Recién cumplidos los cuarenta mi mujer se marchó alegando que no aguantaba más. Jamás supe que era ese más que no aguantaba, pero el caso es que me encontré solo por primera vez en veinte años. Perdido y desconcertado, a una larga temporada de depresión le siguió otra en que mis amigos no paraban de invitarme a fiestas y cenas, empeñándose en presentarme a mujeres con las que no conectaba. Hasta que un amigo me habló de unas páginas de Internet en las que se arreglaban citas a ciegas. Al principio me mostré algo reacio, pero finalmente decidí que no tenía nada que perder y me creé un perfil, dejando claro que buscaba una relación sin compromiso ya que acababa de sufrir una ruptura y no me encontraba con ánimo de algo más serio.
De este modo conocí a Clara, ella también acababa de separarse y buscaba lo mismo que yo. Conectamos de inmediato en los primeros chats de modo que organizamos una cita. Nada más verla mis temores iniciales se evaporaron, tendría unos pocos años menos que yo y era una mujer muy voluptuosa y atractiva. Desde el primer momento me dejó claro que quería divertirse, exprimir de la vida todo el jugo que no pudo en su juventud debido a un matrimonio temprano y aburrido que terminó con él fugándose con la niñera.
A partir de esa primera cita nos convertimos en algo más que amantes, eramos amigos, compañeros en toda clase de juegos y excesos. Nos impusimos no prohibirnos nada, desechar los tabús reservados para la gente de nuestra edad y posición, e incluso más.
Habitamos en fines de semana salvajes, disfrutamos de orgías de sexo y drogas, bebimos como si se fuera a acabar el mundo y experimentamos con todo lo que estuvo al alcance de nuestras manos.
Sin embargo, a los pocos meses de mi relación con Clara, me sentía vacío. No es que estuviera cansado de la espiral de excesos y vicios en la que nos habíamos sumergido, muy al contrario, cada vez gozaba más de nuestras inhibiciones, sin embargo echaba a faltar muy a menudo cierta calma, un poco de sosiego.
Casi por juego, sin pensarlo mucho, creé otro perfil en la página de citas, esta vez dije que buscaba todo lo contrario, una relación estable con vistas a un futuro en común. De este modo conocí a Andrea, era una mujer que se definía como tradicional, religiosa y familiar. Tal vez por curiosidad decidí concertar una cita con ella.
De inmediato congeniamos, ella buscaba una relación a la antigua usanza y yo encontré ese remanso de paz que buscaba. Nuestras salidas consistían en pasear por el parque, merendar con su anciana madre viendo las telenovelas, acudir a la Iglesia o muy de tarde en tarde al cine y hacer planes de boda. Nuestros contactos físicos se limitaban a alguna caricia fugaz en la mano y un casto beso en la mejilla de buenas noches.
Por primera vez en toda mi vida era feliz, feliz con las dos, con Clara vivía fines de semana de desenfreno que me hacían sentir vivo y con Andrea pasaba los días entre semana en un mar de calma espiritual. Era perfecto.
Además ni con Clara ni con Andrea abordábamos jamás el tema de que ambas fueran la misma persona.