Ulrich von Lichtenstein, caballero del siglo XIII, está considerado como uno de los más destacados minnesänger (juglares, trovadores) de su época, a pesar de que nunca supo leer ni escribir. El analfabetismo nunca fue un obstáculo para él, ya que al ser un caballero condal de buena posición económica, podía darse el lujo de dictar sus poemas y canciones a su escribano personal que siempre lo acompañaba.
Su obra más importante se llama Frauendienst oder Geschichte und Liebe des Ritters und Sänger Ulrich von Lichtenstein von ihm selbst beschrieben, que en español vendría a ser: Culto de las mujeres o historia del caballero y cantor Ulrich von Lichtenstein, pero es más conocida simplemente como “Frauendienst“, el cual, es un auténtico tratado sobre cómo se debe conquistar a una dama. No como cualquier mortal, no. Ya van a ver ustedes, con mucho sacrificio, a base de sangre, sudor y lágrimas, algo que es estrictamente necesario.
La historia oficial como que ha menospreciado las memorias del noble Ulrich, y ha prestado poca atención a su contenido, pero no es difícil comprender la razón de esa actitud. Von Lichtenstein fue quizás el peor de todos los tontos que se enamoraron de las mujeres y las sirvieron. Los historiadores serios se sienten un tanto incómodos ante las aventuras amorosas de este estúpido héroe, pero hay que tratar de entender el contexto y la época, ya que si el apasionado caballero llegó a los peores extremos, lo hizo simplemente impulsado por el amor y las costumbres de su tiempo.
El manuscrito original se halla en la Biblioteca Estatal de Baviera
Ulrich era todavía un jovenzuelo cuando se enamoró de una dama de alcurnia, cuya compañía buscaba constantemente. En su condición de noble, desde que era apenas un paje tuvo acceso a la corte y a las habitaciones de las damas, donde su primera “prueba de amor” (primer papelón), fue beberse el agua en que su adorada dama se había lavado las manos. En sus memorias es bastante discreto y evita dar a conocer el nombre de la dueña de su corazón, pero de acuerdo a sus biógrafos no es difícil establecer quién era la afortunada dama. Era ni más ni menos que la esposa del Duque Leopoldo de Austria, la bella Teodora Angelina.
Leopoldo IV de Austria, esposo de Teodora Angelina
Durante su etapa de caballero en Viena, consideró que por fin había llegado el momento de ofrecerle formalmente sus servicios a la bella duquesa. Como caballero, ya había perdido aquel fácil acceso a su amada, ya no era un paje, por lo que debió buscar un intermediario. Delegó entonces tan delicada tarea a una de sus tías (de Ulrich), íntima amiga de la duquesa, y así fue que empezó una larga relación de mensajería. Ulrich enviaba sus poemas a la prohibida dama; ella los aceptaba, y aún más, los elogiaba y los guardaba, pero siempre le contestaba por medio de su tía, diciéndole que no necesitaba de un caballero, y que más bien fuera despertando de ese absurdo sueño. Con esta actitud la noble dama estaba ya poniéndole las normas del galanteo medieval: primero palabras de aliento y luego actitud de rechazo, manteniendo así al desgraciado amante en constante tormento de duda.
Una de las pocas imágenes que quedan, de la duquesa Teodora Angelina
Cierta ocasión, la bella dama le hizo una confidencia a la tía del galante caballero: “Aunque vuestro sobrino fuera de mi mismo rango no lo aceptaría, pues su labio superior tiene una fea protuberancia”. Según parece, el joven enamorado tenía el característico labio de los Habsburgo (el labio inferior salido, muy prominente), sólo que en su caso se trataba del labio superior y no del inferior. Apenas la tía le entregó el mensaje, UIrich se dirigió a la ciudad de Graz, mandó a llamar al más hábil cirujano, y le ofreció una gran suma de dinero para que le operara el labio. El cirujano, manos a la obra realizó con éxito su destaje, siendo ésta muy seguramente la primera cirugía plástica registrada de la historia. Como en esa época no se conocían anestésicos ni drogas calmantes, el cirujano sugirió maniatar al caballero antes de la intervención. Con justa razón temía el galeno, que el dolor lo impulsara a realizar algún movimiento brusco y que el cuchillo se deslizase, con alguna funesta consecuencia. Obviamente el buen doctor no sabía mucho de las virtudes caballerescas ni de la esencia del Frauendienst o “servir a una dama”. Un auténtico caballero no podía perderse la oportunidad de soportar la tortura sin un solo quejido en homenaje a su amada. Ulrich Von Lichtenstein rehusó dejarse maniatar; se sentó en un banco y no hizo un solo gesto ni se quejó mientras el cirujano reducía el labio a proporciones más normales.
