Masaccio, autorretrato
La repentina fiebre museística es un síntoma de la grave enfermedad que padece el arte plástico contemporáneo. Antes se guarnecían en los Museos trozos vivos de la historia del arte. Se entraba en ellos con el mismo respeto y reverencia que a los templos, porque allí moraban las hermosas reliquias de otros tiempos, como respuestas bellas a las interrogaciones permanentes de los hombres. No eran mausoleos porque nada de lo que en ellos se presentaba estaba muerto, salvo los cuerpos fallecidos de los artistas. Eran espacios reservados a la inmortalidad de sus obras, a la vida de sus espíritus.
Hoy se ha invertido la adecuación del arte a la vida. Se producen obras de arte al margen de las inquietudes humanas para que, sin recordar las
oscuridades de la realidad social y personal, la historia de los Museos parezca viva poniendo en ella las firmas de autores vivos.
La noción de inmortalidad carece así de sentido genuino. Ahora se esculpe, se moldea, se pinta y se fotografía en tamaños que sólo caben en salones del Estado o en salas habilitadas para esa finalidad en los nuevos Museos. Los artistas suspiran por verse colgados en vida de un clavo estatal o de un cordel museístico. Antes de morir, tienen ya alma desesperada de ahorcados.
La elección del tema por el cliente, que tanto contribuyó a la variedad de la belleza renacentista, era más conveniente a la libertad del arte creador que la elección del asunto por el artista, en consideración a los gustos y preferencias de un prototipo de cliente, con fondos reservados, apasionado por lo grande y lo secreto. Sin las turbias fuentes de financiación de la producción artística, no habría podido triunfar en el mercado el arte abstracto o experimental que decora las mansiones de los nuevos ricos y los museos o palacios de los guardadores de secretos de Estado.
Pero el arte auténtico carece de destino y el interés por la obra estética es liberal. En su fase creadora, el arte no tiene motivos ulteriores y concluye en sí mismo. Por eso ha resultado ser una barbarie retrógrada dejar el discernimiento de lo bello y de lo interesante en el arte moderno en manos de especialistas en crítica artística.
No puede ser juicio de una especialidad lo que se antepone en universalidad a la religión y a los sentimientos de dominación. Más unitario que las religiones, más representativo que las acciones políticas, menos decepcionante que las ciencias, el arte ha sido a fin de cuentas mucho más afortunado en la historia de la humanidad que las experiencias de las Iglesias y de los Estados.
Donde compiten las bellezas y los misterios del arte auténtico, mejor aún que en los juegos del cuerpo, todo debe ser olímpico y sincero. El árbitro que en el paso de los siglos selecciona a las obras vencedoras no está en los criterios momentáneos del gusto, demasiado apegados a las convenciones estéticas de cada época, ni en el conocimiento crítico de los expertos, demasiado dependientes del mercado, sino en la exclusiva capacidad expresiva de la propia obra para mostrarnos la verdad intuida o el valor propuesto que no podemos encontrar en otros campos de la experiencia.
Sólo en este aspecto regenerador de otros ideales prácticos, se puede pensar que el arte ha fracasado tanto como la religión, la ciencia, la técnica y la política. Pero en tanto que mejoría de la vida cotidiana, en tanto que consuelo placentero de las atrocidades mundanas, el arte escapa por principio al dominio de los especialistas.
A.G.T.