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El auténtico terror rojo: El viyi (Viy, Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov, 1967)

Publicado el 10 abril 2023 por 39escalones
El auténtico terror rojo: El viyi (Viy, Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov, 1967)

Resulta de lo más reconfortante en estos tiempos de hipertrofia narrativa de contenido moroso y banal encontrarse con películas que cuentan tanto en tan poco metraje (78 minutos). A decir verdad, El viyi son en realidad dos películas que transcurren paralelas y relacionadas a partir de un tronco común, la fiel adaptación de un relato de Nikolái Gógol que aúna costumbrismo y terror, con el protagonismo difuso y remoto de una popular criatura demoníaca del folclore rural ucraniano, que ya sirviera de base para La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960). Dos líneas argumentales centradas en un personaje, el seminarista Khoma (Leonid Kuravlyov), estudiante de filosofía en la academia teológica de Kiev, y en su ambigüedad respecto a la fe, tema que constituye el nexo y núcleo principal de las historias. Durante un permiso vacacional, Khoma y dos compañeros, un estudiante de retórica y otro de teología, los tres más amigos de la juerga que del estudio, retornan a casa, pero se extravían en la oscuridad durante el gozoso viaje de regreso. Necesitados de alojamiento durante la noche, van a parar a la casa de una anciana que en primer término se niega a darles cobijo, puesto que es una casa pequeña y no hay sitio, pero que después accede a acomodarles: el retórico duerme en el interior de la choza, el teólogo en un armario vacío y el filósofo en un pesebre del pajar. Es justamente Khoma quien, en plena noche, recibe la visita de la anciana, pero lo que interpreta inicial y erróneamente como un grotesco juego de seducción por parte de una mujer decrépita y amojamada, se revela como una escalofriante e impensable realidad: se trata de una bruja que utiliza a Khoma para una de sus diabólicas ceremonias, que incluye un vuelo nocturno por los contornos con el estudiante haciendo de escoba humana. Solo a través de el recitado de cánticos, salmos y fórmulas de exorcismo, Khoma logra librarse de la bruja, pero tras el aterrizaje, defendiéndose de ella a golpes y dejándola malherida, el seminarista comprueba consternado cómo el cuerpo de la anciana se transforma en la hermosa fisonomía de una apetitosa joven.

El planteamiento fusiona así, como en el cuento original, el costumbrismo local con el relato fantástico y de terror. El carácter frívolo de Khoma y sus compañeros, la vida en el seminario, con el horror diabólico, contado, eso sí, desde cierto sentido del humor y no sin voluntad ciertamente paródica. Esa duplicidad temática y la ambigüedad de tono continúan el resto del metraje. De nuevo en el seminario, Khoma es llamado por el director, que le informa de que la hija de unos ricos cosacos que fue hallada en el campo, casi muerta, después de ser agredida a golpes, requiere sus servicios para su consuelo espiritual mientras agoniza. El estudiante se sorprende y sospecha de que pueda tratarse de la misma muchacha, la bruja rejuvenecida, pero pese a sus esfuerzos por escaquearse de la compañía de los aldeanos borrachines con los que debe hacer el viaje, llega a destino para comprobar que la joven ha muerto, y que la ayuda espiritual se transforma en la obligación, aderezada con el soborno de mil rublos prometidos por el padre, de velar el cadáver y rezar por su alma durante tres noches seguidas como marca la tradición. No solo se confirman sus intuiciones sobre la identidad de la fallecida, sino que los lugareños le narran truculentas historias sobre brujas que beben sangre, cortan el pelo de las mujeres para utilizarlo en rituales extraños, e incluso montan a jóvenes desprevenidos como si fueran escobas… Los episodios de la vida diaria de la aldea se alternan así con las tres noches de duelo, a cada una más terrible que la anterior, en las que Khoma, solo en la vieja iglesia medio derruida junto al ataúd descubierto de la muerta, rodeado de velas, no tiene más remedio que defenderse de sus miedos echando mano de su débil conocimiento de la doctrina y la liturgia, y encomendándose a Dios como mejor le da a entender, si bien nada evita que cada noche viva una serie de experiencias horripilantes que lo marcarán con una huella indeleble.

La película lleva el sello del experto soviético en efecto especiales Aleksandr Ptushko. Y aunque se circunscribe al más estricto realismo en su presentación de la vida en el seminario, en el campo y en la aldea, en el interior de la iglesia va conformándose progresivamente como un teatro del horror. Un increscendo nocturno en tres capítulos que alcanza su eclosión, desde los primeros actos de la bruja vampiro hasta los fantasmas, los espectros y los demonios que surgen de las paredes y que alcanzan el paroxismo cuando la bruja invoca al viyi, la mayor y más peligrosa de entre todas las diabólicas criaturas de su reino de las tinieblas. Aunque en lo formal la película se resiente de algunos efectos demasiado obvios (exteriores que no pueden pasar por interiores, círculos de tiza previamente marcados en el suelo para que Khoma pueda trazar su área de protección, pantallas de cristal que separa al seminarista de la bruja, el ataúd volador…) y también del, a fin de cuentas, no tan temible aspecto del viyi en cuestión (que resulta no ser para tanto, desde luego físicamente, y cuyo papel supuestamente decisivo y tremebundo queda bastante reducido a un capítulo mínimo aunque trascendental), donde se eleva es en su acompañamiento, el catálogo de diablos, fantasmas y bestias varias del más allá que progresivamente circulan por la iglesia, van llenando la pantalla y actúan a modo de séquito demoníaco en el impresionante escenario de una iglesia ortodoxa venida a menos, con su particular iconografía repleta de huevos peligrosos y oscuridades entre los resplandores de las velas.

Bajo su capa de película de aventuras entretenidas, pintorescas y aterradoras, la película despliega una capa de lecturas implícitas que conectan lo aparente con lo oculto, y que van desde la situación social de aquellos que, sin desarrollar un particular sentimiento de fe, se acogen al estamento religioso como medio de encontrar una profesión y garantizar su supervivencia y, como resultado, plantea, aunque desde una perspectiva ligera y poco solemne, problemas asociados a la culpa y al remordimiento, tanto por la responsabilidad derivada de los propios actos cuando afectan a terceros, como de la lealtad y la sinceridad debidas a uno mismo. Porque lo que Gógol y la película sugieren es que no hay mayor demonio, ni más terrible, ni más autodestructivo, que aquel que cada uno arrastra consigo.


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