Revista Cultura y Ocio
Tienes hijos, crecen, y hacen cosas que tú les vas enseñando. Van a aprendiendo a desarrollar ciertas habilidades, ciertas destrezas, adquieren lo que tú ilusamente crees que son espacios de independencia y de control y tú te confías. Crees que la crianza, la educación es siempre hacia delante y que tus hijos siempre aprenderán a hacer más cosas perfeccionando, con el tiempo, las que ya saben.
Ja. Qué cabrona es la vida y que memo eres tú. Al llegar a la adolescencia, el proceso de aprendizaje que tú creías imparable se ralentiza hasta pararse. ¿Podría ser peor? Lo es. Ante tu atónita mirada y tu mandíbula desencajada descubres que tus adolescentes desaprenden.
Cada semana, cada hora, cada minuto una nueva incapacidad se suma a la lista de "Cosas para las que un adolescente está mágica y súbitamente incapacitado".
Cambiar el rollo de papel higiénico. El primer día piensas que ha sido despiste, el segundo que se les ha olvidado, el tercero decides que lo mejor es dejarles el rollo de repuesto en un cajón del baño para que así no tengan si quiera que retener el dato los diez segundos que se tarda en llegar a la cocina. El cuarto lo dejas encima de la taza. Y el quinto te das cuenta, por fin, de que son incapaces de cambiar el rollo. «Pero vamos a ver ¿es que habéis perdido los pulgares oponibles y no sois capaces de cambiar el rollo?» Te miran como si les hubieras pedido que ensamblaran un módulo espacial. Sospecho que asociado a esta incapacidad está la de colgar las toallas en su sitio, siendo su sitio cualquier otro que no sea el suelo.
Comprender que para que algo esté ordenado hay que ordenarlo previamente y mantenerlo después. Los adolescentes vuelven a su más tierna infancia y vuelven a creer en Mary Poppins. Concretamente parecen pensar que tú eres Mary Poppins y que cuando se encuentran sus camisetas guardadas en los cajones tú lo has logrado chasqueando los dedos mientras ellos dormían. Cuando les das un baño de realidad, obligándoles a ordenar, de repente poner orden se convierte, para ellos, en una tarea más o menos a la altura de construir la Gran Pirámide sin haber conocido la rueda. Protestan tanto que temes encontrarte un piquete sindical en el pasillo.
Encontrar algo a la primera. En mi caso, tengo dos hijas, que han desarrollado y perfeccionado la técnica del desencontrar hasta dibujar con ella una filigrana exquisita. Me he pasado su infancia diciéndoles "buscáis como un hombre", pero ahora mismo eso se queda muy muy corto. Vivo temiendo el día que no encuentren la nevera en la cocina, presiento que está cerca.
Sentarse como una persona normal. Para empezar no se sientan doblando el cuerpo para posar el culo en el asiento. Se desploman. A veces, sólo se dejan caer pero lo normal es que se derrumben, desparramándose como pulpos por el sofá. Si es en una silla, o bien se hacen bola en el asiento como si el suelo fuera lava y los pies no pudieran tocarlo o, se escurren por la silla rozando con los nudillos de sus manos el suelo mientras apoyan la barbilla en la mesa. Otra cosa curiosa que desaprenden, con la edad, es que una silla es un asiento para una sola persona y un sofá es para varias.
Calibrar cuánto van a comer. «¿Qué hay de comer? Tengo muchísima hambre, muchísima, me muero de hambre. ¿Cuánto falta? Ponme más, ese trozo, el más grande». Las miras orgullosa sintiéndote la madre naturaleza alimentando a sus polluelos y tras tres bocados dicen «puff, ya no puedo más». Tu orgullo de proveedora se esfuma y vuelves a sentirte cómo cuando tenían cuatro años y te crecía el pelo esperando a que terminaran de cenar.
–Pues ya sabes, de aquí no se levanta nadie hasta que te termines lo que hay en el plato. –¿Cómo que ya sé? ¿Desde cuando es así?
Y así pasamos los días, desaprendiendo.