Mi tío Fermín Esteban Ibargoyen tenía una pequeña tienda en Irún, en la calle Mayor. Era una de esas tiendas de pueblo en las que se encuentra de todo. En el mostrador solían estar constantemente dos sobrinas suyas, solteras, la Shilveri y la Juanita.
Mi tío Fermín Esteban era un egoísta perfecto. Viudo, sin hijos, bastante rico para vivir sin trabajar, consideraba que el ideal del hombre es agitarse lo menos posible. Creía que cualquier cosa podía minar su salud; así que tenía prohibido a sus sobrinas que le dieran malas noticias.
Le gustaba a Fermín Esteban comer bien, y cuidaba de su gallinero y de su huerta mejor que de su alma; le interesaba también mucho lo que ocurría en el mundo, y se agenciaba para enterarse todas las gacetas que podía.
Como hombre egoísta, ingenioso y poltrón, era[238] muy aficionado a hacer comentarios burlones acerca de la vida de los demás. Fermín Esteban dirigía frases y chistes sangrientos contra el uno y contra el otro; tenía el golpe seguro en su sátira; pero no le gustaba que los demás hicieran chistes contra él.
Al llegar a Irún, mi tío me recibió con cierta amabilidad socarrona; por orden suya, su sobrina la Shilveri me puso la cama en un cuartito independiente de la escalera. Era un cuarto muy alegre, con dos ventanas: una que daba a un patio y la otra sobre el tejado.
Fermín Esteban era poco aficionado a vigilar a los demás.
El primer día de verme me advirtió que creía que no haría ninguna simpleza, y me aseguró que cuanto más juicioso me mostrara yo, más libertad me daría él.
Me dijo que mi madre le había recomendado que me llevara a un colegio, y me indicó el de don Mariano Arizmendi, un señor que enseñaba a muchachos de mi edad nociones de Matemáticas y de Física, Teneduría de libros y Francés.
Mi tío Fermín Esteban me advirtió que podía ir a la escuela, o no ir, que él no pensaba hacer indagaciones acerca de mi conducta. Yo fuí porque si no no hubiera sabido cómo pasar el tiempo.
El maestro don Mariano Arizmendi fué para mí un amigo. Don Mariano era hombre muy religioso, pero no intransigente. No le gustaba meterse en la conciencia ajena; tenía bastante dinero para vivir y daba las clases por afición, no por ganar dinero. Una de las cosas que más le encantaba era que algún muchacho de familia pobre le pidiera asistir a su colegio de balde.
Don Mariano no tenía esa tendencia inquisitorial de otros maestros que se dedican a espiar a los muchachos dentro y fuera de la escuela. Concluída la clase quería considerarse como si no fuera maestro; si alguna vez nos encontraba en la calle, haciendo alguna barbaridad, fingía no habernos visto.
Yo me hice en seguida amigo de varios chicos del pueblo. Dos muchachos con quienes tuve íntima amistad, que ha seguido después, fueron Ramón Echeandía, hijo de un fondista de Irún, y Juan Larrumbide, a quien llamábamos Ganisch porque a su padre, que era vasco-francés, se le decía también así.
Ganisch fué, durante mucho tiempo, mi compañero de glorias y fatigas.
Los dos éramos considerados como los granujas más redomados del pueblo. Robábamos las huertas, escalábamos las casas, dejábamos sin fruta los perales y los albaricoqueros. Ganisch era más fuerte que yo; yo, en cambio, tenía una ligereza de ardilla. Juntos uníamos la fuerza y la astucia. En aquella época, para mí, era una cosa fácil subir por una cañería a un tejado, o andar por una cornisa estrecha, a treinta o cuarenta varas a la altura del suelo. Había algunos dueños de huertas que se resignaban a nuestras rapiñas, y con éstos éramos comedidos; nos contentábamos con cobrarles una contribución en especie; pero otros pretendían cogernos, y con aquellos nos sentíamos implacables.
Uno de éstos, cerero y concejal, tenía unos pera[240]les que daban unas frutas magníficas, y para evitar que se las robasen ponía telas metálicas, alambres, pinchos. Todo era inútil.
Un día, ya cansado, dispuso el cerero que el mozo de la tienda, el alguacil, la criada y él, se apostaran en la huerta, nos esperaran a ver si caíamos en el garlito.
Ganisch, con un hierro, solía abrir un pestillo de la reja del jardín, y, cruzando la huerta, por allí solía escaparme yo en caso de apuro.
Este día, figurándome que habría vigilancia, esperé al anochecer para saltar a la huerta del cerero, y no hice más que poner los pies en tierra cuando una mano fuerte me agarró de la chaqueta. Era el alguacil. El, queriendo sujetarme, yo queriendo escapar, no sé cómo me las arreglé que, dejando la chaqueta entre sus manos, salí corriendo y me escabullí por la reja que tenía Ganisch abierta.
Al día siguiente, al pasar por delante de la cerería del concejal, vi en la trastienda colgada mi chaqueta, como si fuera un trofeo. Me pareció un insulto. Ganisch y yo discutimos la manera de rescatar la prenda, y pensamos en esto: Ganisch tenía guardado en su casa un pistolón; compramos pólvora y lo cargamos.
En la esquina de la cerería, a unos diez metros, Ganisch disparó un tiro, que sonó como un cañonazo.
Al estampido salió toda la gente a la calle, y de los primeros, el cerero y su criado. Yo, que estaba en un portal próximo, en el momento del mayor barullo, entré en la tienda, di un salto por encima del mostrador y me llevé la chaqueta. Este rescate nos dió a Ganisch y a mí un gran prestigio entre todos los muchachos.
También solíamos dar unas bromas pesadas al criado de una carnicería, que era medio tonto y se llamaba Canca.
-Dame ese pedazo de lomo que tienes en el mostrador.
-Pues entonces dame ese chorizo largo que tienes ahí en la esquina.
-No quiero; no me da la gana-contestaba él, incomodado. Y le íbamos pidiendo la carnicería entera, y él contestando cada vez más indignado y sorprendido por nuestra tenacidad de querer llevarnos trozos de carne y de chorizo sin pagar.
Esta época de granujería me duró poco tiempo en Irún. Los amigos empezaban a hacerse muchachos formales; alguno tenía ya novia. Era indispensable cambiar. A pesar de esto, Ganisch y yo realizábamos de cuando en cuando algún proyecto de salvajismo; pero lo hacíamos a solas.
Teníamos para entendernos un sistema especial; tomábamos el aire de una canción navarra titulada "Andre Madalen", y con esta tonadilla, y en vascuence, nos comunicábamos nuestros propósitos, sin que se enterara la gente de alrededor, aunque fueran vascongados.
Los domingos solíamos ir, en cuadrilla, a Fuenterrabía, a Hendaya, a Oyarzum; muchas veces marchábamos por el camino de Navarra, por la orilla del Bidasoa, y a veces fuimos hasta Elizondo en el coche de Martín Gueldi, a quien se le llamaba así Martín el lento, porque era pesado y calmoso como pocos.
Al cabo de algún tiempo de estar en Irún perdí por completo mi acento madrileño y mis ideas del barrio de las Vistillas, y fuí adquiriendo la manera de hablar y las costumbres de un vascongado.
-Eugenio se va paulatinamente aviranetizando, ibargoyizando, echegarayzando y alzateando-decía, en broma, mi maestro don Mariano Arizmendi.
En el segundo verano que estuve en Irún, mi tío Fermín Esteban, que tenía parientes en Bayona, me mandó a esta ciudad a pasar una temporada con ellos.
