Cuatro de la mañana, el sonido de la alarma me arranca de un sueño profundo y no puedo creer que me esté despertando a esta hora. Me levanto con el frío congelándome entera. Trato de moverme y arreglarme sin hacer ruido para no despertar a mis compañeras de casa. Reviso una última vez la mochila. ¡Qué surrealista me parece estar viajando con una mochila! Nadie de mi familia o amigos me creería si les contara. Yo que hasta para pasar una noche fuera de casa necesito la maleta pequeña rodante más un bolso con las cremas y maquillaje, me voy a enfrentar a un viaje de dos semanas con tan solo una mochila. Llamo a la compañía de taxis y me dicen que en quince minutos llegará un carro. Me pongo un calentador, dos camisetas, un suéter y una chaqueta. ¡Hay que ser valiente para atreverse a salir a esta hora de la madrugada en Quito!
Llega el taxi, le pido al chofer que me lleve al terminal terrestre y me pregunto si seré capaz. Pienso si de verdad podré llegar hasta el final de esta aventura. En el terminal me aseguro diez veces de que ese es el bus que va al pueblo de Chontal, no vaya a ser que me encuentre en plena madrugada dirigiéndome a quién sabe donde. Voy tiritando en el asiento y pienso que debí haber traído una manta, pero ya no había espacio en la mochila. No comprendo a las personas que viven sin ningún apego a lo material. Estoy segura que yo no puedo, y ahora si que me siento ridícula por lo que quiero hacer, ha sido una pésima idea, estoy loca.
Luego de tres largas horas, con derrumbe y empujada de bus incluidos, llegamos al supuesto pueblo. Esto de pueblo no tiene nada, son diez casuchas en el medio de la nada. Pregunto en el “hotel” por Pedro y me dicen que ya llegó, que está comprando provisiones y que lo espere. Pido un baño urgente, ya que entre el frío y la botella de agua que me tomé durante el viaje, no puedo más. No hay agua en el baño y huele horrible, y en ese momento recuerdo que en el lugar donde voy ni siquiera hay eso, un baño mal oliente. Trato de pensar positivamente, después de todo al final del camino me espera un lindo alemán con el cual quiero pasar el mayor tiempo posible de lo que le queda en Ecuador. Un alemán biólogo que necesita alejarse de la ciudad, apasionado por los insectos y las plantas. Yo, chica de ciudad sobreprotegida y asqueada por cualquier tipo de bicho. No podríamos haber encontrado a personas más diferentes en quienes fijarnos.
Por fin llega Pedro, un hombre pequeño de piel oscura, y me dice que está listo para comenzar el viaje. Me pongo las botas de caucho, y lo sigo con la pesada mochila sobre la espalda. Unos metros más allá me encuentro con el que será mí sofisticado medio de transporte por las siguientes seis horas: ¡una mula! Este es el momento, todavía me puedo arrepentir. El bus para Quito regresa en la tarde, no tengo que hacer esto por alguien que igual se va a ir, no vale la pena. Pero se me viene a la mente lo que el alemán me dijo por teléfono hace una semana – No vas a poder, esto es demasiado para ti- Esas pocas y pesadas palabras me dan la motivación y fuerzas que necesito. Nunca he dejado de hacer algo por pensar que no puedo, y esta no será la primera vez. Comenzamos a caminar y media hora después el suelo se convierte en un lodo que nos llega hasta las rodillas. Ha llegado el momento de subirme a la mula. Pedro me ayuda y estoy segura que ve el terror en mis ojos y me dice que esté tranquila, que no pasa nada.
Así se inicia lo que siento como un ascenso eterno, entre vegetación y precipicios. A ratos me maravilla el paisaje y me siento contenta de estar en este lugar pero dos minutos después, mientras espanto unos ruidosos mosquitos que revolotean alrededor de mi rostro, pienso que he perdido la razón. Estoy segura que la mula, cansada de caminar hundida en el lodo por culpa de mi peso, me va a lanzar y voy a caer al abismo. Comienza a llover y saco el encauchado de la mochila. Un encauchado muy de moda de Tommy Hilfiger que no sirve para nada y me empapo toda. Han pasado cuatro horas desde que salimos de Chontal y siento que no puedo más. Me quedo en estado de inercia sobre la mula, poniendo mi mente en blanco para no pensar ni sentir. La intensa neblina colabora a la sensación de trance en que me encuentro. Cada cierto tiempo Pedro me pregunta con preocupación si estoy bien y apenas muevo mi cabeza para decir que si.
Justo cuando siento que se me termina de salir el alma del cuerpo, alcanzo a ver unas cabañas a lo lejos y un alivio inmenso me invade al darme cuenta que hemos llegado. Entro lentamente sobre la mula a la reserva natural y Pedro me ayuda a bajar del animal. Estoy con el cuerpo empapado y completamente adolorido, pero un sentimiento de orgullo me hace sonreír y admirar el hermoso lugar. Más allá veo al alemán que se acerca pero eso ya no importa mucho. Yo, la chica sobreprotegida de ciudad subí por un bosque tropical, en plena selva en mula durante seis horas y sobreviví para contarlo.
Por Dorothy2009, Fuente Blog Mi Viaje por el Camino Amarillo
La Mula y El Alemán