Foto de Internet. Está desfasado, de Dos hemos pasado a Cien Españas.
Adolece lo hispano de una serie de taras históricas que no por más arraigadas son menos indeseables. Podriamos citar al aldeismo que sacude a los pueblos hispánicos y que sólo puede combatirse, por mucho que quieran verlo de otro modo nuestros gobernantes, con la fuerza. El aldeismo tiene a separar y por la fuerza se debe de unir so pena de, por una minoría irrisoria pero con gran fuerza, causar daños irreparables al resto que constituyen, desgraciadamente, la mayoría. También podríamos citar al cainismo. La lucha fraticida por el cual queremos siempre ponernos por encima de los demás sin pensar nunca el porqué estamos por debajo y mejorar de motu propio para subir, en lugar de perjudicar a los demás para hacerlos bajar. Es una de las causas de nuestro tradicional retraso y analfabetismo endémico, no sólo en España sino en todos los paises que tivimos la dicha de tocar. El hispano es envidioso y en consecuencia miserable, en lugar de mejorar, siempre pretenderá hacer empeorar a los demás.
La carencia de base.
Pero si en algo nos caracterizamos es en nuestro gusto extático por la falta de democracia y libertad. Llegados a ese punto son legión los que se escandalizaran aduciendo que hay de ambas cosas desde hace casi cuatro décadas en nuestro país y en la mayoría de los paises iberoaméricanos. Yo digo que, reflejando nuestra estadía democrática con la de paises de mucha más arraigada tradición parlamentaria cómo Reino Unido o Estados Unidos, estamos imbuidos en la más penosa de las dictaduras. La de nuestra propia e irrisoria ignorancia. Una democracia se supone que es el gobierno del pueblo. En nuestros totalitarios regímenes tenemos la dicha de elegir dictadores a varios niveles pero del gobierno popular no hay ni la sombra. Ahí están las miles de iniciativas populares deshechadas directamente por el Parlamento. Ellos suponen que saben más que nadie para rechazarlas mientras que los demás pensamos que, los que para nada sirven, son ellos mismos.
El caso es que seguimos siendo el mismo pueblo mediocre que éramos al principio del siglo XIX cuando nos vendían el constitucionalismo cómo el mal para todos los remedios de la patria. Antes de la Constitución de mil ochocientos doce, éramos un país poderoso, cuyo ejército temian nuestros enemigos, teníamos un imperio que se desgajó precisamente por esa Constitución y éramos siervos, sí, pero no mucho más diferentes que ahora. Después del Constitucionalismo a la española, emepzamos a conocer la gran lacra de la politicástria. Nos igualaron en papel mientras nos diferenciaban en la realidad. Empezamos a perder territorios en nombre de una libertad que nunca existió y el progreso de España fue en base a lo que nos dejaban avanzar los demás, según soplaran unos u otros vientos en la Europa profunda. Ni educación, ni sanidad, ni industria. Sólo constitucionalismo vacuo que aliementaba una nueva clase social dispuesta a sodomizar a la clase baja, una más.
Reinicio.
Así pues, en contra de lo que aseveraba Mariasno en el Debate sobre el Estado de la Nación, la solución pasa por recentralizar. No hay otra opción ante el impulso centrípeto que las regiones perífericas adoptan en un cada vez más claro y contundente ataque al la unidad del Estado. El hecho es que el bipartidismo que tan bien funciona en Estados Unidos está agotado en España porque al no haber listas abiertas, el ciudadano no ve claro votar a un tipo que, para nada, está mirando por el bien de su provincia o comunidad. La regeneración politicástrica de España no reside cómo, erróneamente plantean los grandes partidos, en activar un Tribunal de Cuentas que mire por los casos de corrupción, en claro cachondeo en la misma cara del votante, sino en cambiar sistema electoral, abolir feudos nazimbéciles, igualar a todas las regiones de España en derechos y obligaciones y redistribuir el sistema económico, social y jurídico para que un español sea, siempre, igual a otro.
Pero cómo ya nos ha enseñado la Historia de forma patética en más de una ocasión, politicastros incapaces y pueblo analfabeto en una cultura democrática juegan en contra de los intereses de los segundos mientras que apuntalan los intereses de los primeros. Máxime cuando la situación en nuestro país o en cualquier estado hispánico se polariza en función de izquierdas, que maximizan de forma evidente la estafa al pueblo y derechas que se afanan en dejar de parecer conservadoras para aparecer, una y otra vez, cómo una opción acomplejada, llena de indecisión y que no se sabe si mira por el bien del país o por su hundimiento en función del aire que sople en cada momento. Por ello la confrontanción está tan polarizada y las mentalidades tan pervertidas que, por mucho tiempo que pase seguiremos viendo a una u otra opción cómo salvadora de una situación echada a perder hace años y que no se arreglará por sñi misma a base de, cómo hacemos ahora, ignorarla.
División conjunta.
Nos seguimos engañando si seguimos creyendo en un sistema que se resquebraja por momentos atado a la lucha de entidades que ya no miran por nosotros sino por sus propios intereses a nivel económico y de relaciones internacionales. La globalización nos ha mostrado que no sólo dependemos de nosotros mismos sino de multitud de variante en las que cada uno dependemos del resto del Mundo para seguir adelante. España se ha quedado retrasada, el proteccionismo, la intervención estatal y las medidas erróneas y a destiempo han implicado un desfase del que no podemos rehacernos con instituciones obsoletas, un régimen electoral más propio del caciquismo que de un estado moderno y por supuesto de un sistema constitucional al que nadie hace caso, con un poder judicial plenamente politizado e inútil, un parlamento cuya representación sólo sirve para hacer la hornada al Ejecutivo y un poder Ejecutivo que sólo haga lo que haga porque a él le parezca más. Dividir es un arte y, en España, lo hacemos divinamente.