La familia de Bayona a cuya casa fuí era de pequeños comerciantes, furibundos realistas; allí todas las noches se rezaba por el alma de Luis XVI y de María Antonieta; se le llamaba Buonaparte a Napoleón, y se hablaba de monstruos de la revolución francesa.
Mis parientes tenían una idea absurda de España; la consideraban como un país de leyenda. Me hacían preguntas que me dejaban asombrado; creían que los españoles habíamos quedado en nuestra vida absolutamente inmóviles, sin cambiar de ideas y de costumbres desde hacía lo menos dos siglos.
Entre aquellos franceses realistas, rutinarios, pesados y cortos de inteligencia, se hablaba de un pariente que había sido militar republicano como de un ogro. Tan acérrimo partidario de la República era este hombre, que ni aun el Gobierno de Buonaparte había querido aceptar.
Este militar, deshonra de la familia, se llamaba[243] Gastón Etchepare, y desde hacía algunos años vivía solitario en una casa de un pueblecillo próximo a Biarritz, en Bidart.
Yo, al oir hablar tantas veces de Gastón Etchepare como de un bandido o de un ogro, sentí deseo de conocerle, y una vez, aprovechando la ocasión de un carretero de Irún que se preparaba a volver desde Bayona, fuí a Bidart.
Etchepare vivía en el caserío Ithurbide; pero en el pueblo no le conocían. Pregunté a varios campesinos por Ithurbide, hasta dar con él. Llegué a la puerta del caserío, llamé; nadie salió a mi encuentro. Vi que la puertecilla del huerto estaba entornada, y a unos veinte pasos me encontré a un viejo con un libro en la mano, sentado sobre un montón de ramas secas.
Al verme se me quedó mirando con asombro. Le dije quién era y a lo que iba, y me hizo sentarme a su lado.
Hacía ya mucho tiempo que no entraba allí nadie más que una vieja a hacerle la comida.
Etchepare y yo hablamos. Yo todavía no sabía seguir una conversación larga en francés y él conocía muy poco el español. Cuando el sol comenzó a retirarse, Etchepare se levantó, y fuimos paseando por el acantilado de la costa.
Etchepare era un hombre alto, flaco, vestido con pantalón corto, chaleco de ante con botones de nácar, corbata blanca y gran casaca obscura. Tenía los ojos enfermos, y su mirada parecía la de un loco.
Me invitó a cenar con él, y acepté. La conversación que tuvimos aquella noche el viejo y yo quedó grabada en mi memoria de una manera indeleble.
Etchepare era un republicano exaltado; la soledad[244] de su vida le daba un gran deseo de comunicarse con alguien, y estuvo hablando, hasta muy entrada la noche, de Vergniaud, de Danton, de Robespierre, de Saint-Just, de los montañeses y girondinos. Al mismo tiempo barajaba con estos nombres los de Catón y Bruto, como si hubieran vivido todos en la misma época.
Yo sentía una gran impresión al oir elogiar acontecimientos y personas que siempre había oído citar con horror.
Al despedirme de él para volver a Bayona me dijo que me enviaría a Irún varios tomos de Voltaire y de Diderot y algunas colecciones de periódicos del tiempo de la revolución.
-Ven cuando quieras-me dijo-. Hablaremos.
Efectivamente, volví una semana después, y discutimos acerca de puntos filosóficos y políticos. Tenía el viejo Etchepare un gran fervor de proselitismo. Las dos palabras que constantemente estaban en su boca eran la Libertad y la Naturaleza. Vivir la vida natural y ser libre: éstos eran los ideales suyos.
Como Etchepare vió en mí tendencias de seguir sus ideas, me recomendó que me presentara en la logia masónica de Bayona, y me dió una carta para Juan Pedro Basterreche, armador de aquella ciudad, que tenía una gran casa de comercio y era un entusiasta republicano.
Me presenté en Bayona en casa de Basterreche.
-¿Qué hace el viejo Etchepare?-me preguntó Juan Pedro.
-Allá está en Bidart.
-¿Sigue tan revolucionario como siempre?
-Es un hombre muy íntegro.
Juan Pedro me dijo que fuera a su casa de noche. Fuí después de cenar; salimos los dos juntos, y al poco rato noté que nos seguían.
-Parece que nos siguen-le dije a Basterreche.
-Es la Policía. No hagas caso. A mí me vigilan constantemente.
Cruzamos el río; llegamos a una casa que estaba entre la calle de Bourgneuf y la de Jacques Lafitte y entramos en la logia.
La ceremonia de ingreso en la masonería no tuvo nada de particular. Me hicieron los jefes algunas preguntas, y después me presentaron a distintas personas, entre las cuales había varios españoles. Desde aquel día trabé relaciones de amistad con muchos republicanos franceses y con los emigrados compatriotas que se reunían de noche en la logia y por la tarde en la librería de Gosse.
Allí conocí a Rafael Martínez, el ex jesuíta; al ex fraile Arrambide, que escribió El amante de las leyes y el rey; a Hevia, a Santibáñez, a Eguía, a Pedro Beunza, un muchacho de mi edad, y a su padre Juan Bautista. Los Beunzas vivían en la calle de los Vascos, en el número 14, y a su casa solíamos ir muchas veces a tomar café. Al padre y al hijo los traté años más tarde, pues fueron de los que trabajaron con mayor entusiasmo por la Constitución, luego de derrocada en 1814 y 1823.
Muy amigo también de los españoles era un francés de Ustaritz, llamado Cadet. Este francés tenía amistad con los Garat y ayudaba a Pedro Beunza.
En los años siguientes a 1814, cuando la primera reacción, Cadet fué uno de los mejores auxiliares de Mina y de los constitucionales españoles.
Entre algunos de los emigrados del período revolucionario, como Arrambide, Martínez y Hevia, se conservaba el recuerdo de nuestros compatriotas que habían pertenecido durante el Terror al Club Jacobino de Bayona.
De quien más se hablaba y más anécdotas se contaban era del abate Marchena.
Marchena había formado parte de la Sociedad de los Hermanos y Amigos Reunidos, en la cual era aceptado hasta el verdugo, a quien los revolucionarios habían quitado su viejo y odioso nombre, sustituyéndolo por el de vengador.
En el Club Jacobino de Bayona, Marchena pronunció un gran discurso, que se imprimió y se repartió profusamente.
Entre aquellos emigrados españoles que tenían mis tendencias y mis entusiasmos políticos hubiera vivido con gusto; pero las vacaciones terminaban, y tenía que volver a Irún.
UN ESPAÑOL REVOLUCIONARIO
Desde mi conversación con Etchepare sentí grandes deseos de instruirme. Como en Irún era muy difícil adquirir libros, fuí pidiéndolos a Bayona, a la librería de Gosse.
Etchepare me enviaba, con algunas mujeres bidartinas y con las cascarotas de Ciburu, libros, folletos y toda clase de papeles.
En mi cuarto de Irún, que daba sobre el tejado de una casa próxima, yo me dedicaba a leer y a pensar en cuestiones políticas. No hay que decir que cada día me sentía más republicano. Danton y Robespierre eran mis héroes favoritos.
Un libro que influyó mucho entonces en el giro de mis pensamientos fué el Compendio de la vida y hechos de Joseph Bálsamo, llamado conde de Cagliostro, que se publicó en Barcelona años antes, traducido del italiano.
