Revista Arte
El acto de creación más genuino, un momento ideado por Goya para expresar, con él, lo más sublime.
Por ArtepoesiaImagínense, por ejemplo, si alguien nos dijese: deben reflejar en una imagen la magnificencia del sentido más trascendente de la vida. Deben crear con él todo lo que el mundo del ser humano representa, sus contradicciones, misterios, miserias, decepciones, sus esperanzas, sus deseos, su sentido, su fugacidad o su grandeza... ¿Alguien compondría ya así una obra tan sencilla, costumbrista, localista, arrabalista, populista, de mercado tan castizo en el entorno dieciochesco de un lugar tan vulgar e intrascendente? Nadie. Salvo Goya... Y, además, no lo hizo el gran creador español para lucir su obra concreta -el óleo suyo- en un Palacio o en una Academia. No, lo hizo para ser copiado en una fábrica de tapices -La Real Fábrica de Tapices-, fue un cartón para ser copiado por los artesanos tapiceros y confeccionar así, gracias a su óleo, un maravilloso tapiz para los Príncipes de Asturias. Pero, sin embargo, su obra original, esta extraordinaria obra de Arte, no saldría de los almacenes de la Real Fábrica hasta que, en 1870, el director del museo del Prado de entonces -Federico de Madrazo- considerara que esa obra de Goya debería estar en el museo.
La Real Fábrica de Tapices de Madrid estaba dirigida a finales de 1774 por el gran pintor neoclásico Anton Raphael Mengs. Como primer pintor del reino, el checo Mengs estableció las nuevas exigencias del Arte en España a mediados del XVIII. Es por ello que la Real Fabrica de Tapices alcanzó bajo su mando una brillante época de grandes creaciones. Entre los artistas que en 1775 componían su nómina estaba el joven pintor zaragozano. Para el Palacio de los príncipes fue solicitado un grandioso tapiz, pero, la princesa, María Luisa de Parma, una mujer muy alegre y festiva de carácter, le gustaban las escenas madrileñas de majos y majas. Así que Goya fue el encargado de realizar una imagen muy propia de una feria de las afueras de la corte, donde los personajes típicos que frecuentan el lugar fueran retratados en un ambiente sencillo y agradable. Sin embargo, Goya no era un pintor ni sencillo ni agradable... Pero, debía vivir, debía prosperar en la corte, y esta era una oportunidad irrenunciable. Gustó a todos, a Mengs, a la princesa y, cien años después, al mejor director que como agenciador de obras tuvo ya el Museo del Prado. A los que no gustó mucho, a cambio, fue a los artesanos tapiceros..., una obra tan densa, tan cargada de sutilezas, tan abigarrada de colores diferentes, tan compleja ahora para ellos. ¿Sólo para ellos...?
Sin mitologías, sin filosofías, sin historia, sin fidelidades escénicas -el lugar exacto no es asociado a ningún lugar conocido de Madrid-, sin personajes históricos, sin denuncias, sin grandiosa belleza... Pero, aun así, en esta obra de Goya de su primera etapa -no la más reconocida-, estará toda la antropología más significativa de la vida del ser humano que un pintor pudiera componer ya en una obra. Esto es el Arte, esto la Creación, lo demás serán tapices o copias..., o escenas desvencijadas, o momentos sin brillo. Y aquello solo lo harán los grandes, los creadores, los genios. Es la capacidad de hacer tanto con tan poco. El Cacharrero es llamado este lienzo de Goya compuesto sobre 1779. Es la imagen costumbrista de un mercado callejero madrileño donde un comerciante, un cacharrero, ofrece sus vasijas a unas mujeres que, aparentemente, parece que lo atienden. Justo en ese momento está pasando al lado de ellos -ya ha pasado- un carruaje elegante de una aristocrática mujer. Dos jóvenes sentados al lado de ese camino observan ahora el carruaje y a la noble dama, una señora que, desde la ventana cerrada de su coche, mira todo ello con el gesto desconsolado que el reflejo desenfocado de su vidrio nos permita ahora el creador vislumbrar...