La operación tuvo éxito, pero el infeliz paciente debió pasar seis meses inactivo y en cama, hasta que la herida curase completamente. No podía comer ni beber, tenía los labios cubiertos por un horrible ungüento, y no lograba retener nada en el estómago. Perdió muchísimo peso, y prácticamente se convirtió en hueso y pellejo. “Mi cuerpo sufría”, escribe el incorregible enamorado, “pero mi corazón estaba feliz”.
La dama se enteró de la intervención quirúrgica, y poco después escribió una carta a la tía de Ulrich, informándole que salía de vacaciones y que viajaría a cierta ciudad, donde con mucho gusto podría recibirla. “Y puede traer a su sobrino… pero sólo porque deseo ver su labio corregido; por ninguna otra razón”.
Al fin llegaba el momento en que el noble caballero podía expresar sus sentimientos, cara a cara, a su adorada belleza, a la Pura, la Dulce, la Bondadosa, como la llamaba en sus poemas y cartas. Llegó el día y apareció la duquesa; a caballo y sola, había ordenado a sus escoltas que se mantuvieran alejados. UIrich espoleó su caballo y se puso a la par de la dama; pero ella, dando un giro se apartó rápidamente, como si el encuentro le desagradara. El inexperto caballero no sabía que esta actitud se ajustaba a las normas del juego amoroso medieval. Estaba tan terriblemente abochornado y confundido, que sintió que la lengua se le pegaba al paladar. Se quedó mudo y no fue capaz de decirle cuánto a amaba. Profundamente avergonzado se retrasó, y luego trató nuevamente de aproximarse, pero continuaba en silencio, sin saber que decir.
Cinco veces repitió la maniobra y siempre con los mismos resultados. Acabó la cabalgata y se perdió la valiosa oportunidad. Ya de regreso, Ulrich sólo se atrevió a aproximarse a la dama para ayudarla a desmontar. Sólo entonces ocurrió algo inesperado: La Dulce, la Pura, la Bondadosa aceptó la ayuda del caballero y desmontó, mientras Ulrich sostenía el estribo; pero antes de poner el pie en el suelo arrancó un mechón de cabellos de la cabeza de Ulrich y le murmuró al oído: “¡Esto, por vuestra cobardía!”
Mientras se frotaba el cuero cabelludo, el inexperto enamorado reflexionó sobre la misteriosa observación, y como ya no confiaba en la palabra hablada, nuevamente apeló a su escribano. En otro extenso poema explicó sus sentimientos, y la buena tía se encargó otra vez de llevárselo a la duquesa. Pero aquí surgió otra situación inesperada, parecía que la mala suerte se ensañaba sólo con él: Ulrich recibió una respuesta por escrito, y como ya lo dijimos, él no sabía leer, y su escribano de confianza se hallaba ausente. Durante diez días guardó contra su pecho la carta que no podía leer, durante diez días enteros padeció en el umbral de la bienaventuranza, hasta que el escribiente (la única persona en quien confiaba) regresó y le leyó la carta. Ulrich sufrió otra terrible desilusión. La carta contenía un poema muy breve, en el que cada sílaba era una gota de veneno. Pero todo lo que provenía de la Dulce, la Pura, la Bondadosa, aún la maldad, debía ser aceptada humildemente.
Su amor no flaqueó, pero como las palabras no daban ningún resultado, intentó demostrar con hechos que merecía el favor de la dama: Ulrich comenzó a aparecer en todos los torneos de justas del país, y a luchar valerosamente, dedicándole cada victoria a su amada. Rompió más de cien lanzas contra sus adversarios, y siempre triunfó. Su fama empezó a crecer y pronto fue reconocido como uno de los más bravos y eficaces caballeros.
