En los últimos días, en el blog de Mauricio J. Campos han visto la luz dos artículos dedicados al resurgimiento de la Masonería liberal y adogmática en Europa tras el final de la última guerra mundial. No es la primera vez que este espacio digital argentino, con el que compartimos una buena dosis de ilusión e ideales, dedica una mirada a lo que los masones somos y hemos sido no hace tantos años. No es tampoco la primera vez que el autor, de manera realmente desinteresada y sin reclamar ni pretender ningún relumbre, comparte su trabajo con nosotros. Así lo hemos podido comprobar con la sucesión de textos recuperados y dedicados al exilio español en la Argentina, con la remisión de documentos procedentes de su archivo, o con la inmersión en el detalle de las andanzas que protagonizaron algunos de nuestros ilustres compatriontas, como es el caso de Augusto Barcia, publicado todo ello en "El Masón Aprendiz".
Me refería al comenzar este apunte a dos trabajos cuya lectura recomiendo desde esta página a quienes atesoren una curiosidad histórica sana; y siempre y cuando el mundo no acabe para el lector en el servicio de fotocopiadoras de la biblioteca de París o del archivo de Salamanca, o bien en alguna de esas domésticas bibliotecas hechas para enseñar a la mínima de cambio, y llenas de libros de los que apenas sí se ha leído la cubierta y poco más. Recomiendo -decía- la lectura de ambos trabajos (y de los que sucedan firmados por el mismo autor) porque al menos a mí me han permitido conocer una parte de la historia de la Obediencia en la que trabajo a la que sólo me había aproximado superficialmente.
Mediada la década de los cuarenta es un hecho cierto que Europa, agotada y desangrada por dos conflictos bélicos casi consecutivos -el último de ellos totalmente devastador-, albergó una reacción política e intelectual que quiso que aquella historia nunca más volviera a repetirse. La reacción fue muy diferente a lo sucedido tras el fin de la Gran Guerra, donde se engendró entre los vencedores un sentimiento a caballo entre la venganza y la revancha que preparó el camino a la expansión de las dictaduras y por ende al siguiente fratricidio. El planteamiento existente al concluir la Segunda Guerra Mundial con la derrota de los totalitarismos auspiciados por las potencias del Eje e iniciarse la era atómica, permitió, a título de ejemplo, el alumbramiento de la Organización de Naciones Unidas; los primeros pasos de una cooperación económica que daría lugar a la Unión Europea; o el surgimiento de todo un entramado jurídico de tratados en los que el ser humano se convirtió de nuevo en el centro de atención, generalizándose tanto la expresión como el uso de concepto jurídico "derechos humanos".
El Gran Oriente de Francia no fue ajeno al proceso. Los trabajos a que nos venimos refiriendo repasan el desarrollo de varios Conventos de posguerra que nos permiten conocer cuál era el estado de ánimo en el momento; cómo se encaró valientemente la situación y se recuperó el paso perdido; cómo de nuevo volvió a hablarse de laicidad en un paisaje marcado por la reconstrucción.
Francia conoció como es sabido los horrores de la guerra y, además, vivió un fenómeno particular, pues en su suelo se desarrolló éso que se conoció como "colaboración". El régimen de Petain "colaboró", en efecto, de muy buen grado con el ocupante, facilitándole en muchos casos sus macabras acciones: De Francia también salieron trenes hacia los campos de la muerte. Y también en Francia se instalaron este tipo de infiernos. Sabemos que sobre la Masonería se desató una tremenda campaña de aniquilación. Las confiscaciones estuvieron al orden del día; los asaltos a los Templos también; las detenciones, los asesinatos, las deportaciones... En este blog ya contamos hace un tiempo la historia de Pierre de Brossolette, espisodio que nos permite tener una idea de qué fue lo que sucedió y cómo fue el proceso que llevó a que el suelo de la Francia de las libertades se cubriera de cenizas.
El trabajo de Mauricio Javier Campos nos habla de eso y de cómo se volvió a soplar sobre las brasas. Así he podido encontrarme con el discurso certero de Francis Viaud, que ejerció la dirección de la Obediencia durante una década una vez que la Gran Maestría quedó restablecida en el año 1945. Le había precedido antes de la catástrofe otra gran figura en la historia del Gran Oriente de Francia, Arthur Groussier.
Resulta interesante ver cómo se fue recuperando el pulso y cómo llegó a reivindicarse en las reflexiones colectivas el valor de la utopía, útil como nunca para seguir caminando -recordando a Eduardo Galeano-. Los francmasones se pronunciaron en aquel momento en contra del beneplácito final dado por la comunidad internacional a la dictadura del general Franco; y llegaron a soñar incluso con una República Universal; una República de pueblos habitada por seres humanos ajenos a cualquiera de los abismos que los dividen, ya sean fronteras, culturas, religiones, ideologías... Una gran República regida por los valores que habían inspirado a la propia Masonería desde su nacimiento; una República con una lengua común, el Esperanto... No puedo evitar recordar aun hoy el discurso sostenido por tantos Talleres del Gran Oriente de Francia, que continúan cultivando esta mirada universalista y reproduciéndola a través de sus intervenciones en Conventos más recientes y alejados de aquel tiempo de tribulación.
Desde que di mis primeros pasos en esta organización he creído en una Masonería con los pies pegados al suelo. No comparto la visión excesivamente esotérica con que en ocasiones, tanto en América como en Europa, se viste la acción de esta entidad. No comparto los tintes pseudomágicos ni pseudoreligiosos con que se colorea una supuesta esencia de la Masonería y, en consecuencia, no puedo imaginarme ni a Bolivar, Allende o Ramón y Cajal sentados en su Taller, reflexionando sobre las consecuencias de la última alineación planetaria, sobre el significado hondo y profundo de alguno de los símbolos pertenecientes a alguno de los recónditos grados descubiertos en quién sabe qué misterioso texto, o entonando una murmuración a modo de rezo. Me quedo -y es parte de mi identidad masónica- con la acción permanente, prudente o decidida según el caso, pero acción al fin y al cabo. Me quedo con eso que Ludovic Marcos llama "Humanismo de combate", algo que comparte, por lo que vengo leyendo, Mauricio Javier Campos, preocupado también por hacer reaparecer con su trabajo el trabajo de aquella Masonería adogmática que hubo un día en su Argentina natal; aquella Masonería que alumbró figuras desconocidas para mí y con las que me acabo de encontrar, como es el caso de Virgilio Lasca; figuras con una dimensión intelectual enorme que apostaron frente a eso que mal se denomina "regularidad", por una visión de la Masonería capaz de hablar en América de laicidad, de enseñanza, de justicia social, o de los peligros implícitos en el dogmatismo religioso.
Tengo la virtud de no olvidar. Sirve por un lado para no tropezar tres veces en la misma piedra (dos, con los tiempos que corren, resulta inevitable); por otra parte me permite ejercer como bien nacido, gratitud mediante. Así las cosas resulta que ésta de ahora era una nota pendiente desde hace algún tiempo, pero presente machaconamente en mi memoria. En ella recomiendo la lectura de diversos artículos de un autor argentino muy apreciado cuya obra ya ha aparecido en otras ocasiones en Memoria Masónica; en ella quiero además darle las gracias teniendo además la certeza de que no soy el único que comparte este sentimiento en España y más allá.
Artículos firmados por Mauricio Javier Campos a los que hacemos referencia en este texto:
1) Los Grandes Orientes de Francia y Bélgica, de las cenizas a la acción
2) Visiones peligrosas de la Masonería francesa. Los conventos de 1946 a 1952
Et si omnes, ego non.