El cine condensa toda forma artística. En él conviven la música, la poesía y la pintura, danzando entrelazadas sobre una estructura narrativa compuesta por tiempo y espacio, que puede llegar a ser tan flexible y mutable como la imaginación del que la conciba. Todo ser humano se encuentra reflejado en alguna forma artística, de ahí que Oscar Wilde concluyese que la vida imita al arte mucho más que al contrario. Christopher Nolan, también originario de las islas británicas, ha conseguido erigirse como uno de los directores de cine más influyentes de la actualidad, personificando otra de las populares citas del dramaturgo irlandés: “Cada acierto nos trae un enemigo. Para ser popular hay que ser mediocre.”.
Dunkerque dividirá al público, como ocurre con todas las obras de Christopher Nolan, en dos bandos enfrentados conformados por fanáticos y detractores. Ya hace tiempo que dejó de existir el término medio entre estas dos actitudes, pues, como decíamos anteriormente, Nolan ha ido sumado a lo largo de su trayectoria tantos aciertos como enemigos, más ocupados estos de señalar y cuestionar la excesiva alabanza que reciben en ocasiones las virtudes del director inglés que de analizar en profundidad su obra. Habiendo dejado patente la existencia del campo de batalla que se despliega siempre que el afamado director estrena nueva cinta, y teniendo en cuenta que el posicionamiento, llegados a cierto punto, es inevitable, vamos a incluirnos en el grupo de los entusiastas, pues hasta el momento, ninguna obra de Christopher Nolan nos ha causado hastío ni indiferencia.
Asumir que la vida imita al arte mucho más que al contrario nos plantea ciertas cuestiones de sobre el origen de ambos elementos; ¿fue antes la vida o el arte?, ¿surge alguno de ellos como consecuencia del primero? Christopher Nolan dirige Dunkerque como si realmente supiese la respuesta correcta de estas preguntas. Se adjudica el papel de narrador omnipresente para involucrarnos en los eventos bélicos que ocurrieron entre el 29 de Mayo y el 4 de Junio de 1940 en Dunkerque, ciudad portuaria al norte de Francia desde cuyas playas se puede observar, a través del basto pedazo de océano que forma el Canal de la Mancha, el añorado hogar de los soldados británicos.
Christopher Nolan recrea el evento histórico a través del cine, o, lo que es lo mismo, gracias al arte, pero no afronta el mismo como cabría esperar. En lugar de optar por una estructura espacio temporal convencional para ilustrarlo, el director de Memento y Origen vuelve a obsesionarse con la manipulación del tiempo —su juguete favorito— para establecer una narrativa no lineal que deconstruye de alguna manera la perspectiva con la que la historia afrontó ciertos eventos, y que invita al espectador a sumergirse en la narración hasta convertirlo en un elemento más de esta, cerciorándose de que las líneas narrativas no sigan las normas del tiempo y sí las que marcan las emociones que desprenden, tanto los personajes del relato, como el espectador que los acompaña. Así, se establecen desde el inicio y a través de unos sencillos rótulos, tres líneas narrativas que se estiran y se solapan a conveniencia de la narración y que, además, están situadas en tres espacios diferentes: la tierra, el cielo y el mar; librándose, en cada uno de estos lugares, una guerra particular por la supervivencia.
Porque Dunkerque, más que como película bélica, debe afrontarse como una carrera contrarreloj por la supervivencia. Un survival marcado por el realismo que le imprime su director y por el tremendismo en el que se sustentan cada una de las secuencias en las que Nolan nos introduce; ya ocurra esta en la orilla de una playa bombardeada; en la bodega de un destructor inundándose; o en la cabina de un Spitfire que cae sin control. Todo ocurre como frenética poesía. Cada situación se enfoca con el mayor grado de inmersión posible mientras que se subvierten los conceptos del tiempo narrativo habitual mediante un elaborado montaje que, aunque al principio resulta algo tosco y antinatural, luego se asienta y normaliza con facilidad, del mismo modo en que la vida acaba imitando al arte.
