Revista Cine

El arte frente a la naturaleza: Fitzcarraldo (1982)

Publicado el 11 marzo 2013 por 39escalones

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Resulta prácticamente imposible entender el fenónemo cinematográfico de Fitzcarraldo (1982)  sin partir de la apasionada relación de amor, odio, locura y violencia existente entre su director, Werner Herzog, y el actor más reconocible y característico de su cine, el psicópata Klaus Kinski. Una historia de raíz psicológica o, como ya hemos apuntado, psicopática, que descansa tanto en las tendencias obsesivas del cineasta como en los ataques de demencia, más o menos controlados, más o menos impostados, del actor. Esta enfermiza dependencia mutua hace que, por un lado, Herzog abomine de las experiencias cinematográficas vividas junto a Kinski, mientras que, por otro, Kinski era siempre su primera opción en la confección de los repartos (excepto en Fitzcarraldo, para la que Jason Robards y el cantante Mick Jagger fueron las preferencias de Herzog que, una vez frustradas ambas, recurrió, con acierto, a su fetiche para confeccionar la que para sí mismo y para la gran mayoría de su público sigue siendo su mejor película). Esta ambivalencia, esta doble naturaleza de atracción y repulsión, es narrada por el propio Herzog, a través de las cinco películas compartidas por ambos, en su recomendable documental Mi enemigo íntimo.

Establecido este punto de partida para un visionado más enriquecedor y una más global comprensión de la temática y la narrativa de la película y de las implicaciones de su protagonista, Fitzcarraldo se presenta como una extraordinaria experiencia cinematográfica que aúna una gran belleza plástica en el retrato de los espacios naturales de la Amazonia peruana con un visceral relato de una aventura personal, de un loco empeño puesto en práctica en contra de los elementos, del tiempo, de la geografía y de la razón, comandada por un iluminado, una especie de visionario, capaz de contagiar su locura de forma entusiasta y de lo que ya no es tan frecuente, de la consecución de su sueño por encima de todas las dificultades. Pero si la relación real entre Herzog y Kinski permite señalar el punto inicial para el asentamiento de la historia que narra Fitzcarraldo, el propio desarrollo del rodaje imprime un valor añadido al significado de esta aventura: Herzog, como su personaje, convirtió su propia película en un empeño faraónico, en una lucha a vida o muerte contra todo y contra todos, debiendo afrontar durante el rodaje en la selva peruana todo tipo de dificultades, reveses y riesgos, incluidos la presencia de serpientes venenosas, los accidentes, las nubes de mosquitos, las lluvias torrenciales, los corrimientos de tierras y de barro que afectaron a los lugares del rodaje, así como la extremadamente dificultosa experiencia real, contada en la película con grandes dosis de realismo gracias a su puesta en práctica auténtica por parte del equipo de rodaje, de la traslación desde un río, montaña arriba y abajo, de un barco de vapor, hasta poder desembarcarlo en otro río paralelo.

