Revista Cultura y Ocio
El 14 de agosto de 1945 Japón notifica su rendición incondicional. Al día siguiente se produce un hecho inaudito: por primera vez el pueblo japonés escucha la voz de su emperador.
Hiroito proclama por radio el final del conflicto.
Siguieron años de ocupación. En los primeros días y meses se produjeron miles de violaciones y crímenes de guerra, algo que el alto mando aliado procuró ocultar censurando todas las investigaciones e informaciones de prensa. Finalmente, los propios japoneses organizaron un sistema de burdeles para atemperar los ánimos enfebrecidos de los 300.000 soldados ocupantes, en un intento por mantener a sus mujeres seguras. Miles de jóvenes, empujadas por el hambre o el intento de ayudar a su familia, se sacrificaron en tal empeño vergonzante.
Estos burdeles se mantuvieron abiertos hasta marzo de 1946. Para entonces, el 30% de los soldados norteamericanos estaban aquejados de enfermedades de transmisión sexual. Es una historia poco conocida, porque siempre los vencedores se apropian de la verdad de lo sucedido. Y solemos tener una memoria muy selectiva.
Es un relato, el de la infamia, sin naciones que puedan declarase libres de toda mácula. Años antes, Japón cargó con su propio baldón de ignominias en Filipinas y otras plazas conquistadas. Como suele ser norma, la guerra conforma una historia cruel, sin más inocentes que las mujeres sometidas al abuso de quien puede imponer su fuerza. La mujer ha sido siempre un trofeo apetecible para satisfacer los instintos más primarios de quien empuña un arma, alienado en la costumbre de matar seres humanos.
Pero este relato transcurre por senderos muy diferentes. Los norteamericanos promovieron un cambio de mentalidad social y política en la cultura japonesa, y en este empeño se encontraron con costumbres arraigadas que llamaron a su asombro.
Por ejemplo: los japoneses utilizaban los ábacos, un instrumento rudimentario de madera, para resolver cálculos complejos a una velocidad sorprendente. De hecho, su Cámara de Comercio e Industria evalúa y otorga licencias de operador de ábaco desde 1931.
Dentro de esta tarea evangelizadora que pretendía abrir la mentalidad asiática a las maravillas que supone la tecnología y el progreso, el periódico “Barras y estrellas” del ejército norteamericano organizó el 12 de noviembre de 1946 un espectáculo en un teatro de Tokio; un humilde funcionario de finanzas del ministerio de correos, acompañado por su pequeño ábaco de madera, frente a una moderna calculadora eléctrica manipulada por un soldado experto.
Iba a ser una masacre.
Y lo fue. Kiyoshi Matsuzaki confiesa que comenzó la primera de las cinco pruebas muy nervioso: restas con 8 cifras. A pesar de su nerviosismo, el señorMatsuzaki cometió un único fallo, y resolvió los problemas a una velocidad de vértigo, un 30% más rápido que la calculadora. Y con menos errores.
El resultado final de tan singular combate dio la vuelta al mundo: el japonés ganó en cuatro de las cinco pruebas. Sólo perdió con las multiplicaciones. Es un enfrentamiento que no ha vuelto a repetirse.
Pero ¿saben? Acerquen en oído. He de confesarles algo: el señor Matsuzaki hizo trampas. Sí, han leído bien. El japonés utilizó un instrumento más poderoso que el ábaco y que cualquier calculadora.
Utilizó su cerebro.
Permítanme explicarme con un ejemplo. Las personas expertas en el uso del ábaco adquieren una enorme destreza en el cálculo mental. Los japoneses llaman a esta facultad “anzan”: cálculo ciego. Como parte de su aprendizaje, a los alumnos que aprenden a utilizar un ábaco se les obliga a “visualizar” el armazón de madera con los finos listones en los que se insertan las cuentas. Es decir: en su mente forman la imagen de un ábaco y se imaginan moviendo frenéticamente las pequeñas cuentas arriba y abajo. Con el hábito, llega un momento en que no necesitan tener el ábaco presente.
El mejor ejemplo que se me ocurre sucedió el 28 de mayo de 1952, cuando el maestro Yoshio Kojima, en uno de los encuentros anuales para evaluar la destreza de los operadores, accedió a realizar una demostración de su talento. El señor Kojima resolvió 50 divisiones, todas con al menos cinco cifras tanto en el divisor como en el dividendo. Logró tal hazaña en, exactamente, 78,4 segundos.
Le bastaba 1 segundo y 568 centésimas para ofrecer una respuesta correcta.
Verán: si yo tengo que pasar esa prueba y dispongo de una calculadora, no sería capaz de hacerlo en menos de 3 segundos por cálculo; he de teclear ambas cifras y dar una respuesta. No imagino mi desempeño si tengo que utilizar papel y lápiz: me avergüenza decir que emplearía los 78 segundos en resolver una sola división, y no apostaría porque acertara con la respuesta.
Lo asombroso es que el maestro Kojima no utilizó siquiera un ábaco. Todo lo hizo con cálculo mental.
El 10 de diciembre de 2007 Alexis Lemaire, un joven francés superdotado, fue capaz de resolver la raíz decimotercera de un número de 200 cifras en 70 segundos. No hay calculadora capaz de hacer algo así ¿Cómo lo logra? Lemaire visualiza los números y los convierte en estructuras más asequibles, como palabras o fragmentos de películas. Los hemisferios cerebrales bailan así en un complejo ritmo de imágenes que ordenan la abstracción en estructuras más afines a nuestra mente.
Sería interesante que fomentáramos estas capacidades en los cerebros maleables, dúctiles, de nuestros niños. Sería un ejercicio provechoso para ese órgano tan anhelante de información. En la oscura oquedad del cráneo, nuestra masa gris busca la luz de la intuición y del saber.
Clases de ábaco… Pido perdón por la tontería. A veces me olvido del mundo en el que vivo.
Mejor que sigan haciendo exámenes y desmemorizando conceptos trillados.
Antonio Carrillo