De todas las religiones de de nuestro tiempo, el culto al coche es la que menos entiendo. Es bastante más probable que encuentren al que suscribe postrado en dirección a la Meca o comulgando los domingos y fiestas de guardar que observando el sagrado mandamiento de limpiar el salpicadero. Cuando pienso en el fundamentalismo, me acuerdo de las hordas de pulidores de llantas en las gasolineras.
Un coche es, para servidor de ustedes, poco más que el protagonista de un problema de física del instituto. Es decir, un medio de transporte que permite a un sujeto X desplazarse de un punto A a un punto B, manteniendo una velocidad media de Y. Ni más ni menos.
Mi padre, que sin llegar a ser piadoso sí practicaba el culto al becerro de oro, me legó una más que aceptable máquina con olor a nuevo y precintos de plástico por todas partes. Apenas un lustro después, la alfombrilla del pasajero ya era apta para un buen sembrado y la del conductor tiene un agujero del tamaño de una pelota de tenis. Me niego a reemplazarla, así que no les digo el disgusto que tiene el hombre.
Hace una semana encontré la ocasión perfecta para manifestar mi apostasía. Forzado por una mudanza, me vi en la necesidad de ponerme al volante después de varios meses de feliz abstinencia. Pero esta vez descubrí una empresa de coche compartido, cuyo funcionamiento no puedo dejar de comentarles con el asombro del paleto:
- Te registras en su oficina central (tienen varias en las principales ciudades europeas), pagando una cuota única para toda la vida.
- Recibes a cambio una tarjeta plástica y un PIN de acceso.
- Te descargas una aplicación para smartphone y cuando quieras conducir la usas para localizar el vehículo más cercano de la flota (en Berlín, que fue donde yo lo usé, hay cerca de mil disponibles, todos controlados por GPS). También puedes hacer la consulta en Internet.
- Al llegar al coche, pones la tarjeta sobre el lector del parabrisas y voilá, inmediatamente se abren los seguros.
- Coges la llave de un depósito junto al volante, pones tu clave, arrancas el vehiculo y conduces hasta tu destino.
- Allí lo aparcas, vuelves a pasar la tarjeta por el lector y el coche queda cerrado, listo para el siguiente cliente. El cargo es por minuto de uso y viene directamente a tu cuenta un par de veces por semana.
A ver, el sistema no es perfecto. Resulta lo suficientemente caro como para que sólo resulte rentable en trayectos cortos. Y el hecho de que el aparcamiento de destino deba ser público y gratuito complica mucho la historia en determinadas ciudades. Pero no hay que preocuparse de la ITV, de los cambios de aceite y de todas esas vainas que acompañan a los motores de explosión. Hasta la gasolina está incluida y no es obligatorio repostar.
Es, en definitiva, un canto de sirena para los herejes que, como yo, exprimen el significado preciso de la palabra “utilitario”. Sueño con un mundo en el que todos los coches sean así. Y ahora llámenme comunista si quieren. Mi padre, por ejemplo, ya lo hizo.