Revista Arte

El Arte embellece a veces la Historia, otras justifica la verdad inventada, ésta más auténtica y sentida

Por Artepoesia

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Cuando la zarina rusa Isabel I falleció, sin descendencia legítima en 1762, dejaría el trono ruso a su sobrino Pedro III. Éste acabaría siendo derrocado más tarde por su ambiciosa e infiel esposa, la gran zarina Catalina II. Todo se desarrollaría sin grandes sobresaltos gracias a la intervención de los hermanos Orlov, Grigori su amante y valedor, y Alexei Orlov su paladín más atrevido. Pero, como en otras ocasiones parecidas siglos después, una mujer se presentaría en París reivindicando la heredad del trono ruso. En 1772 la hermosa joven Aly Emeté Vlodomirskaya acabaría afirmando que en realidad era la princesa Aurora Tarakanova.
La bella princesa poseería un documento, al parecer el testamento secreto de la zarina Isabel, el cual le otorgaba el derecho al trono por ser su descendiente, única hija habida -al parecer- entonces con el conde Alexei Razumovski, consorte-amante de Isabel I. Por esos años, 1770, París era refugio de los polacos desterrados por Catalina II, y, al conocer la existencia de una posible opositora, no dudaron en apoyarla. Cuando ésta tuvo noticia de la princesa -su posible prima política- envió a Alexei Orlov para traerla como fuese a San Petersburgo.
El audaz y atrevido aventurero Orlov quedaría incluso con ella una vez, después de seducirla amable y románticamente en Italia, en la toscana y litoral Livorno. Tarakanova no pudo resistirse a sus encantos, y quedó enamorada de él. Éste le pediría, además, en matrimonio para atraerla sugestivamente a su barco, un buque ruso amarrado al puerto livornés. Una vez en el barco, territorio ruso, ella no podría escapar. Partieron entonces hacia San Petersburgo, donde la zarina la encarcelaría decidida.
Fue encerrada, en la primavera de 1775, en una de las mazmorras de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, situada a las mismas orillas del caudaloso y peligroso río Neva. Allí, abandonada a su suerte, padecería momentos terribles, angustiosos, hasta que una tuberculosis fatal la debilitara tanto que acabaría con su vida en diciembre de ese mismo año. Sin embargo, el Romanticismo ruso del siglo XIX la retrataría orgulloso, como si de una heroína se tratase, víctima despiadada de las veleidades y crueldades del absolutismo real. El pintor romántico Konstantin Flavitski la pintaría subida al lecho de su cárcel, en una de las crecidas más espantosas que asolara el Neva a la fortaleza. Así, desolada y vencida, totalmente perdida y abatida, entregaría Tarakanova su vida, sin salvación, a las heladas y traicioneras aguas.
Sin embargo, nunca crecida alguna se produciría en ese, ni en el siguiente año, en el río Neva. El aumento trágico de sus aguas sucedería en 1777, dos años después de fallecer la princesa Tarakanova. Pero, esto no importaría al Arte, ni a su glosa épica, o enaltecedora, del momento dramático más encumbrador de emociones poderosas, esas -únicas- que llegan al alma de los seres que desean, ahora, apreciar la entregada vida a manos de un poder injusto, hasta sacrílego incluso, por la debilidad de una belleza joven y malograda cruelmente. La realidad entonces no fue útil para acometer el sentido auténtico, aunque de auténtico entonces sólo tuviera el sentido.
Otro creador ruso, años más tarde, trataría de llevar la realidad sin embargo a niveles indecentes con la emoción, pero absolutamente fieles a lo acontecido. Tanto, que hasta los oficiales rusos quisieron prohibir alguna de estas obras tan gráficamente crudas, tan verídicamente crueles. Vaslily Vereshchagin no dudó en retratar la triste -pero nada emotiva ni épica- realidad de la guerra y sus sufrimientos con los seres. Al Arte aquí no le importaba, ahora, el gesto dramático inventado o siquiera la semblanza estética buscada frente, sin embargo, al mensaje más aséptico, más real, sin añadido artístico que lo matizara, sin más valor que el documento auténtico de lo que es.
Con el Arte se consigue todo esto, retratar lo sórdido, lo verídico, lo terrible y lo acongojador. Pero, también, lo excelso, lo dramáticamente épico, lo justamente enaltecedor de emociones, aunque éstas sean provocadas por la manipulación real de lo que expresan. Todo esto es posible con la sutilidad artística de lo representado. Todo; hasta la belleza encerrada a medio camino entre la realidad y la emoción, entre la crudeza y el virtuosismo artístico. El pintor ruso Feder Bronnikov lo consigue. En su obra Los crucificados de la antigua Roma, entre las trazas de un escenario verosímil, entre las duras realidades de la Historia antigua, aparece sin embargo la subyugación de la escena emotiva, de esa emoción artística encumbradora además de otras sensaciones, estas ahora más geniales, más estéticas, más humanas e históricas. 
(Óleo Muerte de la princesa Tarakova, 1864, Kostantin Flavitski; Retrato de Kostantin Flavitski, 1866, del pintor ruso Fedor Bronnikov; Fotografía de la Fortaleza rusa de San Pedro y San Pablo, a orillas del río Neva, San Petersburgo, Rusia; Cuadro La apoteosis de la guerra, 1871, del pintor ruso Vasily Vereshchagin, Moscú; Fotografía del pintor Vasily Vereshchagin, 1902, de la fotógrafa americana Frances Benjamin Jonhston, 1864-1952; Pintura de Vasily Vereshchagin, Requiem por los muertos, 1874, Moscú; Óleo Ataque inesperado, 1871, Vasily Vereshchagin, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo Los crucificados de la antigua Roma, 1878, Feder Bronnikov.)


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