La verdad que el artículo no dice nada que no sepamos, pero leer lo que el periodista vio da una gran sensacion de que este año mucha suerte vamos a tener que acumular para lograr algo, por supuesto Doc Rivers niega todo lo que se ha dicho de fractura en el vestuario, pero sólo con ver a los jugadores en la cancha nos hacemos una idea de cómo es el vestuario al término de los partidos.
Por último, deciros que por fin hemos tenido algo de suerte y que ante el empate por el pick 19 del draft, hemos salido vencedores y seremos el 19º equipo en seleccionar. Tan sólo pido que sea quién sea se le den opotunidades para demostrar algo y no ocurra como con Bill Walker.....
Ahora os dejo con el artículo extraído de Dobles Figuras.
-¿Problemas en el vestuario?-
Voy a invertir el orden esta vez. Porque nada me ha causado esta semana más fuerte impresión que ver de nuevo a los Celtics. Pero no por lo que se podría pensar. No por el mismo motivo que me hizo dedicarles toda una entrega a mi primera cita con ellos en New Jersey. Sino más bien por todo lo contrario.
Los Celtics visitaban New York este pasado martes. Y los Knicks venían de una gira que les había llevado a ausentarse de casa nada menos que doce días, lo que en un calendario como al que me he habituado es toda una eternidad. La mezcla era, pues, inmejorable. Se respiraba un gran ambiente en el Madison esa tarde.
Me suelo preparar para estas citas una serie de posibles entrevistas con los jugadores visitantes. Llevo además una cuartilla que actúa como entrevista tipo. Este género es más válido para tomar el pulso a un equipo que a un jugador en particular. El caso es que entre una y otra había armado hasta los dientes mi revólver de grabación.
Qué rotundo fracaso.
La sala de prensa mostraba bien pronto el revuelo de las grandes tardes. Luego de cruzarme con ese aire espabilado que se gasta Wojnarowski ocupé allá adentro mi habitual rinconcito y mucho antes de la hora bajé a pista. Había calado a Sergio sentado distraídamente en uno de los fondos. Le saludé. Nos dimos un abrazo y pasé a darle algunas de mis impresiones sobre la gira. El desastre de Portland, sus buenos minutos en Los Angeles y el complejo y algo incómodo tema Rudy. La charleta nos llevó como de costumbre a su futuro. Y más ahora que aprieta tanto.
Entre nosotros: no lo tiene claro. No todavía. Y la cosa se adivina tan frágil que pareciera que unos buenos minutos en lo que resta o dos noches de duro banquillo podrían precipitar la decisión a uno u otro lado. El caso es que agradecí la charleta. Se producía en un lugar y momento desacostumbrados. Y antes que verse interrumpida por el calentamiento lo fue porque un miembro de la organización le acercó hasta allí un paquete que contenía unos cómics. Sergio me pidió que se los guardara hasta el final del partido y así lo hice.
El siguiente punto era la caldera del vestuario verde. Antes pasé como es habitual a la sala de prensa a escuchar a D'Antoni y ver el estupendo moreno que en este despuntar la primavera lucía ya la radiante Cervasio. En esos minutos en que todos rodeamos al entrenador, siempre sentado junto a Tina y su cámara, suelo observar a dónde van a parar muchas de las discretas miradas de mis colegas. Y si la ocasión, la falda y la blusa lo merecen, suelen apuntar siempre a las mismas dianas. Y no me extraña. Sus piernas exhibían un deslumbrante brillo producto de alguna crema cuyo coste seguramente me permitiría comer unos tres meses. Y lo mismo el perfume, que nos mareaba a todos. Una de las cosas que nunca entenderé de cierto periodismo femenino es su empeño en incorporar la cosmética a un plano tan inconveniente para lo que en realidad nos incumbe.
Al entrar al vestuario la escena que uno encontraba movía de golpe a la idea de dispersión. Únicamente tres jugadores de los Celtics ya estaban allí. Uno era Marquis Daniels, a mi derecha; otro Rasheed Wallace, en una esquina; y en medio de la estancia, sentado en el suelo con las piernas abiertas, un Paul Pierce que atendía a la pantalla de televisión con el partido de los Knicks en Los Angeles y nos recibió con esa astuta sonrisa que siempre presenta. Una actitud que invitaba a pensar positivamente el resto de la velada.
Daniels y Wallace, ocupando rincones opuestos, enfundados en sus cascos y atendiendo a sus teléfonos, no levantaron la mirada ni una sola vez durante un buen rato. Mientras, Pierce intercambió desde el suelo un par de coñas con Bengtson y Schumann antes de levantarse y desaparecer de nuestra vista. El resto de la expedición ocupaba la trastienda y uno veía con cierta impaciencia cómo iban pasando todos de un lado a otro sin cruzar la puerta que los separaba de nosotros.