Este Cagliostro era un tipo curioso. Había funda[248]do sociedades masónicas por todo el orbe. Unos lo consideraban como un gran jefe de la masonería; otros, como un embaucador, cuyas empresas todas no llevaban más fin que explotar a los incautos.
A pesar de esto, a mí me gustó la figura de aquel hombre, y me impulsó a seguir sus pasos.
LOS FUNDADORES DEL AVENTINO
Yo también decidí fundar una sociedad secreta en Irún; nos reunimos para constituirla cinco muchachos: Ramón Echeandía, Juan Larrumbide, más conocido por Ganisch, Pello Cortázar, Martín José Zugarramurdi y yo. La sociedad se denominaría El Aventino. Yo tuve que explicar lo que era esto del Aventino a los socios.
El reglamento de la sociedad se calcó de la logia masónica de Bayona.
El Aventino llegó a tener veintisiete afiliados, repartidos entre Irún, San Sebastián, San Juan de Luz y Fuenterrabía, y contó con una buena cabeza: Juan Olavarría, que pasados los años, en 1834, conspiró conmigo, en la Sociedad Isabelina, contra el Estatuto Real y a favor de la Constitución de 1812.
Nuestro Aventino hizo algunas cosas de gracia, que si no pasaron a la Historia dieron mucho que hablar en el pueblo.
Fueron calaveradas sin trascendencia política; pero alguna que otra vez servimos a la causa liberal repartiendo papeles que nos enviaron de las logias y ayudando a pasar la frontera a dos o tres fugitivos.
El aterrorizar al pueblo era uno de nuestros idea[249]les. En una borda del camino del Bidasoa, donde nos reuníamos, inventamos que había duendes.
Un carnero misterioso solía salir y atacar al que osaba aproximarse.
La gente tenía miedo, y de noche nadie se acercaba por allí. Algunos de los socios llegaron también a asustarse, a pesar de saber que tanto el carnero misterioso como los duendes habían salido de nuestra cabeza.
Para conocernos de noche, los afiliados teníamos como contraseña el dar el grito del mochuelo, al que se contestaba con un silbido suave.
Una vez Ganisch subió un macho cabrío con un cencerro al balcón de una vieja muy beata y muy enemiga nuestra, y otra noche, escalando el tejado, tapó el agujero de la chimenea de la casa del alcalde.
No hay que decir cómo se puso la primera autoridad municipal. Juró que tenía que meter en la cárcel a medio pueblo si no se encontraba al autor de aquella trastada irrespetuosa.
Como en esta época era todo aún tan obscuro y confuso, hubo emisarios que pasaron por Irún y vinieron a visitarme como masón y presidente del Aventino.
Esta obscuridad y confusión persistió siempre en las filas liberales, y constituyó muchas veces la causa de nuestros fracasos, pues por un espejismo involuntario creíamos contar con organizaciones civiles y militares de importancia, cuando no teníamos más que los nombres en el papel.
Uno de los emisarios que pasó por Irún y estuvo en mi casa fué un señor de alguna edad que se llamaba don Rafael Lazcano y Eguía.
Lazcano y Eguía llevaba, la primera vez que pasó por Irún, una carta para el marqués de Beauharnais, entonces embajador de Francia en Madrid, y por lo que dijo tenía la misión de visitar las nacientes logias masónicas de España.
Lazcano blasonaba de liberal y de jacobino; pero siempre estaba luciendo su parentesco. El marqués de Tal, que es mi primo; Fulano, que es mi pariente...
Tan pronto se jactaba Lazcano de ser aristócrata como de revolucionario; pero la idea que no variaba en él, la que le caracterizaba, era creer que todo el que no conociera el París de la Revolución era un pobre hombre.
Sólo el que hubiese presenciado las escenas revolucionarias parisienses podía hablar y estar enterado de las cosas.
Una parecida petulancia tuvieron años después los afrancesados, que se consideraban los únicos guardadores de las buenas ideas liberales, lo que no fué obstáculo para que se hicieran reaccionarios al poco tiempo.
Lazcano y Eguía era por entonces, cuando yo le conocí, hombre de unos cincuenta años, alto, de muy buen aspecto. Vestía chaleco rojo de solapa ancha y casaca de seda lisa, larga, de color castaña, estilo Directorio.
Lazcano era sobrino de los dos enciclopedistas[251] más notables de Guipúzcoa: de don Joaquín de Eguía y de Ignacio Manuel de Altuna.
Lazcano había estudiado en el colegio de Vergara, y, como todos los que cursaron en aquellas cátedras, por entonces célebres, era entusiasta de Francia y de sus hombres.
Inmediatamente que pudo se largó a París. Allí conoció a lo más ilustre del elemento enciclopedista y se hizo amigo de la juventud dorada.
Tenía en París a su tío Eguía y Corral, un tipo excéntrico, que en treinta años de vida parisiense apenas salió de las galerías del Palais Royal, donde, según él, se encontraban todas las cosas necesarias y agradables para el cuerpo y para el espíritu, menos aquellas que no hacen falta para nada, o sean las boticas y las iglesias.
De Ignacio Manuel de Altuna me habló mucho su sobrino, y me leyó varios trozos de las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau, en donde el escritor suizo se ocupa, con gran elogio, del joven guipuzcoano, amigo suyo.
Hoy no se puede formar idea de lo que representaba para uno de aquellos hombres, galómanos hasta la locura, el tener un pariente alabado por Rousseau. Era algo así como estar en vida dentro de la inmortalidad.
A mí, como nunca me entusiasmó lo que había leído de Juan Jacobo, no me hacía mella el que este escritor dirigiera aquellos ditirambos a su amistad con el joven guipuzcoano.
Rousseau cuenta en las Confesiones cómo conoció a Altuna en Venecia: lo describe alto y bien formado, de tez blanca, de mejillas sonrosadas, de pelo castaño casi rubio. Añade que, a pesar de ser religioso, era muy tolerante; que tenía distribuídas las horas del día para el estudio y que lo comprendía todo.
Altuna, desde Azcoitia, donde vivía, invitó a Rousseau a ir a refugiarse a Ibarluce, quinta de su propiedad, en el Ayuntamiento de Urrestilla, cerca de Azpeitia.
El marqués de Narros, que tenía simpatía por los enciclopedistas, pidió al Gobierno su beneplácito para que Rousseau pudiera instalarse en España, y el Gobierno lo concedió; pero el Santo Oficio intervino y puso como condición que el escritor se retractase de las doctrinas o proposiciones que la Inquisición había censurado en sus libros, a lo cual Rousseau no se avino.
Rousseau sobrevivió a Altuna, el cual murió joven. El filósofo conservó un recuerdo muy romántico de su amigo el azcoitiano. Con esta frase resume la idea que tenía de él: "Ignacio Emmanuel de Altuna etoit un de ces hommes rares que l'Espagne seule produit, et qu'elle produit trop peu pour sa gloire".
Por encima de todos estos motivos de orgullo, tenía Lazcano y Eguía el de haber estado en Francia en la época de la Revolución y presenciado las jornadas del Terror, en París.
Lazcano me solía hablar de aquella ebullición de la gran ciudad, hirviente de clubs, borracha de sangre, de gloria y de retórica, cuando montañeses y girondinos luchaban por el predominio y el Gobierno de la Commune aspiraba a la dictadura.
En las dos o tres temporadas que Lazcano y Eguía estuvo en Irún vino a todas horas a mi casa.
Aunque no me era simpático, le oía con mucho gusto.
A mis amigos del Aventino les parecía odioso. Realmente, tenía un carácter absorbente, de hombre vanidoso y pagado de sí mismo. Con el que no conocía tomaba unos aires de superioridad desagradables.
