Revista Arte

El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones.

Por Artepoesia
El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones.El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones. El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones. El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones. El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones. El Arte es la aprehensión de la naturaleza auténtica de las cosas tanto como de la naturaleza auténtica de las propias impresiones.Lo más cierto, lo que produce más certidumbre a un espíritu desolado, es lo que no existe. Lo que menos existencia tiene, dada la propia inexistencia material o consistente de todo singular espíritu humano. La mayor certidumbre, por tanto, partirá de lo que no tiene vida. Como el Arte. Como todo aquello ideado o creado por una mente inteligente, sensible y temerosa, que, sin embargo, no alcanzará a comprender cómo desde la sutil vida vigorosa, desde lo más poderoso y perceptivo de la existencia misma, no se consigue más que decepción, insatisfacción o caduca desesperanza. Y, entonces, ideará el ser un subterfugio para exorcizar todo eso; para no tener que preguntarse, realmente, nada de lo que su razón sea incapaz de entender por sí sola. Algo que nunca le cuestione ni le delimite, ni le violente ni le destruya, ni le ignore. Un artificio que represente parte de lo que la vida, supuestamente sublime, disponga a trozos fragmentados y efímeros: la belleza más fugaz y deletérea de un universo incognoscible
¿Por qué la belleza? Inicialmente la belleza fue una abstracción, cuando no una utilidad material para adornar esa etérea belleza. En la cultura egipcia, la más antigua de Occidente, descubrieron pronto la utilidad de la belleza. Cuando los faraones quisieron descansar en su eterna morada transitoria, sus arquitectos idearon una estructura colosal tan equilibrada como fascinante. Todo, desde su propia escritura hasta las representaciones pictográficas monumentales, tendría un cariz sostenedor de una idea mucho más grandiosa, invisible a veces, traducida otras, pero que no alcanzaría a generar ni una moral filosófica ni una verdadera religión estructurada (salvo el pequeño periodo de Amarna con el faraón heterodoxo y su único dios monoteísta). Por eso la cultura occidental (llamada mejor así que como cultura europea, ya que aquella fue consecuencia histórica tanto de una semilla griega, europea propiamente, como de un bagaje semita trascendental, originado en la zona más occidental del continente asiático, Judea) comenzaría realmente con la abstracción de la belleza. Una belleza, por un lado, trascendente, espiritual, acogida con la revolucionaria conjetura de lo único, de lo Uno, de lo singular, aquel monoteísmo mesiánico de Moisés; y, por otro lado, el pensamiento más sofisticado ante la eterna pregunta de los hombres, el poderoso advenimiento de la filosofía griega, tan materialista como idealista. De la fusión de las dos culturas nacería Europa. De la obstinación por vislumbrar esa belleza abstracta tan poco prodigada y manifiesta nacería el Arte. De la máxima evangélica judeocristiana el camino, la verdad y la vida, se pasaría a la máxima estética griega la verdad, el bien y la belleza. En ambas se compartiría la verdad como piedra angular de cualquier teoría, sagrada o profana, ante el mundo y sus misterios. Pero, sólo la belleza se asociaría a la verdad en la senda estética que el mundo griego iniciara en el siglo V antes de Cristo. 
Cuando en el siglo XVI el manierista Giorgio Vasari dejara su mano libre y espontánea ante el lienzo arrebatador que deseara componer, crearía una representación de la caída de Cristo en su camino hacia el calvario. En 1565 el Manierismo triunfaba exultante. ¿Era eso la belleza? ¿Era esa la belleza que Leonardo o Rafael habían pintado muchos años antes? No tenía nada que ver. La perspectiva se cambiaba, las proporciones se alteraban; los colores, incluso, se pronunciaban desgarradoramente frente a un escenario aglutinado de formas humanas superpuestas o sin solución de continuidad. No era la belleza renacentista, era otra. Pero era belleza. Sin embargo, había algo más en esa tendencia estética tan revolucionaria: se había vuelto a representar la abstracción, ahora de una forma sutil, encubierta por la misma distracción plástica de la peculiaridad estética de esa tendencia. En la obra manierista de Vasari, Cristo mira a una mujer que sujeta un lienzo blanco. Con ese tejido pretende la mujer enjugar el rostro ensangrentado de Jesús. Consecuencia de ello, la figura del semblante de Cristo quedaría impresa en ese paño para siempre. El hecho no se relata en los evangelios, sin embargo. Al parecer, en el siglo VIII los primeros cristianos idearon una leyenda propicia para elaborar una reliquia poderosa, la más poderosa: la imagen sagrada real del propio Jesús. Así que la mujer del mito sagrado se acabaría denominando Verónica, del latín vera icon, imagen verdadera. Aunque otra interpretación llevaría a denominar a la mujer Berenice, del griego Ferenice, portadora de victoria. En uno latino, de expresión naturalista: verdadera imagen; en otro griego, de nombre judío, expresión abstracta en este caso: un símbolo de poder, de éxito o de victoria. 