Marcell, el colega alemán, le echó arrestos y pidió audiencia a Wallace, que le respondió sin vocalizar con un balbuceo del que apenas capté un 'before'. Vamos, que no hablaría antes del partido. El chaval volvió a mi posición algo compungido y le dije que no temiera nada, que nada perdía de un tipo que si tuviera un poco de vergüenza devolvía el dinero saqueado a las arcas verdes.
A mi derecha Marquis Daniels seguía en modo autista. Sus ojos, como temía, aparecen extrañamente entreabiertos, como si fuera un individuo poco despierto. Y ni el más brutal de los cómicos parecía poder hacerle esbozar la sonrisa. Marquis ocupa una especie de limbo en ese vestuario. Y más ahora, que teme quedar fuera de la batalla que se avecina.
A metro y medio de mí estaba Michael Finley. Tengo que decir que Finley era aquella tarde mi objetivo principal. Estaba sentado en un aparte. A solas. No manejaba el teléfono. Se ocultaba en él.
El resto del equipo no salió ni cuando entró Bill Walker al vestuario para saludar a sus ex compañeros. De hecho daba bastante grima ver que el único que le hizo un poco de caso, al margen de Perkins, fue Daniels. Nate Robinson en cambio prefirió escenificar el reencuentro en plena pista, a la vista de todos.
Al poco, cuando la prensa más veterana empezaba a no ocultar su indignación, apareció exactamente el mismo salvavidas que satisfizo a todos en New Jersey: Ray Allen. Cuando todos nos echamos encima, observé cómo Rajon Rondo se colaba con sigilo por detrás de todos a sentarse junto a Kendrick Perkins, que había vuelto del calentamiento y sudaba a chorros. Rondo no daba la impresión de buscar su compañía. Antes bien que el grandote le tapara. Prueba de ello es que un colega se le acercó y Rondo le devolvió una negativa con el dedo. Perkins en cambio accedió a las grabadoras. Tal y como la otra vez.
En ese momento vi cómo al otro lado Garnett y Pierce llamaban a uno de los 'ballboys' para que les procurara un modo de llegar a pista sorteándonos. Era bien sencillo. Desde la sala de fisios hay un acceso a los pasillos traseros.
Allen contestó a todo. A tanto que nos quedamos hasta el final dos a solas con él y en ningún momento puso freno a petición alguna.
Para entonces el vestuario se había vaciado de periodistas, seguramente aceptando que no iban a sacar mucho antes del partido. Y en ese instante entró Tony Allen en gayumbos y con sendas mancuernas empezó allí mismo una rutina de calentar piernas. No imaginé la vergüenza que me supondría ver el proceder de dos reporteras italianas que Viola me pone a caldo cada vez que las ve porque las emplea como el perfecto ejemplo de cómo están las cosas en la Italia de 'Il Cavaliere'. Andan siempre algo perdidas. Una baja el escote hasta el ombligo y la otra ciñe su pantalón hasta la matriz. Apostar con alguien si alguna sabría responder qué es un 'pick&roll' es hacerlo a caballo ganador. Y cuando Allen, que tiene el cuerpo más perfecto que un hombre pueda desear para sí, estaba forzando abdominales, una de ellas, la más desvergonzada, no tuvo el menor reparo en soltar allí a la otra una perla que no voy a traducir pero que no tendría cabida en un cuento de niños.
Era el colmo. A punto de dar la espalda a aquella indecencia por fin Finley se decidió a entrar pasando forzosamente a mi lado. Me acerqué a él con la mejor de mis intenciones y me respondió exactamente lo mismo que Sheed al alemán. Ha debido aprender rápido alguna consigna interna. Y no puedo despachar este caso sin decir, y ojalá me equivoque, que la impresión que me dio durante toda la noche fue la de sentirse tremendamente decepcionado con su nuevo hogar, con la ilusión de un veterano que esperaba sumarse felizmente a un equipo con opciones todavía vivas. Estuvo solo de cabo a rabo. Ningún compañero se dirigió a él. Y mucho más que serio, estaba triste. Como desolado. Cuánto me acordé entonces de las palabras de Ginobili la semana anterior. Uno se preguntaba entonces: y tanto ¿para esto?
El partido no fue bueno para Boston. De hecho fue todo lo contrario y por momentos Tony Allen parecía el referente del equipo. Los Celtics aparecieron una vez más en su peor versión: la agotada. New York se llevó una de esas victorias que le caen sin mayor sentido que D'Antoni exhiba luego una sonrisa de calma esperando a que el verano y el jefe arropen su futuro.
