Revista Maternidad

Durmiendo con mi enemigo

Por Mamaenalemania
A todos aquellos que practican el colecho, bien sea por voluntad, vocación o imperiosa necesidad, siento comunicarles que traigo la peor de las noticias.
Siéntense, se lo ruego. Si lo tienen a mano, sírvanse un coñac; y a poder ser de los cargaditos, que lo van a necesitar.
¿Ya?
Bien, ahora lean con mucha atención.
¿Ubican a esos cojoneros impertinentes que les advierten con exaltación y condescendecia sobre la peligrosidad de compartir lecho con su prole? ¿Sí?
Pues no sólo tienen razón, sino que encima se han quedado cortos. Como lo leen.
No se vayan a pensar que lo digo así a la ligera, que llevo dos noches deglutiendo orgullo y me está resultando de lo más indigesto. Y doloroso también, para qué vamos a engañarnos.
Y es que yo me he quejado mucho y muy alto de la falta de espacio y las posturas imposibles; de las patadas, los arañazos y los riñones aprisionados; de la escasez de intimidad y el sueño a trompicones. En fin, de todas y cada una de las ya conocidas inconveniencias que suponen las incursiones infantiles a tres en mitad de la noche.
Pero es que, verán, no he sido del todo sincera con ustedes. Confieso aquí y ahora ser la que levanta el edredón en silencio y apremia con susurros al asaltante de turno para no ser descubierto por su padre; y la que se sigue derritiendo cuando le incrustan los pinreles heladitos entre los muslos o juguetean con su pelo; y también la que les huele los mofletes y les besa la punta de la nariz antes de que arranquen a roncar de nuevo.
Lo sé, soy una blanda y no tengo remedio.
Y, claro, por eso estoy donde estoy, esperando a que vuelva el Maromen de su enésimo viaje del mes y me arregle el asunto. O ya me dirán qué hago, señores, que la cosa pinta fea.
Hace tres noches lo intuí puntual gamberrada. Y me equivoqué de pleno.
Serían las cuatro o las cuatro y media y yacía yo con mis polluelos en armonioso contorsionismo sobre mi cama cuando, de pronto, un olorrrrr insoportable inundó la habitación. Preguntarle al Mayor lo evidente desencadenó una carcajada múltiple que conseguí acallar con algún que otro grito y amenaza de expulsión general. Todo en orden, todo en paz. Ilusa.
Segundos más tarde, un tímido flop flop seguido de la risita ahogada de Destroyer - y de otra penetrante fetidez - desató un concierto de ventosidades bajo el edredón, que terminó con la ventilación urgente del habitáculo, el desayuno a las cinco de la mañana y una madre apiltrafada el resto de la jornada.
Para mi desgracia, la noche siguiente el hediondo recital empezó mucho antes. Lo que no puedo decirles es si los polluelos lo continuaron cuando, después de lloriquear y gritar y suplicar que parasen de una vez, que aquello era insoportable, me invitaron amablemente a abandonar mi cama y ocupar una de las suyas a dos puertas de distancia.
Todo un detalle por su parte ¿no creen?
Como también lo ha sido que ayer noche, antes de arramplar sin preámbulos con mi catre, me dejasen el pijama sobre la almohada del primogénito. Para ahorrarme las fuerzas y el disgusto, si total, el catre adulto ya es suyo por pestilente derecho ¿verdad?
Lo que estos no saben es que el domingo vuelve su padre. Y que le voy a agasajar con unas fabes, sauerkraut y medio kilo de coliflor.
Porque, como bien dice el refrán, quien ríe el último, ríe mejor. Y yo ese día me pienso desgañitar cuando les vea huir sofocados de la piltra marital.
Muahahaha.

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