No es que Fernando se muestre entusiasmado por su pronto regreso, a tenor de lo dicho poco antes: “Estoy bajo la protección del Emperador y me resigno a cuanto la Providencia quiera hacer de mí; y que contento con mi actual situación, pasaría el resto de mi vida en Valençay, si preciso fuera”, pero es muy posible que una mezcla de egoísmo, astucia, falta de escrúpulos y doblez en sus palabras siempre, le llevaran a manifestarlo así sin sentirlo.
El 22 de marzo de 1814 Fernando VII entra en España. Habíase firmado el 11 de diciembre anterior el tratado de Valençay, por el que las tropas de Napoleón abandonaban España, se reconocía su independencia y a Fernando como su rey, al que ahora, libre de su cautiverio, al cruzar la frontera, acompaña buena parte de aquella corte aduladora y perezosa que le había distraído en Valençay a la que poco a poco se unían otros muchos. Entre ellos el intrigante Escoiquiz.
El 24 de marzo de 1814, Fernando VII cruza el río Fluviá
por este puente de Besalú. Durante todo el recorrido
el entusiasmo por el retorno del rey es constante.
Poco tarda Fernando en comprobar lo que él mismo suponía y sus consejeros más próximos le aseguraban. Le llaman “el Deseado” y confirma dicho sentir la aclamación que le dispensa el pueblo. El paso por Gerona y Tarragona, camino de Valencia, es un clamor. En Reus, contra la opinión de la Regencia, el rey a ruegos del general Palafox, retrasa la llegada a Valencia y se dirige a Zaragoza. Tras comprobar allí también la entrega del pueblo que tan valientemente resistió el embate francés, se dirige por fin a Valencia. En el camino, próximo a su destino, se unen a la comitiva real importantes personajes: los duques del Infantado, Frías, Osuna y San Carlos; unos partidarios de la firma de la constitución, otros de lo contrario.
Pero el rey, que en lo más profundo de su ser anida el absolutismo más intransigente, al llegar a Valencia comprueba una vez más la incontenible euforia del pueblo. El entusiasmo de las gentes y la presentación de “El manifiesto de los persas”(1), un escrito firmado por un grupo de diputados adeptos, en el que se repudian los logros obtenidos desde 1808 y especialmente desde 1812, tras la firma de la Constitución de Cádiz, terminan por disipar cualquier duda sobre su proceder futuro. Y el manifiesto que en realidad es una mirada al siglo XVIII, al antiguo régimen, y una venda en los ojos ante los nuevos tiempos del siglo XIX, escrito y hecho, pues, a la medida del nuevo dueño de España, envalentona al cobarde Fernando.
Y tanto. En las proximidades de Valencia, reciben al monarca el general Elío, Capitán General, y el Presidente de la Regencia, el cardenal don Luis María de Borbón Vallabriga, hermano de la desgraciada esposa de Godoy, la condesa de Chinchón. El primero contrario a que el rey firme la Carta Magna de Cádiz, el segundo, dado su carácter liberal, de que lo haga.
El 17 de abril de 1814, el general Francisco Javier Elío y Oloriz,
Capitán General de Valencia, y sus oficiales juraron ante el rey
mantener la plenitud de sus derechos.
Durante el encuentro con el cardenal, Fernando VII ensoberbecido por la adulación del cortejo que le acompaña y el enardecido pueblo que le aclama, le tiende la mano. Don Luis, que preside la Regencia es también cardenal arzobispo de Toledo y Primado de España. Ante el gesto del rey, duda. Fernando impaciente se violenta. El cardenal parece quedar paralizado por la exigencia. La situación es de enorme tensión. Con imperioso ademán el rey insiste y grita exigente al Primado: “Besa”.
Don Luis, humillado, pone su rodilla en tierra y besa la mano del rey. Es el principio de un nuevo reinado absolutista. En Valencia, el 4 de mayo de 1814, en la víspera de su partida hacia Madrid, Fernando VII firma el decreto que establece la monarquía absoluta. Mal aconsejado y carente de las cualidades del buen gobernante, muy pronto dejará de ser el Deseado.
(1) El nombre del manifiesto, como el propio documento indica en su artículo 1, resulta de una antigua costumbre persa: “Era costumbreen los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor".
Nota: La disipada vida de Fernando VII y su pequeña corte en el castillo de Valençay fue contada en “Vie de Château”.