Revista Arte

El Arte como una de las creencias más precisas sobre la espiritualidad y la vida humanas.

Por Artepoesia
El Arte como una de las creencias más precisas sobre la espiritualidad y la vida humanas. El Arte como una de las creencias más precisas sobre la espiritualidad y la vida humanas. El Arte como una de las creencias más precisas sobre la espiritualidad y la vida humanas.
¿Qué es creer?, ¿significará depositar tu confianza, tu admiración, tu compromiso y tu esfuerzo vital -psicológico, emotivo, intelectual- en algo distinto a ti? Algo poderoso, además; es decir, algo que no puedes ser sino solo percibir y que dominará tu carácter y todo el sentido de tu vida mientras así lo sientas. Así podríamos definir, por ejemplo, el ejercicio personal de la creencia. Pero ese sentimiento interior (digo bien, sentimiento, porque se padece, se necesita, se busca ávido para calmar, para esperar, para desear...) surgiría muy pronto en la historia del ser humano. Antes incluso de que la civilización llegara a organizar el sentimiento ese. Por tanto, es una cualidad especial de lo humano. Creer es consustancial a lo humano. ¿Es que se necesita creer en algo, en lo que sea, siempre y en cualquier circunstancia? Sí. Por eso mismo el ejercicio de la creencia ha sido lo que más ha contribuido -y sigue contribuyendo en el desarrollo y la vida del mundo del hombre- a condicionar la convivencia y satisfacción humanas. El problema es que la creencia no hace distingos en nada de lo que se pueda creer. Hay seres que llegarán a creer en cosas inverosímiles, otros en cosas fútiles, y, lo peor aún, en cosas peligrosas, lamentables y dañinas. El peor síntoma de una creencia es aquel que necesita del otro para justificar la suya... Es decir, de aquella creencia que para sentirla, para vivirla o para desarrollarla mejor, tratará siempre de condicionar, alterar, trastornar o anular la vida o el pensamiento de los demás, del otro, del semejante o del contrario, para poder sentir que la creencia de uno tiene sentido o puede prosperar en el tiempo y el espacio. 
A comienzos del siglo XVII los pintores del movimiento barroco descubrieron el extraordinario poder del mensaje alegórico del Arte. ¿Mensaje alegórico? La pintura había sido utilizada por la Iglesia durante gran parte del siglo anterior para prosperar en un mundo enfrentado por las creencias. Así se compusieron maravillosas obras de Arte, independientemente de lo sagradas o no tan sagradas que fueran. Hay que insistir en la equidistancia del Arte, es decir, en la capacidad que tiene el Arte para ser solo eso, Arte, sin necesariamente estar vinculado a un propósito o a una ideología o a una creencia. Pero, claro, hablamos de Arte, de excelencia artística, no de cualquier forma representada iconográficamente. Por tanto, la alegoría, una forma de expresar algo utilizando elementos que nada tienen que ver con ese algo concreto, fue una de las temáticas pictóricas más utilizadas por los creadores que deseaban transmitir alguna cosa sin menoscabar el sentido estético, o de belleza sosegada, que pudiera tener el propio Arte clásico. Así se confeccionaron obras de Arte alegóricas donde se trataba de aunar belleza con mensaje. El nieto del que fuera gran pintor del Renacimiento flamenco del siglo XVI, Jan Brueghel el joven (1601-1678), no llegaría a ser tan reconocido en la historia como lo fueran su padre, también llamado como él, y sobre todo su abuelo, el genial creador de paisajes y obras excelentes. Pero, sin embargo, utilizaría su talento para algo que el Arte sabe hacer sin tener que llegar, necesariamente, a la excelencia estética: componer alegorías inteligentes. 