Se creía, además, muy conquistador. Para él no había mujer que no fuera abordable. Inmediatamente que veía una, casada o soltera, ya estaba como un gallo. Esto le produjo bastantes conflictos y algunas riñas y palizas.
Varias veces después fuí a ver a Etchepare, que me llamaba a Bidart para hablar conmigo.
El viejo republicano atizaba el fuego que comenzaba a arder en mi alma con sus recuerdos del período revolucionario, y trataba de infundirme la idea de que los jóvenes de mi edad debíamos hacer en España lo que los Vergniaud, los Petion y los Robespierre habían hecho en Francia.
Esta idea, como era natural, halagaba mi orgullo; me daba sueños de gloria; me hacía creerme hombre capaz de dirigir multitudes. Al mismo tiempo comenzaba a tener una sospecha de predestinación, como todos los ambiciosos.
Etchepare era mi confidente: le explicaba los trabajos que hacíamos en Irún; la marcha de nuestro Aventino, y le hablaba de la gente afiliada a la sociedad.
Varias veces, al citar a Lazcano, vi a Etchepare[256] hacer un gesto de molestia. Como este gesto se repetía, tuve curiosidad de saber qué relación había habido entre los dos, y un día se lo pregunté francamente:
-Ha conocido usted a Lazcano y Eguía, ¿verdad?
-¿Qué clase de hombre es?
-No creo que sea buena persona.
-Yo, al menos, no le recomendaría a nadie-añadió Etchepare.
-¿Qué sabe usted de él?
-Vendió y traicionó a un hombre que fué su protector y su amigo.
-Pues él no tuvo inconveniente en cometerlo.
-¡Cuente usted! Con una persona que se presenta como amigo y correligionario hay que saber hasta qué punto hay que llevar la desconfianza.
Etchepare se pasó la mano por la frente y murmuró:
-Es un recuerdo que me molesta... pero, en fin... lo contaré. Sabrás que soy militar retirado; he servido en el arma de Caballería hasta el golpe de Estado de Bonaparte. Yo me creía con derecho a matar al enemigo de mi patria; me creía con derecho para pelear por su libertad; cuando se trató de atacar la patria de los demás para la gloria de un hombre solo, dije no, y tiré la espada y pedí el retiro. No he sido nunca aficionado a los gritos y a[257] las alharacas, y hasta las manifestaciones naturales de alegría me han molestado.
Cuando la célebre batalla de Valmy era yo sargento. El triunfo de las tropas republicanas había producido un entusiasmo en aquellos soldados muy natural y lógico. La noche después de la victoria, los cantos, los gritos, los vivas se repetían a cada momento. Estaba yo delante de la tienda de campaña, contemplando una hoguera que se consumía ante mis ojos, cuando acertó a pasar un oficial.
-¿Filosofas, ciudadano sargento?-me dijo.
-Ya ves, ciudadano oficial-le contesté.
El oficial se sentó a mi lado, y hablamos; hablamos de las esperanzas que iba a dar a Francia la Revolución.
-A Francia y al mundo-me dijo el oficial.
-Yo también-añadió él-. Aunque francés de adopción, soy español de nacimiento.
-Tampoco yo soy del todo francés-le repliqué-, porque soy vasco.
El español y yo nos hicimos amigos. El estaba de oficial agregado a la Caballería; se llamaba Guzmán, Andrés María de Guzmán. Era hombre flaco, nervioso, de pelo muy negro y ojos inquietos.
Días después le volví a ver y hablamos repetidas veces. No estábamos conformes en apreciar la política de la Revolución. El era partidario del bando más ultrarradical de los montañeses; yo siempre tuve más simpatías por los girondinos. Guzmán era sospechoso en el Ejército; extranjero y muy aficionado a criticar los actos de los demás, no inspiraba confianza.
A fines de 1792 estuve yo en París, y paseando[258] por las galerías del Palais Royal me encontré con Guzmán. Me habló de que había sido detenido y acusado de traidor, y que, gracias a los informes de la Sección de las Picas, donde tenía muchos amigos y partidarios, se había salvado. Guzmán llevaba una vida disipada; era jugador y libertino. Guzmán me llevó a su casa. Vivía en un piso alto de la rue Neuve des Mathurins, en el número 34, y tenía una casa pobre, como de obrero o de empleado de escaso sueldo; pero entre los muebles miserables había algunos riquísimos, entre ellos un espejo biselado y un secrétaire de concha.
Con Guzmán vivía una mujer, que me presentó como sobrina suya; una mujer pálida, de una gran belleza. Esta mujer se llamaba Magdalena y había nacido en Gante, y era hija de una hermana de Guzmán.
Servía al tío y a la sobrina un criado viejo, belga, muy ceremonioso.
Guzmán me convidó a comer, y en la mesa hablamos. La sobrina apenas decía nada. Unos días después fuí a casa de Guzmán, y como él no estaba, hablé largo rato con Magdalena. Ella se lamentaba amargamente de que su tío tomara una parte activa en la Revolución, de que se le considerara como un aventurero sin patria y sin hogar y de que fuera amigo y partidario entusiasta de Marat.
Realmente, Guzmán tenía mala fama. Era miembro influyente del club del Obispado: del grupo de los extranjeros, grupo sospechoso, en el que había hom[259]bres entusiastas y cándidos, como Anacarsis Clootz, y agiotistas, pagados por los ingleses y los prusianos.
Guzmán, que en la calle se mostraba atrevido y cínico, era comedido y prudente en su casa. Allí se presentaba de otra manera.
Largas conversaciones tuve con Magdalena en la guardilla de la calle Nueva de los Mathurins. La familia de Guzmán, que al parecer primitivamente se llamaba Pérez de Guzmán, era aristocrática en grado sumo, y tenía parientes de la más alta nobleza en España y en Bélgica. Por lo que me dijo Magdalena, su tío Andrés había salido de España, de Granada, de donde era oriundo, a recoger una herencia fabulosa de un antepasado suyo, príncipe belga; pero una rama de los Montmorency les disputó la herencia, y en los pleitos que tuvo con esta familia poderosa se estableció una lucha de influencias, en la cual, como era lógico, vencieron los Montmorency, y aunque Guzmán tenía más derecho, le desposeyeron de todas las propiedades y títulos.
Desde entonces, Andrés María de Guzmán se había sentido vejado, ofendido, y se había lanzado a defender las ideas revolucionarias más extremadas. Esta era la causa de la rebeldía y de la actitud republicana de su tío, según Magdalena; opinión de mujer, y de mujer imbuída en prejuicios aristocráticos, que no podía comprender la inmensa atracción que ejercía la Revolución francesa en todos los hombres, fuesen nobles o plebeyos.
Magdalena era una mujer encantadora; pero tenía una preocupación nobiliaria que a mí se me antojaba odiosa. Muchas veces la vi tratar con altivez al viejo criado, que les servía únicamente por cariño.[260] Tenía el convencimiento de que ella debía mandar y el anciano aquel debía obedecer. El criado estaba convencido de lo mismo.
Magdalena solía hablarme de sus parientes, de sus títulos, de sus posesiones, y también de su infancia de huérfana, educada en una casa de religiosas de Gante.
En todas nuestras conversaciones solíamos estar de acuerdo menos cuando hablábamos de la aristocracia y de los acontecimientos de la Revolución.
Alguna que otra vez pensé en dirigirme a Magdalena y decirla que la quería; pero temía una repulsa, no de la mujer, esto me hubiera entristecido, sino de la dama aristocrática, lo que me hubiera indignado.
