Revista Cultura y Ocio
Parece que la historia del arte se nutre de las pequeñas tragedias cotidianas. Artistas y pensadores de la talla de Nietzsche, Holderlin, Robert Walser o Glenn Gould, fueron célebres tanto por su talento genial como por la tortura que representaba moverse en una realidad pura y dura, que no suele hacer concesiones con nadie. El caso de Franz Xaver Messerschmidt es una prueba fehaciente de ello. Nacido en Austria en 1736, fue contemporáneo de Goethe, Mozart, Haydn, empezó a hacer carrera como escultor, perfilando su trabajo en la dirección correcta para su tiempo, es decir, trabajando para la nobleza y las clases pudientes de la corte austriaca. Sin embargo, un giro decisivo en su vida, haría que su promisoria carrera naufragara irremediablemente. Un trastorno mental, según los estudiosos, esquizofrenia, lo condenó a recluirse de la sociedad de su época. Asiduo a los círculos ocultistas y pseudocientíficos de la Viena de su tiempo, Messerschmidt conoció al célebre médico Franz Anton Mesmer, célebre entre la aristocracia europea como gran hipnotista y experto en una disciplina denominada por él como "magnetismo animal", seducía a los auditorios más ilustres de su tiempo, con teorías metafísicas de fluidos etéreos que curaban los males del cuerpo y el alma.
Al parecer la enfermedad mental del escultor se agravó por influencia de las ideas de Mesmer. Se convirtió en un personaje excéntrico, que dedicaba sus días a pellizcarse el rostro y a mirarse en el espejo, gesticulando exageradamente. Basado en sus observaciones y estudios de los gestos, llegó a tallar más de sesenta esculturas. El resultado de su esfuerzo por plasmar a la perfección la complejidad anatómica de los aspavientos humanos, fue verse marginado en su oficio de escultor. Para su siglo, el XVIII, donde las proporciones y temas giraban en torno al neoclasicismo, no es de extrañar que sus bustos, más cercanos al expresionismo y las vanguardias del siglo XX, hicieran que su arte resultara escandaloso, grotesco y de mal gusto. Algunas de sus esculturas, que bautizó como El hombre que bosteza, El hipócrita, El hombre que sufre de estreñimiento, El calumniador, entre otras, distaban mucho de su primer busto en honor a la emperatriz María Teresa de Hungría, que le diera reputación entre las élites artísticas.
En sus bustos pueden verse gestos estrambóticos de figuras que parecen gritar, reír o entrar en crisis de euforia, como seguramente le sucedía al propio Messerschmidt. Era un hombre asexuado, sin contacto con nadie, lo que acrecentó su hosquedad excéntrica. Un filósofo que solía visitarlo en su cabaña, donde el escultor se recluía a tallar sus extrañas obras y a alimentarse de leche de cabra y filetes de cordero, le preguntó cuál era la razón por la que ninguna de sus figuras humanas mostraba el labio inferior. Messerschmidt contestó que en la Naturaleza ningún animal lo hacía. El enigmático autor de las esculturas, que para los espectadores de su tiempo parecían más caricaturas que piezas artísticas, murió llevándose consigo su estilo genial y perturbador, que casi rayaba en la locura.