Mi primer coche me lo cedió mi padre en 1991. Desde finales de los sesenta fue el auto de su vida, el que le acompañó por las rutas del Perú cuando construía carreteras y caminos por la difícil geografía del país. Lo cambió a inicios de los ochenta por uno más económico –la gasolina era todo un presupuesto aparte- pero recuerdo que todavía los fines de semana lo seguíamos usando para irnos al mercado del Callao o en el verano para esos interminables viajes a la playa de Ancón.
Mi papá me enseñó a conducir con el Pontiac. Los sábados por la tarde me llevaba hasta el malecón de La Perla, al lado de su querido Colegio Militar, y ahí me entregaba el timón: “pones en D y listo”. El coche era automático con lo que me ahorré la complicada coordinación de embrague y caja de cambios. Pero no me fue fácil. La enorme nariz del coche y la velocidad que cogía a los pocos segundos nos dio más de un susto y muchos frenazos inesperados.
Hice mis primeras salidas nocturnas con mis amigos del barrio. Pasamos de irnos sólo a kilómetro y medio de casa –el Crazy, el punto de encuentro de San Miguel en esos años- a movernos hasta las playas de Miraflores y Chorrillos. Una vez llegamos a meternos diez personas, cuatro adelante y seis atrás. De fortuna nunca tuvimos ningún accidente ni tampoco nos detuvo ningún policía. La prueba de alcoholemia nos hubiera delatado.
El Pontiac me acompañó toda la carrera universitaria. Me permitía llegar en cinco minutos a las clases iniciales y era uno de los lugares favoritos para mis escarceos amorosos dentro del campus. Alguna vez hice una carrera por el estacionamiento contra el Daewoo de una amiga. Yo salí más rápido, pero ella me terminó adelantando. Su triunfo fue pírrico: se golpeó con el borde de la acera y vi como se partía una de las tapas de las ruedas. Otra vez la fortuna hizo que el escándalo sólo fuese visto por anónimos transeúntes y ninguna autoridad.
Con más de veinticinco años de duro servicio, el Batimóvil –su longitud y la forma de sus faros lo hacía parecido al de la serie de los sesenta- me daba más problemas que alegrías. Se pinchaban las ruedas, se caía el tubo de escape y el sistema de arranque funcionaba cuando le daba la gana. Pero el principal inconveniente era que el indicador de gasolina siempre marcaba empty, lo que me obligaba a calcular cuántos kilómetros podía recorrer con diez soles de 84 octanos. Y a veces fallaba. Tengo en la memoria aquel mediodía en que me quedé tirado en pleno cruce de Comandante Espinar con Angamos. Ahí estaba yo, con ese sol de verano, empujando el Pontiac en medio de los gritos y las bocinas de los impacientes conductores.
Una noche quedé para salir con una chica que me gustaba mucho. Era nuestra primera cita y fui a buscarla con el auto para irnos al cine y comer una pizza. Nunca llegamos. A poco de tomar la avenida principal, en medio de una agradable y relajada conversación, vemos un coche averiado en medio de la pista. Ella grita “¡es el carro de mi papá!”. Mi reacción fue pisar el freno tanto que produjo que el auto que venía detrás se empotrara contra el mío. Ahí validé la fortaleza de la carrocería. El parachoques del Pontiac estaba casi intacto. El capot del otro estaba abollado hasta la mitad. Esa noche la pasamos en la comisaria. Nos tomó algunas horas llegar a un acuerdo entre todas las partes. Siendo tarde, la llevé a su casa. Al despedirnos me dijo que lo sentía mucho –se había confundido, no había sido el coche de su padre- y que la próxima semana ella me invitaba al cine. Nunca quise volver a verla.
Cambié de coche en el 97 para ahorrarme más inconvenientes y algunas monedas. El Pontiac durmió en la calle durante meses y se convirtió en una figura decorativa de la fachada de casa. Tuvo una última juventud cuando mi padre se lo llevó para supervisar unas obras al sur de Lima a inicios del 2000. Hay algunas fotos que demuestran sus últimos momentos de gloria. A su regreso, el Pontiac estaba desahuciado. Viejo y abandonado, volvió a ocupar su lugar frente a casa y fue el refugio para perros y gatos callejeros. Un par de años después, cuando estudiaba en Barcelona, mi hermano me llamó por teléfono. “Hemos vendido el Pontiac”. Con más de treinta y cinco años y totalmente inservible, un chatarrero nos ofreció menos de cien dólares por llevárselo. Nunca más volví a ver al Batimóvil pero llevo fresca la imagen de estar en el asiento de atrás con mi walkman, con toda mi familia camino a Ancón, escuchando una canción de Siniestro Total que decía “demasiado lejos para ir andando”.
Este no es el Batimóvil, pero es el mismo modelo con el clásico sonido traqueteante de su motor
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