En la historia del Arte han habido dos pueblos que han contribuido al Arte de un modo muy característico. Uno lo fue el italiano claramente, con los movimientos estéticos clásicos más elaborados de la expresión artística más verosímil, menos abstracta, más terrenal, aunque por supuesto desde presupuestos también trascendentes o espirituales. Pero ha habido otro pueblo, que además ha participado de dos influencias continentales de un modo claro, la europea y la asiática, y que ha desarrollado una espiritualidad específica muy acusada, una abstracción muy especial, en su representación estética a lo largo de poco más de hace dos siglos aproximadamente, el pueblo ruso. Cuando los italianos se cansaron de la estética manierista, volcaron entonces sus anhelos pictóricos en un extraordinario alarde de perfección sincrética, materializado en la Escuela boloñesa. Entonces descubrieron la belleza claramente... El pintor boloñés Guido Reni la representaría en sus rostros femeninos más elaborados de grandeza pictórica clásica, y lo haría además como consecuencia de aquel terremoto estético que fue el roce entre el manierismo del siglo XVI y el barroco del siglo posterior. La belleza dejaría de ser por entonces una abstracción para convertirse en una realidad plástica definida y excelsa. En su óleo Retrato de dama como una sibila, del año 1640, observamos la mejor muestra de una belleza que no representa más que belleza: ni es una heroína, ni es una santa, ni es una mujer reconocida, tan sólo es belleza. Doscientos años después de elaborar ese lienzo Reni, nacería en Rusia (región entonces de Ucrania) el pintor Henryk Siemiradzki. El alma rusa, si es que los pueblos disponen de algo denominado así, es fundamentalmente romántica. Por eso, solo a partir de comienzos del periodo romántico en Europa el Arte ruso alcanzaría todo su sentido estético más primoroso. En su obra clásica del año 1887, ¿La joven o el jarrón?, el pintor ruso consiguirá expresarnos una dicotomía que el Arte llevará desde entonces en sus entrañas más profundas. 
La obra es extraordinaria en su composición, tan clásica como romántica. En un escenario de la Roma antigua, un aristócrata romano se plantea ahora el dilema de qué elegir, o una joven esclava muy hermosa o un elaborado jarrón representando alardes victoriosos y sofisticados en su diseño abstracto. En la representación de la obra observaremos el decorado espléndido de una estancia rodeada de belleza, tanto material como artística: esculturas, tapices, objetos, muebles, etc. Es como una metáfora, es como una extraordinaria metáfora para poder expresar la compleja descripción del concepto de belleza en nuestro mundo civilizado. Pero, había que elegir... Sin embargo, años antes, el también pintor ruso Karl Briulov (1799-1852) alcanzaría a mostrarnos la belleza de una forma tan clásica como sublimemente original, tan reconocida como definitiva. En su óleo Amazona, presentado en el año 1832 en la Academia de Brera de Milán, el pintor ruso obtuvo la representación, casi divinizada, de la belleza humana más pagana, terrenal y poderosa de cuantas se hayan compuesto antes. Subida en un caballo arrebatado de fiereza, la modelo femenina portadora de la figura más consagrada de belleza se mostrará ahora segura, hierática, firme, poderosa y serenamente hermosa. La composición es genial, comparada a las grandes composiciones barrocas más geniales del Arte europeo. La admiración de la pequeña niña hacia la belleza que mira es paradigmática de una visión trascendental; esa misma o parecida que llevará desde los albores primitivos del ser humano hasta el desarrollo más abstracto de un romanticismo hiperbólico y revolucionario. Catorce años después de que el pintor ruso Henryk Siemiradzki pintase su expresivo cuadro romántico, casi decadentista, el pintor ruso Kandinsky componía su obra Otoño. Ahora el mundo retornaba a aquella prolífica exaltación de los colores manieristas frente a las formas más clásicas. El sentido material de belleza se comenzaría a definir de otro modo muy distinto a como nunca antes. La belleza comenzaba a difuminarse ante la victoriosa celebración más abstracta de la representación artística de comienzos del siglo XX. Ya no era necesario ver la belleza para poder definirla. Ya no era necesario acceder a ella, ahora bastaba con que la impresión de uno mismo fuese suficiente para poder describirla sin menoscabo... ¿Sin menoscabo? Veintidós años después de su obra Otoño, Kandinsky crearía su prodigiosa obra abstracta más significativa, En blanco II. Ahora, una obra abstracta que ya no representaría ninguna definida forma de belleza auténtica de las cosas, sino tan sólo su sentido más elaborado de distinción de las formas y de su sentido más trascendente, casi espiritual. Ese mismo sentido que, tal vez, los egipcios descubrieron hace unos cuarenta y cuatro siglos antes cuando pensaran que lo importante no formaba parte de las cosas de este mundo, sino de las de otro; un mundo que, mentalmente, acercaría mucho más la idea de necesidad imperiosa de belleza... con la misma belleza.
(Óleo Amazona, 1832, del pintor romántico ruso Karl Bruilov, Galería Tretiakov, Moscú; Pintura manierista Cristo cargando la cruz, 1565, del pintor italiano Giorgio Vasari, Spencer Museum of Art, Kansas; Óleo barroco Retrato de dama como una sibila, 1640, del pintor italiano Guido Reni, Spencer Museum of Art, Kansas; Cuadro ¿La joven o el jarrón?, 1887, del pintor ruso Henryk Siemiradzki, Colección Privada; Óleo Otoño, 1901, del pintor ruso Kandinsky, Museo de Arte de Munich; Pintura abstracta En blanco II, 1923, del pintor ruso Vasili Kandinsky, Museo de Arte moderno de París.)

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