Convencido de que Magdalena no era para mí, decidí abandonar París. Los acontecimientos políticos no llevaban el camino que yo consideraba bueno, y me vine a Bidart.
No era fácil en aquel tiempo permanecer aislado, y los amigos me llamaron a Bayona. En esta época había en Bayona un comité español revolucionario. El Gobierno de la República lo sostenía, y de aquel comité salían toda clase de folletos y de papeles, que entraban clandestinamente en España. En este comité estaban representadas las tendencias que entonces había en la Convención.
Un grupo seguía a mi amigo Basterreche, y quería para España la República, una e indivisible; el otro, a cuyo frente estaba el abate Marchena, era fe[261]deral, y deseaba tantas repúblicas como antiguos reinos hubo en España.
Se llegó a consultar a los conspicuos de París si sería mejor una República española, o una vasca, catalana, andaluza, etc., y los parisienses opinaron que serían mejor varias, no por sentimiento federalista, sino por ser muy natural querer al vecino dividido.
Los republicanos españoles de Bayona tenían amigos en toda la Península: en Madrid, en Barcelona, en San Sebastián; hasta en Burgos llegó a haber revolucionarios bastantes para formar una sociedad secreta. En Salamanca se constituyó un club jacobino, que tuvo verdadera importancia.
Los centralistas, que reconocían como jefe, en Bayona, a Basterreche, tenían como representante en París a mi amigo Guzmán, que entonces era miembro del comité del club del Obispado y persona muy influyente con Danton y, sobre todo, con Marat.
Varias veces le había oído decir a Guzmán que Marat era oriundo de España, creo que de Cataluña; que sabía bastante bien el español, y que le interesaban los asuntos de la Península. Los centralistas amigos de Basterreche representaban en el comité español a los dantonianos y maratistas: a la Montaña.
Los federales españoles de Bayona tenían como representante en París al girondino Brissot. Eran todos brissotins, que entonces era sinónimo de ser políticos de cultura y de templanza. El partido federal español lo capitaneaba Marchena, y en él estaban afiliados Hevia, Ballesteros, Santibáñez, Rubín de Celis y otros.
Marchena escribió, desde Bayona, un aviso al[262] pueblo español, con carácter girondino, abogando por la república federal, lo que desagradó profundamente a Guzmán, que envió un informe al ministro Lebrún, diciéndole que aquel papel estaba tan mal pensado como escrito.
Marchena, que era un pillo, había puesto, a propósito, grandes faltas gramaticales en su informe, para que no se supiera que era él el autor del aviso. Sin embargo, Guzmán lo supo y consideró a Marchena como enemigo. Con esta divergencia entre las dos personas más visibles del partido revolucionario español, que ya era de por sí pequeño, se fraccionó y desapareció.
UNA INTRIGA EN LA ÉPOCA DEL TERROR
Por esta época, Lazcano se presentó en Bayona; venía de haber pasado una corta estancia en su aldea, y pensaba seguir a París. Lazcano fué a ver al abate Marchena; los dos eran vanidosos y petulantes, y en la primera entrevista se enemistaron.
Lazcano decidió no tener relaciones con los brissotins, y se presentó a Basterreche. Basterreche le dirigió a mi casa; Lazcano me dijo que sabía que yo tenía conocimientos entre los montañeses y que quería una carta para ellos. Yo le di una para Guzmán y otra para Pereyra.
Lazcano en París se hizo amigo íntimo de Guzmán, y juntos fueron a los Cordeleros, a casa de Marat, al palacio de la Reina Blanca, donde tenían sus reuniones Hebert y Chaumette, y al club del Obispado.
Guzmán entonces tenía dinero y llevaba una vida disipada. Frecuentaba las casas de juego del Palais[264] Royal, iba a las cenas presididas por Danton, de a cien francos por cabeza; visitaba la casa de las señoritas de Saint-Amaranthe y el garito de Aucane. Allí se encontraban hombres de distintas nacionalidades y procedencias: ex cómicos, como Collot d'Herbois y Dubuisson; ex aristócratas, como Guzmán; ex frailes, como el capuchino Hilarión Chabot; ex abates, como d'Espagnac; ex judíos, como Pereyra; ex banqueros, como Anacarsis Clootz. La divisa de todos ellos era esta frase epicúrea: "Edumus et bibamus, cram enim moriemur." (Comamos y bebamos, que mañana moriremos.)
La Revolución les arrastraba; muchos tenían la seguridad de su fin próximo. Mientras gozaban de la vida, los incorruptibles como Robespierre, como Saint-Just, como Fouquier-Thinville, iban preparando el cesto donde los libertinos tenían que dejar su cabeza.
Como casi ninguno podía vivir de su trabajo, cosa difícil en una época azarosa, y como había siempre algún agiotista a su lado, tomaban dinero sin mirar la mano de quien venía. Algunos de estos agiotistas eran agentes monárquicos; los que solían acompañar con frecuencia a Danton y a sus amigos eran el barón de Batz, el de la Conspiración de los Sesenta, y el abate d'Espagnac. Estos dos intrigantes tenían amistad estrecha con Guzmán y Lazcano. Solían verse con ellos en los garitos del Palais Royal, en casa de Desfieux y de Custine y en la tienda de Pereyra, el judío bayonés, que tenía una tabaquería en la rue Saint-Denis, con un gran gorro frigio de muestra.
Guzmán llevaba la vida de un aventurero. Solía parar poco en su casa; tenía una querida, que era[265] la mujer de un pintor, e iba a verla con frecuencia.
Lazcano, que sabía esto, se presentaba en casa de Guzmán cuando no estaba él. Se había prendado de Magdalena; creía que ella era la amante de su compañero y pretendía sustituirle.
Hombre cínico, acostumbrado a las damas del Palais Royal, no podía suponer que su camarada, el libertino Guzmán, hubiera respetado a aquella muchacha; y pensó que sería una presa fácil, sobre todo para él, que se consideraba un gran conquistador.
Magdalena, al principio, trató a Lazcano con afecto y consideración. Lazcano le hablaba de España, que ella no conocía y deseaba conocer. Lazcano era el compatriota amigo de la casa.
Cuando creyó el momento oportuno, Lazcano requirió de amores a Magdalena. Ella le contestó que aunque en aquel momento estaba en una situación humilde, su posición era muy elevada, y que no podía tener amores sin el consentimiento de su familia.
Magdalena era una mujer muy altiva, con una gran idea de sí misma y de su clase.
Lazcano se tragó la repulsa, y siguió frecuentando la casa como si no hubiera pasado nada; pero un día, encontrándose solo con Magdalena, la solicitó de nuevo; pero no como quien se dirige a una mujer honrada, sino como quien habla a una cortesana.
Ella rechazó con dignidad las proposiciones de Lazcano, y él replicó sarcásticamente, diciendo que no comprendía que una mujer que era la querida de un Guzmán, viejo y relajado, no quisiera serlo de un Lazcano, que al fin y al cabo era un hombre más joven y más rico.
Magdalena llamó al criado viejo que les asistía y le dijo:
-Lleva a este señor a la puerta.
Después, sola, estuvo llorando todo el día.
Desde entonces Lazcano dejó de presentarse en la casa. Guzmán no sabía la causa de la ausencia de su compatriota; probablemente la atribuiría a volubilidad, a mudanzas de opinión, entonces muy frecuentes.
