A menudo me preguntan qué llevo en el bolso. Casi siempre ocurre cuando pido a alguien que me lo sujete un instante y descubre con estupor que soy una especie de sherpa urbano.
En mi bolso cabe una vida o, al menos, el prólogo de una. Algunas veces trato de aligerarlo y de simplificarme, pero después pienso que si llega una catástrofe inesperada, el apocalipsis, una hecatombre o una pandemia, por ejemplo, y estoy en la calle, yo quiero que me pille con mis pertenencias, mis recuerdos, mi prólogo y mis miserias.
Siempre llevo la cartera, habitualmente con poco efectivo porque nunca me acuerdo de cogerlo y porque benditas tarjetas. Aunque esto sea algo que mi madre me reproche de por vida. Cómo se puede salir a la calle sin dinero. Llevo monedas que no consigo cambiar en tiendas ni cafeterías porque a la hora de pagar me avergüenza estar cinco minutos haciendo acopio y recuento. Poco efectivo también. Llevo unas cuantas llaves que identifico y alguna otra que no. Un día de estos debería dar un paseo por algunos lugares del pasado porque seguro que esas llaves siguen ahí por algo.
Llevo un libro que me entretiene cuando alguien llega tarde y que me acompaña cuando tomo un café sola.
Llevo el móvil con algún mensaje escrito que probablemente no envíe nunca. Siempre hay que pensar las cosas dos veces. A veces tres. Llevo el recorte de un artículo que a menudo vuelvo a leer aunque ya se han borrado algunas letras de doblarlo y abrirlo y doblarlo de nuevo.
Llevo una agenda que me recuerda reuniones, entregas, comidas y cumpleaños porque solo confío en lo que escribo a mano. Nunca reviso la página de los cumpleaños. Siempre quedo mal. Llevo un pequeño neceser que no estoy segura de que pudiese levantar una mala cara de un mal día pero cuya única finalidad es esa.
Llevo un metro. Nunca sabes si te vas a encontrar con la necesidad imperiosa de medir algo o te van a hacer una pregunta capciosa y vas a tener que dar un número a ojo. Mucha gente piensa que los arquitectos llevamos un medidor láser incorporado de serie. Son muchas las paredes que he medido con la escala “mi palmo pulgar-corazón son veinte centímetros”.
Llevo dos o tres cacaos, pintalabios, brillos o vaselinas porque no soporto la sensación de un labio seco o agrietado y me los muerdo más de la cuenta. Ahora con la mascarilla que nadie me ve, a traición. Me pregunto qué hace la gente tras la mascarilla. Muchas veces imagino que sonríen por lo que intuyo en su mirada o que tuercen la boca en señal de enfado porque sus cejas acompañan al gesto. Pero no sé dónde han quedado todas esas expresiones intermedias. La complicidad, el miedo, las ganas y la nostalgia estaban en esas expresiones intermedias. Ahora las imaginamos a nuestro favor, como cuando buscamos el clima para el fin de semana y la única web con validez es la que anuncia sol.
Jamás olvido mis gafas de sol. Me las recomendaron para las migrañas y es la excusa que necesitaba. La vida, como Instagram, a veces necesita ser vista a través de distintos filtros. Sin que te distraigan de la realidad, sin que pierdas la percepción real del color, pero que suavicen el impacto.
Llevo auriculares, por partida doble. No quiero que nada se interponga entre lo que tengo que escuchar y yo. Ni siquiera el audio graciosillo de tu amiga suena igual con el móvil en la oreja o con los auriculares. Como en Gran Hermano, todo se magnifica. Probad.
Llevo lápices, porque me gusta poder borrar lo que escribo, como los mensajes que no llego a mandar.