Revista Cultura y Ocio

El barranco de la indiferencia

Publicado el 11 septiembre 2012 por Molinos @molinos1282
EL BARRANCO DE LA INDIFERENCIAEl camino hacia el barranco de la indiferencia es largo.
Caer en el barranco de la indiferencia es el final. Nunca saldréis de ahí. Jamás voy a sacaros.
Aunque soy malísima persona, en mi barranco de la indiferencia no hay mucha gente. Hay algunos y contra lo que muchos puedan pensar he tardado muchísimo en echarlos allí, darme la vuelta y pirarme.
Para mí, la peor sensación que me puede provocar alguien es serme completamente indiferente. Si me haces feliz, me diviertes, te quiero, me haces reír, me enseñas es obvio que no me eres indiferente. Pero si me cabreas hasta sacarme de mis casillas, si me pones de una mala leche que haces que me rechinen los dientes, si no te soporto, si por tu culpa lloro hasta ahogarme…tampoco estás en el barranco de la indiferencia.
Echar a alguien al barranco de la indiferencia no es fácil y no todo el mundo es capaz.
Obviamente alguien empieza a pedir a gritos que le muestres el camino a ese abismo cuando empieza a putearte. Para que alguien empiece a putearte antes ha tenido que tener algún tipo de relación “cercana” contigo (vale...los políticos son de otra especie) ya sea de amistad, de parentesco, de trabajo, en el gimnasio, de vecindad, lo que sea. Esa relación de cercanía de algún tipo se ha fraguado porque tú te has dejado o porque no te ha quedado más remedio en el caso de los compañeros de curro y la familia, pero aún así la oportunidad de que lo que haga esa persona te afecte emocionalmente se la has dado tú. En algún momento pensaste que merecía la pena esa cercanía, en algún momento te abriste un pelín la coraza y tuviste confianza. Por eso mismo, cuando alguien empieza a putearte tiendes a pensar que no lo hace aposta, que seguro que todo se arregla o que en el fondo no te afecta tanto. Pero sí, te afecta y mucho, por una parte por lo que el otro está haciendo y por otra porque te sientes mal por haber sido tan pardillo de haberte confiado. Jode darse cuenta de que te equivocaste en tu apreciación…
Cuando el puteo, el sufrimiento y el dolor continúan en el tiempo lo normal, si no eres un masoquista absurdo, es cabrearte e indignarte. Cuando caes del limbo de buenismo que traemos de serie y que te hace pensar que ser malo es malo, lo suyo es cabrearte mucho con esa persona, enfadarte, gritar y elucubrar posibles escenarios en los que el otro sufra y tú lo veas.
El sufrimiento y el cabreo no son etapas sucesivas en el camino hacia el barranco de la indiferencia, se van alternando durante un periodo más largo o más corto dependiendo del roce entre esas personas y del aguante que tenga la que está más puteada. Hay gente increíblemente fuerte que es capaz de aguantar ese ritmo durante años y años pasando de un extremo a otro del espectro, pasando del cabreo absoluto a las lágrimas más amargas aderezado todo con unas gotas de “buenísimo paralizante” que le hace decir cosas como: yo no voy a ser como él/ella.
Yo no.
Yo alterno esas dos etapas un tiempo hasta que un día, normalmente, después de un cabreo monumental de los que me hacen vomitar, un rayo de lucidez me atraviesa la cabeza y empujo a esa persona al barranco de la indiferencia.
La oigo caer y aterrizar en el fondo.
No se espachurra ni muere. No desaparece. No dejo de saber que existe.
Es mucho peor. Sé que existe. Sé que sigue viviendo, puedo incluso saber lo que le sucede de bueno o malo, pero me es completamente indiferente. Me resbala. No me afecta. Por supuesto caer en el barranco de la indiferencia supone que jamás volveré a verte, puedo encontrarme contigo por la calle y mirar a través de ti. No es que seas transparente, es que no te veo. Puede incluso que me hables y puedo oír tu voz, pero no te escucho.
Todo lo que esa persona era en mi vida, desaparece en el barranco de la indiferencia sin dejar rastro. La persona y todo lo que le rodea se convierte en nada. Me da igual lo que le pase. No me alegra lo bueno que le pase y no me da pena lo malo. Sencillamente no siento nada. Me afecta más lo que le ocurra a un desconocido en la calle, al personaje de un libro, a Meg Ryan en una película, a Bob Esponja, que lo que le ocurra a esa persona.
No es una sensación desagradable. No tengo remordimientos ni nada. Encuentro extrañamente placentero el hecho de que cuando esa persona persiste en su empeño de hacer algo para putearme, ese algo me de exactamente igual.
Cuando tiro a alguien al barranco de la indiferencia, sencillamente me doy la vuelta y respiro tranquila.
Es liberador.
Es en defensa propia.

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