Lazcano, al mismo tiempo que abandonaba la casa de Guzmán, desertaba también de los Cordeleros y del club del Obispado. Poco después se le vió en el Palais Royal y en el café de Corazza, entre la juventud elegante que seguía a Barras, a Freron y a Tallien, y que por entonces glorificaba a Robespierre, buscando el momento de acabar con él.
Guzmán, llevado por el frenesí revolucionario, siguió su marcha hasta el fin.
Era en el club del Obispado uno de los jefes del grupo internacional, entre los cuales había fanáticos y logreros. Allí solían encontrarse el prusiano Anacarsis Clootz, el austriaco Proly, hijo natural del ministro Kaunitz; el italiano Pío, el inglés Bedford, el americano Payne, el irlandés O'Quin y el judío Pereyra.
En este grupo extranjero, ultrarrevolucionario, abundaban, al mismo tiempo que los cándidos, los agentes provocadores. Era aquel grupo una espuela que, al hacer galopar la Revolución, la consumía.
Guzmán, partidario de soluciones extremas, inspirado por Hebert y Chaumette y los miembros del Municipio, creía que los girondinos eran un obstáculo para la República. En los varios comités que nombró el club del Obispado por aquel tiempo, con[267] el objeto de luchar contra los girondinos, apareció siempre Guzmán.
La guerra, por entonces, estaba declarada entre la Gironda y la Montaña.
En el mes de Marzo de 1793, Brissot publicaba un folleto contra los montañeses, al que contestaba Camilo Desmoulins, acusando a Brissot de concusionario, lo que produjo la prisión de éste. Entre los montañeses, ni Danton ni los suyos querían el exterminio de los girondinos; pero lo deseaban Robespierre y su partido, lo deseaba la Municipalidad y lo deseaba el pueblo.
El instrumento de todos fué el club del Obispado. Allí se tramó la conjuración antigirondina, que tuvo éxito el 31 de Mayo. Guzmán, que era uno de los nueve miembros del comité del Obispado, seguido por las turbas, marchó a Nuestra Señora de París, y luego a las iglesias de los barrios extremos, mandando tocar a rebato. El París revolucionario estaba contra los girondinos y contra la Convención.
Brissot intentó fugarse; pero detenido en Moulins, fué guillotinado en Octubre de 1793.
Los girondinos, como se sabe, fueron perseguidos y exterminados; los federales españoles de Bayona y de París, y entre ellos Marchena, que estaba preso, quedaron sin apoyo. Los montañeses habían triunfado.
La popularidad y el favor de Guzmán debían durar muy poco.
Durante unos días se habló en las galerías del Palais Royal, del español Guzmán, a quien se llamaba burlonamente Don Tocsinos, porque había mandado tocar el tocsin(la campana de alarma) la noche de la revuelta.
Dos días después, el 2 de Junio del mismo año, Guzmán era acusado por Barere, en la Convención, como agitador extranjero, y unos meses más tarde, Robespierre, que ansiaba acabar con los partidarios de Danton, prendía, entre toda la plana mayor de los montañeses, al español Guzmán.
Entonces estaba yo de guarnición en el Este de Francia; el giro que tomaban los acontecimientos en París tras de la persecución de los girondinos me disgustaba. En Estrasburgo supe la noticia de la prisión de Guzmán, y escribí una carta a Magdalena ofreciéndome a ella.
Magdalena me contestó pidiéndome que fuera. Estaba sola, en la última miseria; habían llevado a la cárcel a su criado; no podía salir de casa; se había dicho que su tío era un agente de Pitt, que cobraba de Inglaterra, y las comadres de la vecindad la insultaban.
Pedí licencia y fuí a París a ver a Magdalena. De noche la saqué de casa y la llevé al viejo mesón del Caballo Blanco. Allí estuvo una semana sin salir de su rincón. Sólo algunos días la llevaba a pasear al jardín del Luxemburgo.
Magdalena me suplicaba que pusiera todos los medios posibles para salvar a su tío Andrés; pero, ¿yo qué iba a hacer? No tenía influencia ni medio alguno de obrar. Sin embargo, fuí a ver a un amigo del paralítico Couthon, y por éste supe que Lazcano había dado informes confidenciales en contra de Guzmán, acusándole de estar vendido a los realistas,[269] de ser amigo del barón de Batz, del arzobispo de París y de la abadesa de Remiremont.
Extranjero, de alta nobleza y sospechoso de traición, Andrés María de Guzmán estaba perdido.
Una mañana del año 1794 vi en medio de la multitud una fila de carretas que marchaban hacia el patíbulo. Allí iban Danton, Camilo Desmoulins y los montañeses, antes idolatrados por la plebe. En una de las carretas distinguí a Guzmán.
Al llegar a la posada del Caballo Blanco, donde estaba alojada Magdalena, al verme solamente comprendió lo ocurrido y comenzó a llorar.
Si yo hubiera sido un aventurero, me hubiera podido aprovechar del desamparo de aquella mujer; pero esto constituiría hoy para mí un motivo de verdadera desgracia.
Cuando se tranquilizó Magdalena, le dije:
-¿Qué quiere usted hacer ahora?
Dos días después me dijo:
-Quisiera ir a España.
-Muy bien. Yo le acompañaré.
Nos pusimos en camino y en esta casa descansamos.
De aquí, de Bidart, escribió a su tío el conde de Tilly, que ahora es el jefe de la masonería en España, y cuando recibió contestación yo la acompañé hasta Irún. En la misma frontera la esperaba un coche tirado por cuatro caballos.
-Guarde usted este recuerdo mío-me dijo Magdalena, dándome un objeto envuelto en un trozo de seda.
Lo guardé y le di las gracias. Nos acercamos a un señor que estaba al pie del coche. El señor me saludó ceremoniosamente; yo hice lo mismo. Magdalena, llorando, me tendió la mano, que yo estreché, y el coche partió.
-¿Qué era lo que le había dejado a usted?-le pregunté al viejo Etchepare.
-Una miniatura suya hecha en Gante.
-Etchepare vaciló, luego fué a su cuarto, abrió un cajón de su mesa y sacó la miniatura. Realmente era una mujer preciosa.
-Esta mujer le quería a usted-dije yo.
-Sí; si no, no le hubiera dejado a usted este recuerdo. Y usted, al fin, ¿no le dijo nada?
-No. Ella tenía su orgullo, yo el mío.
-¿Y ninguno de los dos cedió?
-¿Y no supo usted más de ella?
-Nada. Creo que entró en un convento.
-¿Y a Lazcano tampoco le vió usted más?
-Tampoco; aunque de éste supe detalles de su vida. Durante algún tiempo estuvo en auge con los thermidorianos, y Tallien lo envió a que trabajara con Verastegui, Zuaznavar, Urbiztondo, Michelena y algunos otros en el proyecto de hacer a Guipúzcoa república independiente, apoyada por Francia.
Lazcano fué en esta época el asesor del convencional Pinet, que estuvo en Guipúzcoa con el ejér[271]cito francés de ocupación. Jacques Pinet era un abogadillo de la Dordogne, que quería echárselas de terrible, y por consejo de Lazcano y de sus amigos mandó levantar la guillotina en la Plaza Nueva de San Sebastián. Quería así liberalizar el país.
Cuando el proyecto de separación de Guipúzcoa de España fracasó y vino la paz de Basilea, Lazcano marchó a París y fué uno de los satélites de la hermosa Teresa Cabarrús. Ahora creo que está al servicio de uno de los hermanos de Bonaparte...
Etchepare se calló y estuvo contemplando el suelo un momento.
