Revista Viajes
Fue una mañana de sábado extraña. Lo primero que vi por la ventana al levantarme de la cama fueron
cinco coches de policía más una motocicleta apostados en medio de la carretera. Para que este grupo de agentes prescindiera de su querida bicicleta policial y se presentase de mañana (mañana para mi, mediodía para ellos) con un pequeño ejército de nada menos que seis vehículos, sin molestarse siquiera en buscar aparcamiento, algo gordo tenía que estar pasando.
Probablemente el problema estaría relacionado con un bar de dudosa reputación que tengo justo abajo, y desde el que, si cometo la imprudencia de abrir la ventana, se cuelan en mi casa sonidos de pelea los sábados por la noche y aroma de marihuana durante todo lo que no es noche del sábado. ¿Pero qué peligrosísimo individuo habría aparecido en este pequeño antro para merecer semejante despliegue? Más enigmático aún: ¿qué clase de maniaco comete su fechoría a las doce del mediodía? Y la guinda del pastel: ¿por qué uno de los coches de policía llevaba escrito "entrenamiento de perros"?
Observé a los agentes rondar de un lado para otro interpelando a algunos transeúntes y cuando al fin las aguas volvieron a su cauce, media hora más tarde, me decidí a salir de casa para ejecutar mi lista de tareas pendientes. Me encaminé al Albert Heijn del barrio (a unos cinco minutos a pie) con la rutinaria intención de recolectar los víveres de la semana, comprobando de camino que una antigua tienda turca de colchones acababa de transformarse en el enésimo ultramarinos turco de la zona (en serio, mucho deben de comer estos turcos; su concentración de tiendas de alimentación por metro cuadrado supera con creces a la densidad de cajeros automáticos en territorio español, lo cual no es decir poco). Tras llegar al supermercado.... eh.. un momento... ¿pero aquí no había un supermercado?
En efecto, el Albert Heijn en el que tan sólo un par de días atrás había comprado los ingredientes para la cena ya no estaba. Había desaparecido. Ni rastro. Que tu supermercado habitual simplemente deje de existir de la noche a la mañana es cuanto menos curioso, así que para ilustrar la anécdota con imágenes irrefutables me paré a tomar la foto que veis arriba. Pero aparentemente y por algún motivo que se me escapa, esto es algo que no debes hacer. Nada más reemprender la marcha empezó a perseguirme, llamándome desde atrás, un negro con cara de pocos amigos y un pinganillo en la oreja. Seguí caminando como si la cosa no fuera conmigo (y esperando interiormente que en efecto no tuviera nada que ver con mi persona). Pero el negro no cejaba en su empeño y continuaba detrás, llama que te llama. Que a ver por qué había sacado una foto, preguntó cuando la situación no me dejó otra alternativa que detenerme. ¿Pero desde cuándo está prohibido el fotografiar un puñetero Albert Heijn? Esto os lo digo a vosotros, claro. Al negro sólo le respondí, con voz de gilipollas: "pues porque venía al súper y de repente no había súper". Él pareció darse por satisfecho con esta (estúpida) respuesta y yo salí por piernas elucubrando mentalmente extrañas relaciones entre el supermercado destrozado y la presencia policial en el barrio de esa mañana.
Hoy he visto en internet que sólo se trataba de casualidades y delirios mañaneros. Nadie andaba poniendo bombas en los supermercados de la zona. Resulta que había cuatro tipos tomando su cafelito en el antro de abajo y la policía recibió el chivatazo de que al menos uno de ellos portaba un arma de fuego. La patrulla que os contaba vino al bar, comprobó que efectivamente había una pistola, se llevó consigo a los cuatro individuos (y todavía les sobró un coche) y todo volvió a la normalidad. Armas en el bar de abajo.... me cago en la leche, que como se les desvíe un tiro me atraviesan el parqué.
El porqué debes dar explicaciones por fotografiar un Albert Heijn quinientos metros más abajo es algo que todavía no tiene explicación. Lo que sí he descubierto es que estas remodelaciones express no son nada extraño en los Países Bajos. Los Albert Heijns no se crean ni se destruyen, sólo sufren remodelaciones radicales. O al menos eso me dijo un compañero de trabajo, que también sufrió en su momento el shock de ir al súper de todos los días y encontrarlo transformado en un bajo destartalado de cables y hormigón armado. Lo bueno de su caso es que dejaron un váter en medio y medio de la superficie, imaginamos que para entretener a los compradores frustrados y que en menos de una semana el AH estaba restaurado y abierto de nuevo como si allí nada hubiese sucedido.
Así que nada, toca sobrevivir un tiempo a base de Lidl y supermercados turcos, que están muy bien pero no venden comidas precocinadas. Al menos hasta descubrir si el Albert Heijn de mi barrio renace de sus cenizas o por contra nos montan, camuflada entre entre el kebab y el bar extraño de fumar en cachimba, una base militar ultrasecreta.