DURO CON LA VIDA
Llevaba en la mirada una mezcla de indiferencia y abandono que hacía imposible saber si estaba triste o contenta. Miguel se fijó en ella la primera vez que la vio aparecer por la cafetería, le atraparon aquellos ojos tristes pintados de turquesa y purpurina, como queriendo decir con el color lo que contradecían con la mirada, los labios de un rojo rabioso y las mejillas más sonrosadas y conganderas que había visto nunca. Tendría cerca de 70 años y era de una delgadez extrema. Solía mantenerse apuntalada en una mesa con la barbilla desmayada en una mano, lo que acentuaba las arrugas de aquel cuello de jirafa y daba una impactante sensación de transparencia a su piel.
Cada martes, miércoles y jueves, esa mujer entraba en la cafetería, pedía una copita de ron y esperaba hasta que aparecía alguien con el que hablaba durante un rato. Al menos tres o cuatro personas se sentaban con ella cada día, siempre personas distintas. Miguel los había observado detenidamente a todos, buscando algo en común que explicara su efímera relación con aquella mujer. Después de un tiempo se dio cuenta de que había algo que parecían compartir: la tristeza.
El miércoles, como siempre, llegó casi al amanecer, y media hora después se presentó el primer visitante. Durante casi media hora hablaron en un tono que impidió a Miguel escuchar nada. Ella tenía siempre un cigarro sin encender a un lado de la boca, lo que la obligaba a fruncir un poco los labios, como si siempre estuvieran a punto de besar. Este gesto producía unos surcos profundos que se llenaban de carmín y que al estirarse hacían surgir gruesas líneas verticales de pintura. Puag, se regañaba Miguel, con la pintura que hay en esos labios se podría pintar este local...dos veces.
Cuando el visitante se marchó, ella se quedó como estaba, con la barbilla apoyada en la mano y mirando por la ventana. Después de un rato, cogió el lápiz y empezó a escribir. Le costó toda la tarde y tres copitas más rellenar aquella hoja arrugada que tenía sobre la mesa. Entonces, levantó la huesuda mano llamando al camarero, que no tardó ni dos segundos en plantarse frente a ella.
-Dígame señora, dijo Miguel, mientras echaba una mirada furtiva sobre el papel, intentando leer al revés.
-Tráigame la cuenta, por favor -respondió ella doblando la hoja. Fue entonces cuando Miguel se sintió morir, porque aquella mujer clavó en él sus ojos forrados de alegría; durante un momento que a Miguel le pareció un par de vidas, aquella mujer lo atravesó con una mirada que parecía penetrarlo y llegar más allá, ignorando por completo la cara, pálida y desencajada, que se le había quedado al camarero. Pero no había desaprobación en aquella mirada, era una mirada de luto, que regalaba la amargura como si nunca fuera a acabársele. ¿Qué te interesa tanto? -le dijo al fin.
-Perdone, señora, no era mi intención incomodarla -dijo nervioso,- pero la veo venir cada día y cada día recibe a varias personas, habla con ellas, escribe durante varias horas y luego se marcha. No he podido evitar fijarme, ya sabe, los camareros somos muy observadores, que no es lo mismo que cotillas. Es solo que nos gusta saber si nuestros clientes están bien. ¿Es abogada?
-Soy poeta, contestó ella en ese tono de voz lánguido y apagado que había impedido a Miguel obtener la información por sí mismo, una voz que detrás de cada frase parecía emitir también un suspiro de agotamiento. Antes, la poesía era un instrumento para vaciarme y volverme ingrávida, la expresión misma de la levedad; mis versos y yo éramos felices...y me iba bien. Pero ahora escribo por encargo, cualquier cosa, cualquiera. Los últimos años he sobrevivido corrigiendo el estilo en trabajos universitarios, se me daba muy bien ¿sabe?; redactaba tesinas y escribía artículos en algunos periódicos. Pero ahora no, dijo poniéndose aún más mustia. Ahora lo único que me sale son esquelas, epitafios y panegíricos, así que me he especializado en escritura necrológica, que es como yo la llamo; hasta registré el nombre, por internet, ¿sabe? -dijo ladeando un poco la cabeza y levantando la vista con una media sonrisa, lo que cambió bruscamente el sentido de las arrugas y dejó otra vez al descubierto los barrotes pringosos de pintura.
-Joder con la vieja, pensó Miguel, en medio de la peor crisis del país y va y encuentra un filón; esto sí que es ser emprendedor.
-Tengo más trabajo que nunca, dijo ella viendo que Miguel se quedaba atontado mirándola. La gente se gasta más de lo que tiene en la muerte y sus ceremonias; no paro de escribir epitafios y panegíricos, que es lo más de mandado. Hizo una pequeña pausa para coger aire y siguió. Soy buena ¿sabe?, mis epitafios son auténticas greguerías de la defunción, así me gusta llamarlos, y mis epitafios, narrativa poética. Yo soy una artista, una de verdad; y mientras decía esto, a Miguel le pareció que sus ojos se humedecían. Hago poesía de la despedida, eso es exactamente lo que hago, y como poeta, me conmueve todo lo que escribo, por eso me siento más próxima a los difuntos, que son los que al fin y al cabo me dan la vida, si es que a estos equilibrios en el borde mismo del inframundo se le puede llamar vida. Dicho esto se levantó apoyando trabajosamente las manos sobre la mesa, y se deslizó hasta la puerta tan silenciosamente como había llegado.
Miguel se quedó mirándola sin poder decir palabra. La siguió con la mirada mientras se deslizaba por el suelo sucio de la cafetería dejando un rastro de limpieza a su paso, sin saber muy bien si era una artista, una desquiciada, o simplemente una anciana precoz. Duro con la vida, se dijo Miguel, no vaya a ser ésta la que escriba tu epitafio. Y siguió limpiando la barra con la misma desgana con que lo había hecho todos los días desde hacía no sabía ya ni cuántos años.