-Recordar es cosa triste-exclamó, dando un suspiro-; pero, en fin, vamos a dar una vuelta por la orilla del mar.
NUEVOS TRABAJOS DEL AVENTINO
Un día se presentaron dos jóvenes en casa, a buscarme.
Me traían una carta de Etchepare. Les hice pasar a mi cuarto y hablamos.
Eran militares y estaban de guarnición en Behovia. En el curso de la conversación me dijeron que se estaba conspirando seriamente en Francia contra Bonaparte, y en España contra Carlos IV. Uno de los militares se llamaba Gontrán de Frassac. Era joven, gascón, teniente de dragones. El otro, Horacio Sanguinetti de nombre, era italiano, de más edad; tenía grado de capitán.
El gascón era un buen muchacho de cabeza ligera, republicano por romanticismo, más aficionado a beber, a cantar y a seguir a las muchachas que a ocuparse de política. Era exagerado en todo, y hablaba intercalando en sus palabras los Pardi y los Sacrebleu.
El italiano era hombre frío, reconcentrado, muy patriota y muy fanático.
Les dije a los dos cómo había formado una sociedad secreta titulada El Aventino y les presenté a la mayoría de los afiliados.
Para celebrar el conocimiento tuvimos una comida los dos oficiales franceses y los socios del Aventino en el caserío Chapartiena, en Azquen Portu, a orillas del Bidasoa.
A los postres, Frassac cantó la Marsellesa, le Chant du Départ y la Carmañola; yo brindé porque la libertad triunfara en el mundo; Sanguinetti aseguró que pronto se vería Europa formando unos Estados Unidos, una federación de pueblos sin reyes, sin papas, sin tiranos, sin amos; Cortázar se levantó a brindar por la desaparición de todas las religiones positivas y por el culto de la humanidad, y Ganisch glosó con ingenio esa frase concisa y definitiva: Con las tripas del último rey ahorcaremos al último de los papas.
Varias veces fuí a Behovia a visitar a De Frassac y a Sanguinetti, y ellos con mucha frecuencia visitaron mi casa. Nos hicimos amigos íntimos, hasta el punto de hablarnos de tú.
Me enseñaron la esgrima y a montar a caballo, e hicieron de mí un espadachín y un buen jinete.
De Frassac me decía que debía naturalizarme francés y entrar en el ejército de Napoleón, lo cual no me gustaba. Sanguinetti no me aconsejó nunca esto. Muchas veces, por sus conversaciones, comprendí que él estaba pesaroso de haber abandonado su país. Consideraba también que Bonaparte no había cumplido con su patria italiana.
Sanguinetti era muy culto, tenía muchos libros y[275] me prestaba todos los que le pedía. Gracias a él leí los Comentarios, de César; los Anales, de Tácito; la Conspiración de Catilina, de Salustio; la Historia de Italia, de Guicciardini, y el Príncipe, de Maquiavelo.
El oficial italiano me explicó también una porción de cosas que por falta de cultura anterior yo no comprendía.
Sanguinetti era partidario de esa razón de Estado y Salud Pública que viene de Roma. Leía mucho a Maquiavelo. Decía que había visto claramente que el político florentino no era el escritor inmoral que todo el mundo reprueba, sino un gran patriota y un pensador realista.
Esta frase de Maquiavelo la recordaba con frecuencia en sus conversaciones:
"Io indico bene questo che sia meglio essere impetuoso che rispetivo, perche la fortuna e donna."
Yo también estaba más dispuesto a ser impetuoso que rispetivo; pero había que esperar la ocasión.
Cortázar, que solía ir con frecuencia a Bayona, me dijo que allí había oído a una persona muy enterada de estas cosas que en el ejército que guarnecía las ciudades de los Bajos Pirineos abundaban algunos oficiales afiliados a una sociedad secreta llamada de los Filadelfos.
Según Cortázar, De Frassac y Sanguinetti pertenecían a esta sociedad.
Alguna vez, en la conversación, les pregunté vagamente acerca de esto; pero ellos no se dieron por enterados.
Después he oído decir en Francia a varias personas que esta sociedad de los Filadelfos no existió nunca; otros, en cambio, daban detalles de su organización y de su funcionamiento.
Decían éstos que la sociedad se había fundado en el ejército del Franco Condado, donde abundaban los liberales y los republicanos, por un oficial llamado Oudet. Cuando este primer jefe de los Filadelfos fué preso y enviado a la deportación, le sucedió Moreau. A Moreau, a su vez, le prendieron y le condenaron a muerte, y entonces Oudet, que ya estaba libre, preparó un complot para salvar a su compañero.
He oído contar también que en un acto de distribución de cruces en los Inválidos, al ir Bonaparte a poner la condecoración a un veterano, cuatro o cinco oficiales se acercaron a él, y uno de ellos, echando mano al puño de la espada, preguntó a sus compañeros: ¿Es tiempo?
La pregunta llegó a oídos de Napoleón, el cual, pálido y lleno de terror, se volvió hacia su séquito y mandó detener inmediatamente, y luego desterrar, a los oficiales.
También se decía en los últimos años del Imperio que los Filadelfos habían tomado parte en la conspiración de la Alianza y en el complot que tramó Malet en el cuartel de Popincourt, y que estuvo a punto de triunfar a fuerza de ingenio y de audacia. Sanguinetti y De Frassac no me hablaron nunca de los Filadelfos. Quizá ellos mismos no estaban enterados de la existencia de la sociedad; quizá eran bastante reservados para no decir nada.
Esta reserva la hubiera comprendido en Sanguinetti, pero no en De Frassac.
De Frassac se pasaba la vida en Irún y en mi cuarto. Al principio nos chocaba a Sanguinetti y a mí verle constantemente en la ventana que daba hacia el patio. Luego comprendimos que miraba a una vecinita: una muchacha muy graciosa de ojos negros, que aparecía en una azotea.
Cuando le descubrimos la treta, De Frassac nos confesó que estaba enamorado, tan enamorado, que se hallaba dispuesto a pedir el retiro y a casarse.
-Pero, ¿es para tanto?-le preguntamos, asombrados, Sanguinetti y yo.
-¿Y hace tiempo que te entiendes con ella?
Mientras Sanguinetti y yo discutíamos nuestros proyectos de renovación politicosocial, De Frassac echaba cartas a la vecina y recogía las que le escribía ella, con un hilo.
Por eso estaba siempre en la ventana.
Sanguinetti y yo autorizamos a De Frassac para monopolizar la ventana en el tiempo en que estuviera en mi casa, mientras nosotros hablábamos.
La chica novia del gascón era bonita; pero a mí no me parecía un prodigio ni mucho menos, como a De Frassac. Se llamaba Paquita Zubialde, y el padre era un hombre bastante rico, ceñudo y malhumorado.
Dos o tres semanas después de que el teniente gascón nos reveló sus amores, nos dijo que había escrito a su padre hablándole de sus proyectos. El[278] padre le contestó diciéndole que, aunque le hubiera parecido mejor que su hijo se casara con una francesa, y mejor con una del mismo pueblo, consentía de buen grado en el matrimonio.
El obstáculo vino por parte del padre de Paquita. Éste, a la primera insinuación de su hija, afirmó que jamás la dejaría casarse con un francés.
El señor Zubialde, a pesar de vivir en la frontera, creía que un francés era de distinta naturaleza que un español, y que necesariamente españoles y franceses tenían que odiarse y desearse mutuamente toda clase de desgracias, aunque no tuvieran motivo personal de odio.