Porque los mundos enfrentados aquí serán varios. Por un lado, la nobleza y el pueblo llano; pero, por otro, las mujeres y los hombres; también estarán retratadas la virtud, o mejor la honestidad, frente ahora una malicia alcahueta; por último el mundo popular de los majos y las majas, señalados en un primer plano; y todos ellos destacados popularmente frente al pueblo gris del fondo, éste sin perfiles, sin belleza, sin adornos, sin más vida que la más banal... Porque, el comerciante sentado en el suelo, ofreciendo honestamente ahora sus productos valencianos a tres mujeres que no le atienden, es el cacharrero, el que titulará la obra, el único al que Goya no criticará... Ellas son tres mujeres en tres edades diferentes, la más vieja representa una alcahueta, su único interés es vender a la más joven, a la más bella. Pero, sin embargo, los jóvenes sentados a su espalda no la mirarán, sólo verán ahora el carruaje, su belleza y a la noble mujer que lleva. Estos personajes descritos en primer plano, hombres y mujeres, son personajes que aquí reflejarán una dialéctica en sí mismos: a los hombres no les veremos los rostros, a ninguno, a ellas, sin embargo, sí se los veremos. Ellas mostrarán aquí todos sus rostros: el rostro decepcionado -la noble-, el contrariado -la alcahueta-, el interesado -la acompañante-, o el inocentemente satisfecho -la joven maja-; pero, a cambio, ellos no mostrarán ninguno, ni siquiera el cochero o los sirvientes, tan solo el joven lacayo, ahora difícilmente sujeto al carruaje, presentará aquí un alejado perfil.
La fugacidad de la vida la veremos en la velocidad del carruaje. El pintor modificó la circunferencia de una de sus ruedas, para pintarla ahora otra vez en otro sitio, sin embargo, dejaría vislumbrar la primera, no la borraría del todo, pero esta misma eventualidad ofrece ahora sensación de velocidad, una extraordinaria forma aquí de aprovechar un error para crear, con él, otra cosa... Goya admiraba el Barroco español, aquí están homenajeados los estilos de Velázquez con el rostro de la alcahueta, al parecer utilizado ya por el genial sevillano en alguna de sus obras; y lo estará también el de Murillo con ese perro tan enroscado; y el bodegón, con las vasijas muy detalladas tan propias de ambos pintores andaluces. Y el color aquí de Goya es mágico. Esta obra es clasificada en el estilo Rococó, pero, sin embargo, será ahora una amalgama curiosa, genial, anticipadora de otras formas posteriores y, a la vez, de homenaje a lo de antes. El Barroco, ya mencionado, pero también esos colores ya tan clásicos, tan utilizados por Mengs, por ejemplo, en sus grandiosos óleos neoclásicos; y, luego, qué puede ser si no ese atrevimiento emocional en la figura desdibujada de la noble dama desolada sino un atisbo de un romanticismo anticipador...
Una escena tan desenfadada, tan popular, tan castiza, tan costumbrista..., y, sin embargo, no lo es. Y no lo es porque los personajes no formarán un sistema cohesionado, no son más que paradigmas individuales de unos deseos insatisfechos. Nadie conseguirá aquí nada, todos desearán ahora lo que no poseen... El cacharrero no conseguirá vender nada; la alcahueta presentirá que no habrá tampoco cliente para ellas; los jóvenes darán la espalda a la maja, sólo desearán lo inalcanzable que representará la noble dama...; por último, ésta, la dama noble, insatisfecha en su vida tan cerrada, desconsolada en su soledad tan distanciada, no hará ahora ya más que mirar con deseo la vida que no tiene, la falta de vida, más bien, que su condición ahora le obligue. Todos llenos aquí ya de deseos que no consiguen... Sólo el joven lacayo, agarrado fuertemente, mirará ahora resignado hacia su cielo, ese mismo que el pintor retratará incontinente, arrebatador, coloreado vívamente por un poniente que, luego, dejará su luz crepuscular abrazar ya en un paisaje que no veremos, que no estará ahí ya para nosotros, como el carruaje que pronto dejarán de ver los majos, como el paisaje tan vital que nunca más volverá ya a ver la dama...
(Óleo de Francisco de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado; Detalles del mismo cuadro de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado, Madrid.)
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