Revista Arte
Justo a finales del siglo XIX el pintor clasicista británico John William Godward (1861-1922) se resistiría aún a desfallecer ante la impetuosa ola artística de la odiosa modernidad tan arrolladora. El Arte de la belleza estaba sucumbiendo por entonces, poco a poco, frente a una revolución estética que avanzaría ya tan decidida como la oprobiosa renuencia de la humanidad a reflexionar sobre lo auténtico. ¿Lo auténtico? ¿Cómo se puede pensar sobre algo que nunca ha existido ni se ha alabado ni se ha glorificado, sin embargo? Y no es ya la verdad sino lo auténtico. Porque la verdad no es lo mismo que lo auténtico exactamente, como la justicia tampoco es lo justo o la felicidad no es lo mismo que la satisfacción... ¿Qué habría sucedido para que la belleza se asociara a finales del siglo XIX con lo injusto o con lo insatisfactorio o con lo decadente? Tiene que ver con la propia naturaleza de la vida del ser humano, o mejor dicho, con su propia naturaleza humana. Porque ésta representará siempre a seres inconsistentes, volubles, codiciosos, pérfidos... o indecentemente egoístas. ¿Es una crítica pesimista o negligentemente desafortunada esta? No, es solo una realidad antropológica. Algo que es posible siempre revertir, sin embargo, con aquella famosa máxima romana que decía: no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. En la antigua Roma, el emperador Alejandro Severo (208-235) ordenaría grabar esa frase latina en su propio palacio y en los monumentos públicos de la ciudad. Había sido elevado a césar con tan sólo trece años dominado por su madre y su abuela tiránicas, pero su carácter tranquilo y su tolerancia religiosa no pudieron evitar, sin embargo, que sus propias legiones acabaran con su vida en Germania poco más de diez años después. La autenticidad, entonces, ¿qué es? Es el respeto a lo ajeno desde la actitud de un mismo respeto a lo propio. Justo lo que el Arte de la belleza hace consigo y con los demás.
Pero sólo nos lo enseñará, nos lo muestra así desde sus propósitos estéticos alejados, entusiastas, conmovedores, serenos, proporcionados, consistentes y eternos. Sin embargo, no satisface siempre porque no sintoniza la belleza con una condición propia de la naturaleza humana. Los seres humanos tienen una raíz animal neuronal que proviene de su inevitable conexión con el entorno desasosegado y con su impronta competitiva por sobrevivir. Es algo inconsciente que se hace poderoso y que para soslayarlo no bastará la formación sino el desagravio. Pero el desagravio es imposible porque nuestro mundo, nuestro entorno, es incompatible con él. Todo es un agravio al nacer y vivir en un mundo aleatorio, insensible, desolado, injusto... Por eso nació la belleza artística, para recrear lo que, al mismo tiempo, también la vida encerraba entre los pocos instantes de ternura o de emoción que lo humano provocaba. Esa dualidad de la naturaleza humana se convirtió en la excusa para construir una civilización necesaria. Y en ella la belleza sería una de sus características evolutivas más inspiradas. Tanto lo fue que el ser humano se acabaría acostumbrando a la incongruente existencia de una belleza artística con su propia naturaleza criminal o maliciosa. Así empezaría el desdén, la desafección o la renuencia o la desconfianza hacia la belleza. Cuando el pintor Godward, arrebatado de una necesitada emoción por fijar eterna la belleza, tuviera ocasión de reproducirla con la forma exagerada de una glorificación tan estética, compuso aquella impronta primitiva de aquel instante tan sublime de armonía tan poderosa. Para poder hacerlo contaría por entonces con la colaboración de su mejor modelo, la hermosa actriz Ethel Warwick.
Ethel había nacido en 1882 en el centro de Inglaterra y desde muy joven quiso ser artista. Había contribuido con su belleza a la creación de obras de muchos pintores impresionistas o clasicistas que, a finales del siglo XIX, balbuceaban perdidos entre una representación armoniosa e innovadora o una exaltación elogiosa de belleza. Fue Ethel Warwick el paradigma perfecto para comprender la contradicción de la belleza. Ella la poseía de una forma tan natural, ajena y desenvuelta que no se correspondería, sin embargo, con un mundo tan desalmado para poder glosar, con ella, con la belleza, una serena comprensión de su necesidad, de su fragilidad o de su evanescencia. Todo empieza por la contradicción de un mundo despiadado. Para expresar una forma de estar en el mundo comenzaría ella a vender su belleza a los mismos artistas que, sin embargo, plasmaban esa misma belleza para representar con ella justo lo contrario. Esa mercantilización de su belleza empezó ahí, y la llevaría luego a soportar el agravio desolador más infame de un mundo sin belleza. En el año 1906 se uniría en matrimonio a un actor para realizar una gira teatral por el mundo. Años después vuelve a Inglaterra y consigue hasta dirigir un teatro londinense sin mucho éxito. Se divorcia y, abrumada o confundida por su talento y su belleza, sucumbirá años después, en 1923, en una desesperada situación ruinosa. Acabará sus días a los sesenta y ocho años de edad en un asilo de ancianos al sur de Inglaterra. ¿Dónde radicará la expresión inequívoca de una glorificación exaltada de belleza? Sólo en el corazón interior más profundo del ser humano. Sólo en el único lugar desde donde cualquier mentira se convierte en una auténtica verdad.
(Óleo La carta (una doncella clásica), 1899, del pintor clasicista británico John William Godward, Colección particular; Fotografía de Ethel Warwirck, 1900.)
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