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A toda esta problemática, indisoluble de lo que debe ser la puesta en marcha de una filmación tan compleja, hubo que añadir los constantes ataques de locura de Kinski, su comportamiento anárquico e imprevisible, sus gritos, sus arranques violentos, sus agresiones a miembros del equipo, sus continuas amenazas de abandono del rodaje, el reto constante a la autoridad del director, todo un despliegue de inestabilidad mental que supo contagiar adecuadamente a su personaje, que, sin embargo, conserva un rasgo de ingenuidad y ternura que, desde luego, resultaba mucho más difícil encontrar en Klaus Kinski. La película posee no pocos rasgos de esa locura en su personaje principal, pero también en su desarrollo, delante y detrás de la cámara: Brian Sweeney Fitzgerald, llamado “Fitzcarraldo” por los indígenas peruanos a causa de su dificultad para pronunciar los nombres extranjeros, es un excéntrico y extravagante hombre de negocios que ha dilapidado su tiempo y su fortuna en la puesta en marcha de ruinosos proyectos, el último de ellos una fábrica de hielo. Enamorado de la ópera, y tomando el ejemplo de la ciudad brasileña de Manaos, puerto fluvial imprescindible en la ruta del Amazonas, cuya prosperidad se trasladó a un prominente desarrollo urbano que incluyó un rico y ornamentado teatro de la ópera al que acudieron a cantar algunas de las principales figuras del panorama internacional, Fitzcarraldo se propone conseguir lo mismo en la ciudad donde está afincado, Iquitos, en la Amazonia peruana. Para ello cuenta con la ayuda de Molly (Claudia Cardinale), que regenta una casa de “señoritas” y que pone sus ahorros al servicio de las insensatas empresas de su socio y amante. Como con la venta de hielo resulta imposible financiar su proyecto de construir un teatro de la ópera en Iquitos, Fitzcarraldo no tiene más remedio que apuntarse al negocio de explotación del caucho, que ha generado alguna que otra fortuna particular en la zona y una continua rivalidad entre los terratenientes. Su problema: que la única zona libre de explotación, el lugar donde a otros no les ha salido rentable siquiera intentar establecer una factoría a causa de la violenta oposición de los indígenas y la imposibilidad del gobierno para ofrecer la debida protección, se encuentra muy lejos, río arriba, en un estratégico triángulo situado en una lengua de tierra conformada por los caprichos geológicos que han llevado a dos afluentes paralelos del Amazonas a acercar sus curvas hasta casi tocarse, mientras que en el resto de su curso corren alejados, ajenos, desconocidos el uno para el otro. Fitzcarraldo, gracias a su intransigencia (se trata realmente de un integrista, de un fanático de la ópera, que corrige títulos, datos, detalles erróneos formulados en su presencia y que no contempla otro futuro vital que llevar a cabo su pasión en todos sus aspectos), a su osadía y también a su candidez, triunfa allí donde otros, terratenientes, gobierno e Iglesia, han fracasado, merced a un plan enloquecido puesto en práctica con ayuda de una infame tripulación, que aprovecha cualquier ocasión para insubordinarse o incluso desertar, y de los indígenas, que se reconocen en su ingenuidad, en su pura inocencia casi de colegial, y que se aprestan a colaborar con aquel extraño individuo de pelo pajizo que les lleva esas mágicas melodías escupidas a la selva desde un megáfono a todo volumen con la voz de Caruso embelleciendo más, si cabe, la hermosura natural del bosque húmedo tropical.

Con algunas secuencias de mérito a lo largo de sus dos horas y media de duración, tanto desde el punto de vista de la belleza visual (el barco surcando los poderosos brazos del Amazonas, su perfil, megáfono incluido, recortado contra la incipiente noche amazónica, o el propio Fitzcarraldo, vomitando a la ciudad su enérgica visión de futuro desde el campanario de Iquitos…) como en las secuencias de acción (el barco arrastrado a merced de los rápidos -episodio auténtico sufrido por Herzog y parte de su equipo que a punto estuvo de ocasionar una desgracia), la película destaca de forma inolvidable en dos aspectos: por la sobresaliente interpretación de Kinski, que trasciende más allá de sus propias debilidades mentales para conseguir dotar a su personaje de rasgos de humanidad, ternura e ingenuidad, y especialmente por su realista recreación, que no es más que la filmación documental de una operación llevada a cabo por los propios miembros de la producción, de la traslación del barco por la montaña para conseguir el sueño de Fitzcarraldo, que no es otro que partir de Iquitos, remontar río arriba con el barco vacío uno de los ríos, transportar el barco por tierra hasta el otro afluente, cargar el caucho, y llevarlo tranquilamente río abajo de nuevo hasta el Amazonas y, una vez en él, hasta Iquitos.

Este loco empeño de Fitzgerald, convertido en aventura vital, en viaje iniciático, en reto para la posteridad, en demostración de su propio valor como hombre de negocios, y como hombre a secas, ante una comunidad que lo ha rechazado permanentenente a raíz de sus excentricidades, de su “romance” con una controvertida presencia femenina de la ciudad, de sus negocios fracasados y de sus iluminados arranques de entusiasmo en relación a los proyectos más rocambolescos corre paralelo y consustancial a la figura de Herzog y a su, igualmente surrealista, ingenuo e intransigente, proyecto de sacar adelante esta película, una aventura incierta y descabellada pero exitosa, narrada con minuciosa proximidad en el documental de Les Blank Burden of Dreams.


El arte frente a la naturaleza: Fitzcarraldo (1982)

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