Al término, y luego de ver que Charles Oakley es el retirado más en forma que he visto, con ese pecho abombado que parece seguir retando al mundo, volvimos todos al vestuario verde con una sensación de que la cosa no iría a cambiar demasiado de lo que habíamos encontrado antes. Así fue. De hecho sentí por primera vez una cierta indignación ante lo que veía. Motivos tenía de sobra. Pero todos coincidentes en la peor impresión que me ha dado una plantilla desde que estoy aquí.
Qué engañado acudí a aquella cita. Pensaba que la victoria del domingo ante Cleveland iba a presentar aquí a unos Celtics henchidos de buen orgullo. Y resulta que el que traían era el peor de todos ellos. El que parece estar gritando 'larguémonos cuanto antes'. Pero eso sí, y esto es lo peor, cada uno por su lado.
Lamenté en suma la sensación que me brindaron todos. Aquel vestuario se mostraba muy distinto al que había disfrutado mes y medio antes en New Jersey, cuando el equipo, del primero al último, se comportó como una admirable piña. Ahora no. La plantilla se antojaba tristemente desganada, desintegrada, como precipitada no sé si al verano o a qué, pero no a eso mismo a que este equipo nos ha acostumbrado los dos últimos años.
Salí de allí pitando en dirección al vestuario de los Knicks y aguardé a que los compañeros vaciaran sus preguntas sobre Gallinari, que una noche más se mostraba exultante de alegría. Ya conté que se ha convertido en costumbre dispensarle un par de minutos al italiano tras cada velada. Me gusta hacerlo cada vez más. Porque el chaval parece verme de forma distinta al resto. Es normal. No le he buscado aún la entrevista y sí todo lo contrario. Un decirle esto bien y esto otro mal. Pero de manera agradable y nada vacía. Y él me sonríe nada más verme porque debo resultarle menos pequeño que gracioso.
Pero aquella noche esperé porque quería decirle algo. Y no era ninguna tontería. Era algo, pensé, por su bien. Era además uno de esos motivos que sólo parecen acudirme a mí. No quisiera parecer presuntuoso. Es que ocurrió tal que así: al poco de empezar el partido Danilo recibió un saque de banda y justo en la recepción el defensor tocó el balón lo suficiente para caer al suelo y volver a las manos del italiano. Éste no supo si podía seguir botando y se complicó mucho las cosas por no hacerlo y buscar la ayuda de un compañero. Me guardé ese episodio para el final de la noche, precisamente en aquel momento en que estaba.
Así, tan pronto se retiraron las grabadoras, me dirigí a él recordándole aquella jugada. Agradecí que al tercer segundo él asintiera con la cabeza. La recordaba perfectamente. Entonces me animé a explicarle del tirón lo que es el 'fumble' y cierta interpretación algo laxa en esta liga sobre el llamado 'balón sin control'. Mientras hablaba vi que todos los demás me hacían corrillo. Y después de lo vivido en el otro vestuario no voy a ocultarlo. Me invadió un cierto orgullo. Delante de todos, esos mismos tipos incapaces de saludar después de meses, sentí algo así como que las cosas volvían a su orden natural.
Danilo me dio las gracias por esa información. "Grazie, grazie, io non lo sapevo". Y debió ser tan contundente la escenita que monté que ya de madrugada Mitja Viola me llamó por teléfono para darme la enhorabuena. Me pregunté por qué. Quiero decir, me pregunté por qué coño ninguno de los allí presentes, los que más reciben de Danilo y los Knicks, sea capaz de ayudar en algo tan simple a un jugador por el que, supongo, velan también sus intereses.
Cuando todo terminó y salí a pista camino de la 'Press Room' vi que Nate Robinson estaba por allí y traté de cazarle al vuelo unas declaraciones. Llevaba en brazos a uno de sus tres retoños y el otro andaba correteando por el anillo del triple y resbalando hasta chocar a gusto contra la mesa de anotadores. Los críos, de un gracioso irresistible y un descaro que salen al padre, cabían en un calcetín. Me acerqué un tanto indeciso y fue él mismo quién me dijo que con los niños no hablaría. Le disculpé pensando que aquella no era mi noche. No era en realidad la de ninguno.
Una lástima guardar ese recuerdo de una noche que, con el sagrado nombre de Boston por medio, siempre debiera ser especial. Para mí lo fue porque todas lo son. Pero no en el más profesional de los sentidos.
Su victoria en Toronto al día siguiente fue de agradecer. Pero no suficiente para despejar ni una sola brizna de cuanto vi.