Zubialde hizo estas declaraciones gratuitamente, y como quien habla de una cosa lejana e improbable; pero cuando se enteró de que Paquita tenía relaciones con un teniente de dragones, se convirtió él en el dragón de su hija. Estableció un servicio de espionaje, cerró por sí mismo las puertas y no permitió que entrara un papel en su casa. Sin embargo, una criada de la Paquita, la Baschili, estaba vendida al oro gascón, y pasaba los recados de uno a otro.
Llegó un día en que Frassac apareció desesperado. Su regimiento tenía que trasladarse de Behovia, y a él le era indispensable marchar también.
Discutimos entre los tres el asunto.
-El padre parece que es irreductible-dijo Sanguinetti-; no se aviene a razones. Lo mejor que puedes hacer es robar a la chica.
-No querrá ella-repuso Frassac.
-¡Pardi! Sería un escándalo furioso.
-¿A ti qué te parece, Aviraneta?-me preguntó Frassac.
-¡Hombre! Si ella quiere.
-¿Podríamos contar con tus amigos?
-Si tú piensas casarte con ella, quizá...
-De eso no hay duda; inmediatamente. Si ella quiere, nos vamos a Behovia, y allí mismo nos casamos. ¿Tú podrías ayudarme?
-Entonces, ya que conoces el pueblo y la casa, dirige el negocio.
-Bueno. Me vas a comprometer; pero es igual. Tú escríbele a Paquita. Si acepta, el capitán Sanguinetti y yo prepararemos la fuga.
-Bien. Después di por ahí que te vas, y estate seis o siete días sin venir a Irún.
De Frassac escribió una carta, que pasó a casa de Zubialde por la Baschili, y la Baschili le entregó otra de Paquita, diciendo que estaba dispuesta a fugarse.
Sanguinetti y yo preparamos el plan del rapto, al cual llamaba el capitán, en broma, la obra latina, porque en ella interveníamos un francés, un español y un italiano.
Si la terraza donde aparecía la novia de Frassac hubiera cerrado el patio que había entre mi casa y la de Zubialde, la escapatoria se hubiese podido efectuar con una escala de cuerda; pero entre la pared de mi casa y la azotea de Paquita había un espacio de unos tres metros o algo más.
La ventaja que tenía la azotea para salir por ella era que Zubialde no supondría que su hija fuera bastante loca para escaparse por aquel punto.
Después de discutir varios proyectos Sanguinetti y yo, decidimos intentar el rapto por la azotea. Traeríamos una escala de cuerda del campamento francés de Behovia, la sujetaríamos en mi ventana, y luego yo, dando una vuelta por el tejado y pasando por encima de una viga, bajaría hasta la azotea de casa de Zubialde y ataría el extremo de la escala en el barandado de la terraza.
Subiríamos por allí la Paquita y yo, y después, soltando la escala de arriba, la echaríamos al patio, de modo que diera la impresión de que la escala había servido para subir del patio a la terraza, y no de la terraza a mi ventana.
Luego, desde mi guardilla bajaríamos por la escalera de casa tranquilamente al portal, pondríamos un capote a Paquita, iríamos hasta la orilla del Bidasoa, cruzaríamos el río, y a Behovia.
El Aventino patrocinaba la aventura. Yo tenía que hacer volatines, y me reservaba la parte más difícil. Ganisch estaría de centinela a la puerta de mi casa, para dar la voz de alerta si ocurría algo, Pello Cortázar en la salida del pueblo y Zugarramurdi y los demás en la lancha.
Cuando supimos por la Baschili que Zubialde no cerraba el balcón que daba a la azotea, mandamos recado a Paquita que para las once de la noche estuviese preparada.
Sanguinetti se quedó conmigo en el cuarto; hacía una noche negra y sin estrellas. Dieron las once en el reloj de la iglesia y abrí sin ruido la ventana de mi guardilla.
Sujetamos entre el italiano y yo la escalera de cuerda perfectamente y la echamos arrimada a la pared. Después venía la parte mía, la más difícil. Abrí la otra ventana, saqué el cuerpo fuera y comencé a ir avanzando por el tejadillo. A las siete u ocho varas tuve que montar en una viga, y a una altura de más de cincuenta pies crucé de una casa a otra.
Cuando llegué al tejado de enfrente salté de éste a uno más bajo, y luego por el tubo de una cañería de agua, expuesto a caer cien veces, me descolgué a la azotea.
Llegado allí me acerqué a la barandilla; la escala, arrimada a la pared, estaba demasiado lejos para cogerla con la mano. Silbé suavemente.
Sanguinetti me entendió y comenzó a balancear la escala a derecha e izquierda, hasta que yo pude agarrarla. Inmediatamente la até en la barandilla, dejándola tensa.
Terminado esto venía la segunda parte; temía yo que, a última hora, Paquita tuviera algún escrúpulo, y que, arrepentida, confesara el proyecto a su padre, en cuyo caso me esperaba el gran estacazo.
Me acerqué de puntillas al balcón y llamé con los nudillos en el cristal, volví a llamar, y sin la menor violencia se abrió el balcón y apareció la muchacha.
-¿Por dónde hay que subir?-me dijo.
Comenzó a subir y yo fuí tras ella. El pudor puede mucho, pero el miedo puede más, y Paquita tuvo que apoyarse varias veces en mis brazos. Yo comprendí en aquellos momentos que De Frassac no se llevaba precisamente un esqueleto.
La escalera era larga y costó mucho subirla. Con[282] la ayuda de Sanguinetti la muchacha entró en la guardilla. Luego pasé yo. Desde arriba solté la escalera y la tiré al patio.
Ya dentro los tres, en mi cuarto, a obscuras, cerramos la ventana, se puso Paquita su capote, encendimos una linterna y bajamos las escaleras hasta el portal. Detrás de la puerta había un bulto, que se acercó a nosotros.
-Sin novedad-dijo la voz de Ganisch.
-Ya puedes marcharte, si quieres-le advertí.
Cerré la puerta de mi casa, y en compañía de Sanguinetti y de Paquita llegamos a la salida del pueblo. Allá esperaba Pello Cortázar.
-¿Hay novedad?-le pregunté.
Llegamos a un embarcadero de la ría y aparecieron De Frassac, Zugarramurdi y otros dos del Aventino.
Entramos en el bote, y en medio de la más densa obscuridad atravesamos el Bidasoa de una orilla a otra, trazando una línea oblicua.
Al otro lado esperaban dos oficiales amigos de De Frassac. En un coche entramos Paquita, su novio, Sanguinetti, los dos oficiales y yo. Llegamos en poco tiempo a un castillo, próximo a Urruña, rodeado de bosques. Cruzamos el parque y entramos en una capilla iluminada. En un momento se celebró la boda.
Los novios quedaron allí; los testigos volvimos a Behovia, y yo me embarqué en la lancha, tripulada por Zugarramurdi.
A las tres de la mañana estaba en mi cuarto, acostado.
Al día siguiente hubo gran revuelo en casa de Zubialde y en el pueblo entero cuando se supo la noticia. No se llegó a aclarar nada.
Un mes más tarde Sanguinetti me trajo noticias de los recién casados, que habían ido a vivir a Pau.
Aquel incidente me hizo afirmarme en la idea de que hay que tener más ímpetu que respeto, porque, como dice Maquiavelo, la fortuna es "donna".
De todas maneras, era indispensable esperar la ocasión. ¿Vendría? ¿No vendría? Eso es lo que había de decidir mi vida.
FIN DEL APRENDIZ DE CONSPIRADOR
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