A poco más de un mes de haberse proyectado en la primera edición porteña del ciclo Cinema Made in Italy, El árbitro de Paolo Zucca desembarcará el próximo jueves 5 de junio en nuestro circuito comercial. La participación de Daniel Burman y Diego Dubcovsky en tanto coproductores explica el estreno local de una película de origen sardo, algo inusual en nuestra cartelera más bien hollywoodófila. Quienes vimos el corto homónimo del mismo director también relacionamos la intervención argentina con al menos uno de los varios cambios realizados a la historia original para convertirla no sólo en largometraje sino en producto for export.
La cita de Albert Camus a modo de apertura (cita convenientemente retocada; en realidad el autor de El extranjero dijo “Lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al deporte“), la ceguera del director técnico del Atletico Pabarile, la insistencia en la rivalidad entre este equipo y el Montecrastu son algunos de los ingredientes suplementarios que ayudaron a extender una hora y cuarto la fábula de catorce minutos filmada en 2012. Ahora bien, la gran diferencia narrativa entre aquella primera versión y ésta de 2013 radica en el rol protagónico que adquirió un personaje secundario.
Efectivamente, en esta reversión el jugador Matzutzi se convierte en contrafigura del árbitro que inspiró el título del film. El regreso al terruño natal tras una infructuosa experiencia en nuestro país (¿habrá sido sugerencia de Burman y Dubkovsky?), el reencuentro con una novia de la infancia y el duelo con un congénere devenido en prepotente mandamás magnifican la figura de este delantero en desmedro de las virtudes indiscutibles del relato breve original: la crónica de un partido decisivo para un referí caído en desgracia, para un pueblo de esa Cerdeña que la Italia del norte (y la Unión Europea) desprecia(n) tanto, para dos primos pastores enfrentados hasta las últimas consecuencias.
A diferencia del corto que -atento al consejo tolstoiano- pinta una aldea para pintar el mundo, el largometraje la caricaturiza para complacer al mundo o, en otras palabras, para aumentar las chances de convertirse en producto digno del circuito de distribución cinematográfica internacional. La caracterización del patotero Brai, del DT ciego y de su hija (la mencionada novia de la infancia de Matzutzi) responde al estereotipo de italianidad que solemos encontrar en las publicidades de pasta. Están igual de caricaturizados la doble nacionalidad y el bilingüismo del repatriado Matzutzi.
Encargado de interpretar al goleador del Pabarile, Jacopo Cullin no puede imitar ni el castellano rioplatense ni sus eventuales interferencias en el idioma italiano. A lo sumo, el actor mezcla expresiones del español europeo con un acento por momentos andaluz, por momentos caribeño. En más de una oportunidad, esta desprolijidad grosera destruye la ilusión de realidad o verosimilitud que toda ficción debe generar en el espectador para cautivarlo.
Es lógico que el largometraje de Zucca no sólo se haya proyectado sino que haya inaugurado un ciclo de películas italianas bautizado “Cinema made in Italy” en vez de, por ejemplo, “Cinema fatto in Italia”. De hecho, esta segunda versión de L’arbitro es un fiel exponente del cine que la industria cultural de Occidente financia, produce, pasteuriza para expresar su respeto limitado -o acomodado a ciertas leyes del marketing- por la diversidad cultural. Los porteños cansados de la reedición de fórmulas trilladas harán bien en pasar por alto el estreno comercial y en cambio mirar el corto original, verdadera joyita del cine sardo que algunos espectadores tuvimos la suerte de descubrir gracias a Internet.