Desvelada y triste, como acontecía su vida cada noche desde hacía ya un año, Eleine se dispuso a recorrer los pasillos de la gran mansión de los Anderson, a la que llegó en calidad de invitada hacía unos días, con la sola intención de encontrar una estancia en la que hubiera una chimenea encendida que aplacara su frío nocturno. Sus pasos la condujeron, quien sabe si por azar o certeza, hasta el comedor.
Allí aún ardía el fuego que la señorita Adele, la criada de los Anderson, se había ocupado de encender para la cena.Recorrió la estancia con la vista y ésta reparó en un baúl. En el baúl que tan poderosamente había llamado su atención los días anteriores.Era un baúl de madera clara con incrustaciones en nácar que formaban motivos florales. Sobre la tapa había, también incrustadas, las siluetas de dos personajes: un hombre y una mujer que parecían patinar amorosamente sobre hielo rodeados de flores primaverales.
Eleine, con el quinqué aún entre sus manos, recordó que había quedado embelesada por la belleza de aquel baúl desde que entrara por primera vez al comedor el día de su llegada.Hasta aquella noche no había encontrado el momento de admirarlo con tranquilidad, pese a que sabía que era una falta de decoro imperdonable recorer con nocturnidad las estancias de una casa distinguida que no fuera suya.Las figuras de los amantes patinadores cobraban vida en la imaginación de Eleine y los veía patinar en el agua helada de un estanque. Sin querer, su mente le evocó intensos sentimientos como el amor añejo que sentía por Mr. O´brien, el cual había sido la principal razón de su precipitada marcha a la bucólica y señorial mansión de los Anderson para cobijarse y recuperarse de las dañinas y perjudiciales habladurías de los habitantes de la ciudad.Mientras la pareja nacarada patiaba, Eleine se sentó en la orilla del estanque, se ahuecó bien el vestido y después de unos cortos instantes su mente la trasladó al pasado.Mr. O´brian aparecía ante ella con su acostumbrado atuendo de hombre distinguido, de barón, y la miraba cariñoso y sonriente sin decirle nada de palabra.Creía que había olvidado su cara, pero lo cierto era que aún recordaba cada facción como si las hubiera esculpido ella misma tomándose una licencia divina. El escándalo podría haber acabado de inmediato si él hubiera intervenido salvándola de las injustas acusaciones de fraude económico que, sin piedad, recayeron sobre ella y su familia de manos de la propia familia O´brien. Dicha familia, se negaba a aprobar el enlace matrimonial de su primogénito con la primogénita de los Rumsfeld, Eleine, cuya familia era considerada poco pudiente. De esta manera, se hizo evidente la ruptura de todo compromiso existente entre los dos desdichados jóvenes para desesperación e impotencia de la propia Eleine. Estas falsas habladurías consiguieron mancillar el buen nombre de su padre y de toda la familia Rumsfeld.
De fondo, Eleine, parecía escuchar el sonido de unos lejanos galopes de caballo y el friccionar de las cuchillas de los patines sobre el hielo describiendo tirabuzones sobre el agua helada del estanque.De pronto, un sonido seco desdibujó los pensamientos de Eleine arrojándola súbitamente a la realidad; alguien había entrado en el comedor a aquellas horas intempestivas de la noche y la había arrancado para siempre de su inconsolable nostalgia.