Torneo de justas medieval
Cierto día, en medio de un torneo, recibió un fuerte golpe en la mano derecha, que por poco le saca el dedo meñique. Salió del torneo, se dirigió a la ciudad, y ya en casa del cirujano descubrió que el dedo seguía adherido a la mano por apenas dos pulgadas de piel. Tenía muy pocas posibilidades de salvarlo. Se necesitaron varios meses de tratamiento, pero al fin el dedo quedó en la mano, aunque definitivamente inútil y deformado. Pero aquí comienza otro malentendido.
Para esto, Ulrich había cambiado de mensajero porque su tía había resultado muy poco eficaz. Otro caballero, muy buen amigo suyo, y que tenía acceso a la corte, aceptó desempeñar el papel de mensajero. El nuevo celestino mantenía al tanto a la duquesa, de cuán heroicas eran las hazañas que Ulrich ejecutaba para demostrarle su amor. -“De heho, hace poco tiempo -agregó el alcahuete- su dedo meñique sufrió las consecuencias de tan hondo sentimiento”.
-“No es verdad, son todas mentiras”, replicó la dama. -“He oído de personas que merecen mi total confianza, que todavía conserva dicho dedo”.
Cuando Ulrich se enteró de esa inesperada observación, montó en su caballo, pero esta vez no se dirigió a la casa del cirujano, sino a la de un íntimo amigo. Invocó su amistad y le pidió que le cortara el dedo. Obviamente su amigo se negó, quiso hacerle razonar, y en medio de la conversación vio a Ulrich sollozante, tomar un cuchillo y ponérselo sobre el dedo de la discordia. El otro, que no queria ver sufrir más a su amigo, tomó un martillo y le asestó tal golpe al cuchillo, que el dedo salió volando por los aires. La herida fue vendada y, de acuerdo con el relato, el desgraciado comenzó a componer (dictar) un extenso poema. Cuando concluyó su obra maestra, la hizo transcribir con el mejor caligrafista, la encuadernó en terciopelo verde, y luego, encargó a un orfebre que le fabricara un cierre para el libro, el cual debía tener la forma de un dedo de oro. Y dentro de esa original joya de oro guardó el meñique que se había cortado.
Cuando la duquesa recibió el horrible regalo, exclamó: “¡Dios mío, jamás creí que un hombre sensato pudiese cometer semejante tontería!” Pero aún así, el original detalle la motivó a enviar a Ulrich otro mensaje: “Decid al noble caballero que guardaré el libro en mi cajón, y que diariamente contemplaré su dedo meñique; pero que no crea que se ha acercado a su meta ni siquiera el grosor de un cabello; ¡pues aunque me sirviera durante mil años sería tiempo perdido!”
A pesar de tan duras palabras, el obstinado caballero se sintió en la gloria, pues consideraba que su dedo meñique estaba mucho mejor en el gabinete de la dama que en su propia mano. Y es así que, poseído de aquel entusiasmo, concibió una empresa que sería la cúspide de sus hazañas en honor de la dama. De todas las locuras registradas y documentadas en la época medieval, para algunos historiadores esta fue la más absurda, y aún hoy, ochocientos años después, con una mentalidad más abierta, nos resulta casi imposible comprender tan pervertida y deformada interpretación de los deberes y derechos de un caballero. Lo interesante es entender, que Ulrich von Lichtenstein no estaba loco ni era masoquista; de hecho, la mayor parte de su vida fungió como consejero real y diplomático.
Cierto día abandonó su castillo en Austria, con el propósito de acudir a Roma en peregrinación. El invierno lo sorprendió en Venecia, donde se quedó de incógnito, ocupado en visitar a los sastres locales y encargargando ropas. No ropas masculinas, sino femeninas. Compró un guardarropa entero: doce vestidos, treinta corpiños, tres capas de terciopelo blanco, e innumerables accesorios y prendas de diverso tipo. Lo sorprendente es que nada de esto era para su amada duquesa, sino para él mismo. Finalmente, ordenó dos largas trenzas doradas adornadas con perlas, para usarlas como peluca.