Era la época, la de Brueghel el joven, donde los pintores comenzarían a reivindicar su labor más intelectual que artesanal. El Arte tiene eso especial que hace de una obra plástica en lienzo o en tabla -o en lo que sea- una concepción espiritual (espiritual, algo que llegará más allá de lo intelectual) que puede servir al ser para cuestionarse, o para identificarse, o para comprenderse, o para mejorarse... En algún momento del primer cuarto del siglo XVII, Jan Brueghel el joven compuso su obra La Abundancia y los Cuatro Elementos. Los elementos de la naturaleza habían sido definidos desde los antiguos griegos: el aire, la tierra, el fuego y el agua. El poeta español Pedro Calderón escribiría en ese mismo tiempo del barroco: En quien un mapa se dibuja atento; Pues el cuerpo es la tierra; El fuego el alma que en el pecho encierra; La espuma el mar, y el aire es el suspiro... En estos versos se perciben ya las cuatro formas conceptuales genéricas de entender la vida y el mundo de los seres humanos: la material, o el soporte físico del mundo, lo marchitable y pasajero (la tierra); el aspecto intelectivo, trascendente, no necesariamente eterno en su representación, aunque sí en su esencia (el fuego); lo moldeable, lo adaptable o lo asimilable, lo vivificador (el agua); y, por último, lo invisible, lo necesario, lo interior y lo exterior, lo espiritual, aunque también lo efímero solo en un momento y en un mismo lugar (el aire).  
Pero, sin embargo, el pintor quiso antes que nada plasmar una alegoría de la abundancia. ¿La abundancia? ¿Qué es eso? No dejar de poseer o disponer de lo necesario nunca, según el propio término. Pero, si nos fijamos bien, los cuatro elementos no son abundantes. El pintor quiso relacionar la abundancia con los elementos. Sí, desde la propia óptica de lo preciso que son éstos, de lo necesario que son para vivir, es de comprender que la abundancia de ellos sería una creencia o un deseo propio de cualquier vida próspera. Pero, solo un creencia. Una alegoría... En la obra barroca de Brueghel veremos los cuatro elementos representados en el lienzo. Aunque, lo que más se verá será la abundancia. Es esta la contradicción. Pero el Arte es así, contradictorio..., como la vida. Los cuatro elementos están ahí, representados en la obra barroca, pero es la abundancia lo que más surgirá, esplendorosa, en las figuras, el paisaje o los frutos y animales del mundo. Ahí están los peces, los vegetales, el ganado, la caza...  
Todo abundará, todo se regenerará sin solución de continuidad en un universo perpétuo. Pero, no, no es así. Los elementos no son eternos. Y esa es la grandiosidad aquí del creador flamenco. Podremos criticar la composición de la obra, podrá gustarnos más o menos su color, su tensión estética, su luz..., pero hay algo en la obra de Jan Brueghel que no se verá tanto y determinará gran parte de lo que ella encierra..., y de lo que el Arte es capaz de ofrecer. La sutileza con la que el pintor compone los cuatro elementos es original. La tierra es la materia representada en toda figuración que la obra dispone: desde los propios seres físicos hasta los árboles, las plantas, la vida latente, la espectacularidad de aquella abundancia. El agua está localizada en un parte concreta del lienzo: la ninfa altiva que, con su caracola marina, depositará el líquido elemento sobre una tierra fecunda y bella, el río que, a la izquierda del cuadro, deslizará peces y fuentes de vida sobre ese paisaje. El aire es el cielo, que aquí apenas hará vibrar las prendas que la diosa volando muestra entre los brazos de un hombre. Y el hombre es Prometeo, el amigo de los hombres, el semidiós que transporta -como lo hace aquí- el fuego para alumbrar así la vida, los misterios o la apasionada voluntad del ser humano por desear todo aquello que no podrá entender sin empezar a creer en ello...
(Obras del pintor barroco Jan Brueghel el Joven: óleo La Abundancia y los Cuatro Elementos, siglo XVII; y óleo La Abundancia -una obra donde podemos observar la figura de una mujer con seis pechos, símbolo de la abundancia, una figura que, siendo grotesca no llegará a ser estridente ni ofensiva gracias al Arte de este creador-, 1625, ambas obras maestras en el Museo Nacional del Prado, Madrid; Detalle de la obra La Abundancia, 1625.)

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