Revista Cine

El beso del centinela

Publicado el 09 marzo 2020 por Jesuscortes
Sentir "Le Crabe-Tambour" es sencillo. No hace falta ver más que la primera de sus escenas para aprehender una parte fundamental de su esencia.
Los títulos de crédito ya dan una buena pista, con los planos fijos de los esqueletos de los barcos devorados a dentelladas por el mar, pero es cuando escuchamos la cansada voz en off de Pierre (Claude Rich), el médico de a bordo, cuando empezamos a comprender. Con expresión inane mientras dan las noticias en la televisión, se recuerda a sí mismo, como tantas veces, el gris destino de su vida. En esa pequeña pantalla aparece un adalid indochino y el carnaval de Río, muy lejos ambos del nórdico ambiente que le rodea, pero más extraños si cabe son tanto un propósito (la gloria) como una recompensa menor (conocer el mundo) para él que piensa en cúanto se ha dejado ir tras haber elegido la profesión que podía conducir hacia esos caminos; tanto que ya no se reconoce.
EL BESO DEL CENTINELA El director Pierre Schoendoerffer utilizará a este personaje para mirar a los dos que equidistan de su angustia: mirando hacia atrás, al insensato mito caído que en realidad y como le pasa a la mayoría de leyendas muy pocos se atreven a encarnar porque es muy penoso, muy inseguro, muy excéntrico serlo (Jacques Perrin) y mirando hacia delante, a aquel que personificó la traición hace muchos años al héroe y ahora se está despeñando por el precipicio al que se asoma el galeno (Jean Rochefort).
A veces es mejor no saber y cuanto más insiste Pierre en remover el pasado, más anticipará su propio ocaso. 
Muy coherentemente con ello, resulta arduo, incluso después de varios visionados, recomponer siquiera grosso modo "Le Crabe-Tambour", recordar con precisión tantos quietos momentos expresados con lacerante intensidad.
EL BESO DEL CENTINELA Supongo que es inevitable que venga a la mente el cine de Jean-Luc Godard porque tal circunstancia no impide, como si se hubiese difuminado la senda pero no perdido la brújula para saber adónde conduce cada palabra y cada gesto, que los muchos juegos temporales, silencios e inconcreciones del film, no lo encripten, sino que lo revelen.
Siempre se habla de películas anti-bélicas como si se contrapusiesen a otras de las que yo al menos nunca he podido encontrar ninguna, pero acercarse a este raro ejemplar fotografiado por Coutard, provoca una desazón tan funesta respecto al oficio de las armas, un descreimiento tal, que ningún pacifismo podría combatirlo mejor.
EL BESO DEL CENTINELA Por descontado, tan poco sentido tienen esos extremos como lo tendría enfrentar la indescriptible y emocionante secuencia con que John Ford despide a John Wayne en "The wings of eagles" y la que aquí utiliza Schoendoerffer para la pareja situación que vive Jean Rocherfort. Compartir lo que significaron para él sus amigos y lo que para todos fue el ejército, nada tiene que ver con mirar las últimas jornadas de servicio de este Capitán recto hasta el final pero oscurecido por la sombra de un espectro, un "bastardo" encantador de nativos a los que leía el Eclesiastés como si fuese un predicador o los engatusaba mientras hacía sonar marchas con trompeta o les mostraba una simple cometa para librarse de un cautiverio, un superviviente casual, un absurdo contraejemplo del absurdo de lo metódico.
O tal vez sí tenga todo el sentido del mundo mirar a ambos films y ojalá así se borrase para siempre uno de las más injustas consideraciones sobre las distancias afectivas en el cine del primero. Primero también de los cineastas independientes a los que se ha llamado de todo.
EL BESO DEL CENTINELA Efectivamente, para ser un film opuesto a la mayoría de grandes films militarizados, en casi todo, sin mujeres - solo aparecen varias vietnamitas inexpresivas y muy secundariamente, pero muy hermosas, Aurore Clément y Odile Versois - sin épica, sin escaramuzas dignas de recordarse, sin familias esperando, sin humor y sin comedia, "Le Crabe-Tambour" es capaz de comunicar la congoja tanto por un proyecto de ídolo corporativamente masacrado (no por casualidad, un veinteañero aventurero alsaciano, como el cineasta una vez fue), como por el final de la carrera de un "funcionario", al que espera, acompaña y no juzga, que bastante tiene con su enfermedad.
Incluso la más abstracta de las aflicciones puede convocar "Le Crabe-Tambour", como en la prodigiosa escena del bar, que culmina - cuando deja de sonar "Kashmir"; buenos tiempos para los jukebox - en unas mudas imágenes del daño infinito e injustificable de cualquier conflicto.  
Y estoy convencido de que lo hace porque Schoendoerffer conocía muy bien lo que contaba ya que había sido corresponsal de guerra y como tal testigo privilegiado de la escrupulosidad de la política.

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