En los últimos tiempos he intentado guardar una cierta distancia mental, que no informativa, con el caso Bárcenas. Uno no puede vivir en una indignación permanente. Es humillante sentir todo el tiempo a unos tipos cínicos y corruptos hasta la médula mintiendo descaradamente a los ciudadanos. Sabiendo que lo hacen y que los ciudadanos son conscientes de que lo hacen. Y aun así, sonrien y preparan nuevos desmentidos a las informaciones del día siguiente. Es su trabajo: ganar tiempo, aunque no se sepa muy bien para qué. ¿Cómo lo hacen? ¿hay que entrenar para conseguir ese nivel de desvergüenza? ¿son conscientes de que la gente es capaz de pensar por sí misma?
Para estos casos es bueno concentrarse en el trabajo, leer un buen libro, ver una pelicula. Para no acabar también intoxicado hasta la médula y tirando la toalla como ciudadano. Pero días como hoy le despiertan a uno del sueño porque lo que era un caso de corrupción de manual (masiva, pero de manual) se está convirtiendo en algo esperpéntico, que amenaza con llevarse por delante la poca credibilidad que nos queda como país. Contemplar hoy la comparecencia del presidente del gobierno (mi presidente del gobierno, aunque yo no lo haya votado) ha sido un dolorosísimo ejercicio. Porque el hombre que nos representa se mostraba como un ser patéticamente acorralado que tenía que leer la respuesta a la pregunta que ya sabía que le iban a formular. Y la respuesta no tenía desperdicio, porque tampoco tenía contenido alguno: eran los lugares comunes de Mariano Rajoy cuando se le pregunta por el caso Bárcenas: ya he dicho lo que tenía que decir, o sea nada. Garantizamos la independencia del poder judicial, como si esto fuera un regalo que hace el gobierno y no algo consustancial a una democracia.
Si se tratara de un ciudadano corriente que está implicado en un delito, sería hasta comprensible la táctica del avestruz. Pero es que se trata del máximo dirigente de un país, que hasta hace cuatro días enviaba mensajes de ánimo a su ex-tesorero para que no se fuera de la lengua. Rajoy es hoy un Nixon con barba, un fantasma político que todavía no ha comprendido que lo único que le queda es ofrecer explicaciones a los ciudadanos que le otorgaron su confianza, largarse y asumir sus responsabilidades, ya sean penales o administrativas, que parece que las hay. Pero no lo hará. Seguirá ofreciendo una imagen de normalidad totalmente anormal y nos hablará de los temas que realmente le importan a los ciudadanos: lo bien que nos va a todos desde que él asumió la responsabilidad de arreglar lo de la crisis. Lo demás no son sino insidias que se disiparán con el tiempo. Eso sí, al presidente hay que reconocerle un mérito insospechado: su desastroso legado va a hacer bueno el de Zapatero.
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