Revista Cine

El artista, de Michel Hazanavicius

Publicado el 13 febrero 2012 por María Bertoni

El artista, de Michel HazanaviciusAdemás del título, El artista de Michel Hazanavicius tiene otro punto en común con la película homónima que los argentinos Gastón Duprat y Mariano Cohn estrenaron a mediados de 2009: cierta velada intención de reflexionar sobre un rótulo que muchos se arrogan y pocos merecen. Por lo pronto, el film nominado a diez premios Oscar (y cuyo estreno local está previsto para el jueves próximo) propone una definición asociada al concepto de éxito comercial, y por lo tanto inseparable de un contexto de producción, marketing y consumo. De ahí la suerte que corre el protagonista George Valentin.

En principio, la irrupción de la voz en la industria del cine hasta entonces mudo se convierte en contexto propicio para discutir la vigencia del arte y de sus referentes. La resistencia al cambio y el avance de lo nuevo son los dos grandes fenómenos que articulan una definición nostálgica y otra atenta a toda innovación: la primera cuestiona la (in)conducta de un empresariado ávido de lucro y despiadado con aquellos empleados cuya vida útil considera terminada; la segunda descalifica y reprueba la actitud autista de aferrarse a un ayer que no admite posibilidad de superación.

Algunos espectadores tendrán la impresión de que Hazanavicius toma partido por la primera acepción. De ser así, Valentin representa al artista genuino, dispuesto a desafiar a los grandes patrones de Hollywood y a producir, dirigir, protagonizar su propia película (¿un ensayo de cine de autor?). Sólo el amor lo convence de ampliar un poco la mente y lo ayuda a recuperar su dignidad.

En las salas del siglo XXI, gran parte del público comparte esta añoranza por aquel pasado casi artesanal, ajeno a la serie de adelantos tecnológicos que vendrían después y que reducen el séptimo arte a mero entretenimiento audiovisual. La prueba de este sentimiento compartido se manifiesta en el furor internacional que un largometraje mudo, con todos los tics y características de entonces, provoca en plena “revolución 3D“.

Para otros espectadores, George se limita a defender un modelo de negocios que lo había convertido en galán estrella. Desde este punto de vista, el amor lo ayuda a recuperar la actividad -y eventualmente su condición de star- en una nueva rama de la industria que no le exigirá hablar (demasiado) pero sí bailar al ritmo de las bandas sonoras que desplazaron a las orquestas en vivo.

Así, esta coproducción franco-belga-norteamericana se sube a la cresta de la ola retro que también surfean La invención de Hugo Cabret y Medianoche en París, principales competidoras por el próximo Oscar a la mejor película. Las actuaciones de Jean Dujardin, Bérénice Bejo, John Goodman, James Cromwell, ¡el cameo de Malcolm McDowell! sobresalen en una propuesta original que no obstante habría gustado más si Hazanavicius hubiera explotado la ocurrencia de una afonía (socio)patológica sin recurrir al viejo truco de la pesadilla.

Quizás a este juego sí se habrían animado Cohn y Duprat.


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