Revista Arte

El baile de la vida, una gran pintura, o la apariencia de lo que no es.

Por Artepoesia
El baile de la vida, una gran pintura, o la apariencia de lo que no es.
Como una representación genial de la vida humana, Edvard Munch, el gran pintor simbolista noruego, crea La Danza de la Vida. Es extraordinario el cuadro, como toda su valorada obra. Aquí, el tema lo insinúa el propio título de la misma: el fluir de la vida en los seres. Cuando el pintor comenzaba su andadura artística, en su juventud, dejó ya escrito, con una no menos presuntuosa vanagloria anticipada, el sentido de lo que quería hacer con su Arte: Pintaré seres vivos que respiran, sufren y aman. La gente comprenderá el carácter sagrado de mi pintura, y se quitarán ante ella el sombrero como si estuvieran en una iglesia.
Pero, ¿qué deseaba expresar el autor aquí, con esta obra? En una playa, al anochecer, un grupo de personas adultas bailan emparejadas, excepto dos mujeres, al parecer. Las figuras del fondo, o no se ven sus rostros o apenas se perciben éstos. Sus movimientos, los del fondo, son rítmicos, se mueven alegres, cadenciados a alguna música dadivosa que les debe llegar. Están más cerca de la orilla, porque es una orilla del mar lo que parece que se ve. Éste refleja además la luz macilenta nocturna de la luna...
En el primer plano se sitúan dos parejas y dos mujeres solitarias; éstas opuestas en ambos extremos del lienzo. Entre ellas, dos parejas que bailan también, pero diferentes a las otras, a las que están más atrás. Más juntas están, menos briosas, casi sin moverse. Así, desde la izquierda, en donde aparece la mujer sola, vestida ahora con un alegre y algo floreado tisú blanco, hasta la derecha del todo, en donde está otra mujer sola, más quieta incluso que la anterior del otro extremo, no más, del todo ya detenida, menos joven, vestida de negro ahora, y con el rostro menos alegre aún. Pero, es que es la misma mujer, parece. Ahora algo más vieja.
La pareja central, principal, está unida más por otra cosa que por una sola danza. Se miran enfrentados de deseo, al parecer. Él la mira fijamente, ella parece que no mira. Viste la mujer un traje rojo, más largo, pero éste color debe indicar ahora la pasión que, en ese momento, reviste sin embargo la única pareja que, al parecer, la siente. Porque la otra pareja, un poco más allá y a la derecha, describe una escena diferente, él alegre y manifiesto, ella, aunque rehúsa conveniente, sostiene en su blanco tono de pareja la conspicua forma de seguir con él la danza.
Pero, ¿qué es entonces lo que pasa, aquí, en el lienzo? Parece que nos indica el transcurrir del tiempo en una danza. Sin embargo hay dos mujeres que no bailan. Sí, una es joven, una es blanca, otra marchita, negra, opaca. La vida, que pasa, y que pasa también por edades centrales, no solitarias. Todo lo que vemos, ¿es ahora, realmente, lo que pasa, lo que parece que pasa? ¿Podemos describir así, en la obra, tan claro ya el drama vital que lo acompaña? Porque el mar no es el mar, es un gran lago del norte noruego austral, porque la luna no es la luna, es el sol mortecino del atardecer veraniego austral. Porque, además, la mujer de rojo no tiene los ojos cerrados, no, los tiene bien abiertos, es él quien los entorna del todo ya. Lo que fundamenta claramente todo, son ahora las figuras solitarias de la misma persona en dos momentos diferentes de su vida. Una, la más joven, ahora solícita, que quiere abrazar la vida, que confía alegremente ya en lo que de la vida espera. La otra, más ajada, que no espera nada, que mantiene las manos juntas como lo único ya que puede mantener.
De un lugar al otro también, de un extremo a otro de las dos parejas juntas, se sitúan ahora la pasión y el amor; aquél más significativo que éste, más principal que éste, más terminal que éste, más hierático que éste, menos duradero, más confuso. Porque es eso lo que parece, ¿como la vida? ¿Fue ésto lo que quiso expresar el pintor? De seguro, lo que quiso expresar él fue lo inexpresable en la vida, lo que parece pero no es, lo que es y no parece. Así, como la vida. Todo eso, o nada de eso. Esta es la grandeza del cuadro. Ésa, la del pintor.
(Óleo La Danza de la Vida, Edvard Munch, 1895-1900, Museo de Oslo, Noruega)

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