más. Llévelos a la casa, amigo...Flambeau nunca discutía las órdenes del Padre Brown, y menos cuando se hallaba tan nervioso como en aquella ocasión. El caos se había adueñado de Woolcott Manor. Por ese motivo al detective gascón le costó un buen rato convencer a aquel variopinto grupo de personas de que lo más juicioso era volver al interior de la casa. Tras unos minutos, logró conducirles, igual que el buen pastor guía a sus ovejas hacia las verdes praderas. Brown observó la escena del regreso y, cuando se hubo quedado solo, sin dejar de recitar sus oraciones, siguió rumiando todo cuanto había visto y oído, dando pequeños paseos por los alrededores del lugar donde se había producido aquel extraño y truculento drama. La figura imponente y atlética del delgado Inspector Grandison Chase bajó del segundo automóvil, al tiempo que daba órdenes a sus dos acompañantes de que entraran en la casa tras sus pasos. Eran estos dos jóvenes alegres e inteligentes: el sargento Carruthers y el oficial forense, el Dr. Tanner. Ambos llevaban pocos años en el Yard pero ya acreditaban la suficiente experiencia como para afrontar cualquier problema criminal. Por su parte, el Inspector Grandison Chase era un hombre fornido, a pesar de su extrema delgadez, el cual lucía un abundoso y exagerado bigote que le daba el aspecto de una morsa recién salida del mar. Sonreía pocas veces y era un fanático del orden, la lógica y la ciencia de la deducción. Sus métodos eran fríos, calculados, sumamente objetivos y eso le había granjeado la confianza de sus jefes y le había hecho acreedor de una bien merecida fama como detective, carrera en la que obtuvo varios éxitos sonoros al resolver algunos casos realmente intrincados. A esa carrera le había dedicado media vida, siempre al servicio del Imperio de la Ley. Por último diremos que no era la primera vez que se topaba con nuestros amigos Brown y Flambeau, los cuales le habían ayudado ya en un par de ocasiones a desvelar ciertos casos que ahora, queridos lectores, sería engorroso citar. El Inspector Chase entró en la casa, seguido de Carruthers y Tanner. Salió a recibirles el mismo Flambeau, al cual dio un amistoso abrazo, imagen ante la cual los demás invitados pensaron que asistían a la reunión de dos afables gigantes. Flambeau ya le había participado al Inspector los detalles más relevantes del caso, a los que añadió las últimas reflexiones que Brown y él acababan de realizar hacía unos minutos. Chase ordenó al sargento Carruthers que tomase las huellas de todos los habitantes de la casa y, en especial, de los que asistieron al duelo, incluidas las del difunto Sir Wilfred. Al Dr. Tanner le encomendó la tarea de reconocer el cuerpo, así que, como ya se quedaría en la casa un agente oficial, Flambeau condujo a Chase y Tanner hasta donde estaba el Padre Brown, ángel custodio del pobre Magistrado. -¡Querido Padre Brown...! -exclamó el Inspector Chase, muy alegre por haberse reencontrado con su viejo amigo. -A mis brazos... Bueno, Flambeau ya me ha informado de esta terrible desgracia. ¿Tiene alguna teoría acerca de lo que ha pasado aquí?Brown no era dado a anticipar muchas de sus conclusiones. Era cierto que ya sabía o intuía muchas de las cosas que estaban en el trasfondo de aquel hecho tan truculento como escabroso, pero no gustaba de adelantarse a los acontecimientos y, con muy buen juicio, respondió que aún había muchos puntos oscuros en aquel caso. Mientras el Dr. Tanner examinaba el cuerpo del difunto, el Padre Brown les lanzó a sus amigos algunas de las preguntas que entre todos debían intentar responder:
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS(4)
Muy decidido y sin pensarlo dos veces, el humilde sacerdote llamado Brown se inclinó ante el cuerpo sin vida de Sir Wilfred, mientras recitaba una última absolución para el alma del buen jurista y algunas oraciones que en el credo católico se reservan para estos casos desesperados.
Serían las siete de la tarde aproximadamente cuando llegaron dos coches más a la casa, coincidiendo al mismo tiempo: el auto del médico del pueblo más cercano (Londres quedaba un poco lejos) y el auto oficial de Scotland Yard, el cual sí que procedía de la capital, puesto que en aquella zona de las afueras, con tan pocos habitantes, no había puesto ni sede oficial del cuerpo de Policía.