Este realismo del que hablamos, y que Nolan ansía con inusitada vehemencia, se obtiene mediante una excelente planificación espacio temporal, asegurando el acierto y el impacto al colocar la cámara siempre pegada a la acción y a los personajes, lo que a su vez provoca una tensión constante en el espectador, cuya perspectiva como individuo activo alcanza las más altas y constantes cotas de inmersión vistas en el género (en concreto, 107 minutos sin respiro). Otro elemento clave para conseguir el tono realista por el que apuesta la película reside en la reformulación de una de las características más criticadas del director, y es que donde antes Nolan exponía mediante el diálogo, ahora se limita a mostrar mediante la imagen, confiando —mucho más que de costumbre— en la capacidad del espectador, esta vez agente activo de la acción, para seguir y asimilar la narración sin necesidad del exceso de información al que nos tenía acostumbrados. Tanto es así, que el desarrollo de los personajes —un puñado de hombres anónimos— se ve reducido al detalle en las acciones que acometen, a los primeros planos de sus rostros y a las interacciones que tienen los unos con los otros, todas ellas significantes tanto para la historia en sí como para su desarrollo emocional y que, como en un relato de Borges, hace posible la universalización del personaje, pudiendo ser cualquier de ellos, cualquiera de nosotros.
Porque Christopher Nolan, y aquí aparece un nuevo cambio en su forma de proceder, no apuesta por la catarsis personal, como sí podía ocurrir en su trilogía sobre El Caballero Oscuro o en Insomnio, sino que se produce una especie de catarsis histórica, edificada en la narración omnipresente del suceso, y cuyo poder emocional se encuentra soterrado bajo un subtexto repleto de reflexiones recurrentes en la obra de su director: la valentía y la heroicidad del hombre en momentos de adversidad; la esperanza como motor de esta misma valentía; el poder del instinto de supervivencia y los males que en ocasiones acarrea; la responsabilidad y la culpa; lo trascendente y lo épico. Aunque la inexistencia de una narrativa común nos despoje de la figura del protagonista y del desarrollo común de personajes, surgen en el relato ciertos sujetos que actúan como anclajes de la conexión empática que luego se produce: Fionn Whitehead asume el foco de la historia en tierra; Tom Hardy en el cielo; y Mark Rylance en el mar, ofreciendo todos ellos y sus acompañantes —en especial Hardy, al que le bastan sus ojos para contarlo todo— interpretaciones que, desde la contención, ayudan a liberar en pequeñas dosis todas las emociones comentadas anteriormente, todas inherentes tanto a la filmografía de Nolan como a otros sucesos bélicos explorados en el género y que, en este en concreto, tienen la particularidad de transformar lo que fue una derrota en milagro y victoria.
Dos decisiones, además del increíble apartado técnico que exhibe la película, sustentan y elevan el tono realista y la catarsis histórica del relato. La primera de ellas, el uso de la música de Hans Zimmer como dueña y señora del tempo narrativo de la historia, convirtiéndola en principal culpable del tremendismo con el que se aborda la misma y en origen de la tensión que continuamente sobrecoge al espectador. La segunda, otorgar al enemigo nazi una impalpable presencia, convirtiéndose en una amenaza prácticamente invisible a lo largo del metraje, pero siempre presente y condicionante de los sucesos que acontecen.
Por todo esto, Dunkerque puede afrontarse desde la desgana o el prejuicio como una película de cine bélico realista donde el argumento y los personajes pasan a un segundo plano; o bien, como una experiencia sensorial total en la que el zarandeo físico y emocional provoca una singular y reconfortante confusión al intentar discernir tras abandonar la sala de cine qué ha sido arte y qué ha sido vida. De nuestra decisión depende que el bando de los detractores sume un enemigo más; el acierto de Christopher Nolan es incontestable.
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