Cuando Gustav Klimt ideara plasmar en un lienzo modernista la visión que él tuviese sobre el ciclo de la vida humana en diferentes edades, realizaría un primer boceto en el año 1908 de su obra y, luego, sería llevado a un óleo finalmente durante el año 1910. Hasta presentaría la obra (ignoro cómo sería esa obra original) en la Exposición de Arte de Roma del año 1911, recibiendo incluso una medalla de oro la obra por entonces. Pero, por razones que se desconocen, modificaría la pintura en el bélico año de 1915. Aunque ahora, tal vez, se pueda elucubrar que el pintor simbolista austríaco compusiera originalmente sólo la parte derecha del cuadro, esa donde se representaban las figuras de los diferentes estadios vitales de un ser humano en sus distintos momentos, emociones o semblantes existenciales. Y, luego, con el avasallador surgimiento de la terrible guerra europea de 1914 el creador modernista, desengañado así por el cruel enfrentamiento, incorporase en un lienzo definitivo, además de aquella inspiración de antes, la siniestra y coloreada figura desolada de la muerte. Pero también ahora, donde inicialmente su pintura tuviese un fondo dorado más propio de su estética, se oscurecería a cambio con un gris confuso y macilento, matizando así el contraste tan oscuro y necesario de la definitiva obra. Así que ya la acabaría titulando, sin complejos, Muerte y Vida. ¿Es que sería este el único ciclo a considerar ya, la muerte y la vida, mucho más que aquel otro existencial, tan solo por entonces con la vida? Con la experiencia del sufrimiento de la odiosa guerra mundial el pintor entendería que, en ese momento trágico de exterminio tan cruel, su época realmente, esa en la que ahora viviría sumido, el único ciclo posible a representar era ya, muy convencido el pintor entonces, este de ahora y no sólo el otro de antes, aquel de la vida tan ingenua e incompleta con el despiadado mundo que él ignorase. ¿Calmaría entonces así su desolado ánimo el cuadro modernista que pintase? Tres años después de terminar definitivamente el cuadro meditado, el pintor acabaría falleciendo de la mortal gripe española en febrero del año 1918, nueve meses antes de finalizar aquella maldita guerra.
Entre las fervientes transformaciones que el Romanticismo hiciera en los creadores del Arte originarios del valle del Rin, de aquella antigua Confederación alemana del Rin, comenzaron ellos mismos por entonces, en los inicios del siglo XIX, un idilio maravilloso con el nuevo impulso salvador e innovador que Napoleón trajese por Europa. Pero, pronto descubrieron ellos las terribles desolaciones y vilezas que la guerra imperial napoleónica haría con los pueblos liberados ante sus aspiraciones tan ingenuas. El desengaño apareció entonces entre las sutiles representaciones artísticas de sus obras románticas. Como lo hiciera el pintor Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). Así que en el año 1816 se decidiría este pintor alemán por componer una obra mitológica que representaba la figura desolada de Ariadna en Naxos. La leyenda contaba cómo la famosa hija del rey Minos se escaparía de Creta con su amado héroe Teseo. Pero una mañana, después de haber arribado la noche antes ambos en la isla de Naxos, el héroe ateniense abandonaría para siempre a la ilusa y confiada griega. En la obra romántica de Kügelgen, la figura mítica de la joven cretense está ahora, simbólicamente, mucho más desengañada que asolada en su instante más trágico. Ese mismo sentimiento que los pintores románticos, como sus compatriotas desengañados, tuvieran al ver los desmanes y las afrentas que contra la vida y la libertad los ejércitos de Bonaparte ocasionaran en su tierra. La obra Ariadna en Naxos formaba parte, junto a otra obra suya (Andrómeda), de un conjunto representativo que expresaba el ciclo alegórico de los dolores y alegrías del propio destino humano que el pintor intuyese. Porque, como en el caso de la mítica Ariadna, el mundo obligaría a querer y desear antes todo aquello que, de un mismo modo sorprendente, acabaría luego por desengañarle para siempre. En la obra romántica estaría ahora oculta, bajo la pátina mítica de lo más grandioso, la verdadera intención estética del creador alemán. Así que, entre los encantamientos estéticos de la suave brisa de un Romanticismo útil, el mensaje de liberación y desengaño acabaría ya reflejado con la sutil metáfora artística ahora de un laberinto desvelado.
Porque esa es la mejor forma de calificar el Arte, un laberinto desvelado, cuando es utilizado así con el magisterio creativo de lo más inspirado. Es entonces la creación pictórica como un jeroglífico ingenuo por ser el Arte una forma comunicativa cuya ocultación, a veces, es una intención estética sublime mucho más que un hecho gráfico definitivo. No hay posibilidad de huir de la verdad del Arte que su representación ofrece, pero, a la vez, no hay manera de identificarla ni de determinarla tampoco con ninguna explicación ajena a su sentido más oculto. Puede tener miles, cientos de miles de sentidos, y nunca acabaría por dejar de tener la misma esencia artística premeditada. Para los creadores que viven su tiempo con la desesperación de un momento trágico único, la expresión de lo que pueden plasmar en un sentido artístico determinado siempre irá más allá de lo que representan con rasgos tan seguros. Las mejores obras de Arte no son las de desengaño, pero, sin embargo, siempre destilarán más emoción o sentido artístico profundo aquellas que, en su conato estético confuso, vibren ahora, acongojadas, las mejores muestras estéticas sublimes de una lúcida desesperación tan personal. Una tan desgarrada que pueda traspasar las fronteras del momento estético inspirado para llegar a apoderarse de un tiempo histórico mucho mayor. Es esta ahora la época vital que, culminada ya bajo la dura sensación de un instante estético malogrado, determinarán luego la forma en la que el mundo sea entendido por esas mismas mentes creadoras que tuvieran, también de un modo sorprendente, atisbada por entonces la cruda trayectoria atribulada de un destino asolador. Cuatro años después de terminar su pintura, cuando Kügelgen deseara una tarde visitar a un amigo suyo en Dresde, el también pintor romántico Caspar David Friedrich, en el oscuro camino que le llevara desde Loschwitz encontraría lamentablemente la muerte el pintor desengañado, asesinado ahora por un ladrón tan despiadado como aquella mítica desesperanza tan desengañada de su obra.
(Obra simbolista del pintor Gustav Klimt, Muerte y Vida, 1915, Leopold Museum, Viena, Austria; Óleo Ariadna en Naxos, 1816, del pintor romántico Franz Gerhard von Kügelgen, Galería de Museos Estatales de Berlín.)