Al fin llegó la primavera y Ulrich preparó un detallado plan de viaje. Se propuso atravesar el norte de Italia, Carintia y Estiria hasta llegar a Viena, y desde Viena avanzar hasta Bohemia. El viaje debía llevarle veintinueve días, de acuerdo con su itinerario cuidadosamente detallado. En el tenía previsto de antemano la hora de llegada a cada ciudad, y las posadas donde se hospedaría con su séquito. Envió antes a un mensajero suyo, que llevara este plan de viaje a cada uno de los puntos de la ruta, y que en cada sitio leyese un comunicado, en el que se informaba que un noble que viajaba de incógnito, quería sostener un torneo en las diferentes etapas del trayecto. Viajaba de anónimo, pero vestido con ropas de mujer, como la diosa Venus personificada. La proclama decía algo así:
“La Reina Venus, diosa del amor, saluda a todos los caballeros, y les informa que se propone visitarlos personalmente para instruirles en el arte de servir y conquistar el amor de una dama. Se propone partir de la ciudad de Mestre con destino a Bohemia, y lo hará el día de San Jorge. El caballero que rompa lanzas (combata) con ella durante su travesía, será recompensado con un anillo de oro si gana. Pero si la diosa Venus venciera al caballero, será obligación de éste inclinarse hacia los cuatro rincones de la tierra, en honor a “cierta dama”.
El rostro de Venus permanecerá oculto durante todo el torneo. El caballero que, a sabiendas de la llegada de la diosa, se negara a enfrentársele, será considerado por Ella, ajeno al ámbito del amor, y entregado al desprecio de todas las damas nobles del lugar”.
En vez de tomarlo por loco o llevarlo directamente a un manicomio, esta nueva aventura de Ulrich fue recibida en pueblos y ciudades con gran entusiasmo y expectativa. Los libros medievales hablan maravillas de la famosa “Gira de Venus”. La diosa fue recibida solemnemente a lo largo de la ruta, y ningún caballero esquivó tan noble enfrentamiento. El resultado final fue impresionante: Ulrich, disfrazado de mujer, se enfrentó a 577 caballeros, derrotó a 307 de ellos y fue vencido por 270 valientes que recibieron su respectivo anillo. Durante estos encuentros no sufrió el menor daño, y en cierta ocasión hasta se dio el lujo de desmontar a cuatro caballeros en una sola jornada.
Esta gran caravana fue tomada muy en serio en los poblados y ciudades por donde pasó, y como inesperado efecto, convirtió a Ulrich en el caballero germano más respetado y conocido de su siglo. Las hazañas de Ulrich fueron destacadas por Hartmann von Aue y Wolfram Eschenbach, los más destacados poetas del medievo. También son reconocidas sus gestas en el Codex Manesse, la más antigua colección de juglares alemanes, que data de fines del siglo XIII. Esto también, de alguna forma nos dice, que el comportamiento de Ulrich, no era tan ridículo para la época.
Ulrich disfrazado de La diosa Venus
Hacía su arribo a cada población, ni más ni menos que un circo. Era precedido por unas cuarenta personas, todos bajo su servicio, entre los que destacaban cinco escuderos, dos portaestandartes, dos trompeteros. Luego venían tres caballos con armadura y tres sin ella. Más atrás venían los pajes que llevaban el casco plateado y el escudo del caballero. Después, más trompeteros seguidos por cuatro escuderos que portaban sus lanzas, luego dos muchachas vestidas de blanco, a caballo, y dos violinistas también a caballo. Finalmente, la diosa Venus (Ulrich) llegaba, cubierta con la capa de terciopelo blanco que le llegaba hasta los ojos; y bajo la capa dejaba ver un precioso vestido de de seda. Sobre las trenzas de la peluca llevaba una corona enquistada con piedras preciosas. Debe haber sido un espectáculo como pocos.
Toda comarca y ciudad la esperaba con ilusión. Los caballeros incritos hacían largas colas sólo por el honor de competir, de romper lanzas con “ella”. Llegado el momento de la justa, Venus se ponía la armadura bajo el vestido, se sacaba la corona y se ponía el yelmo. No nos vamos a poner a detallar los torneos, a pesar de que las crónicas relatan escrupulosamente cada uno de ellos. Sólo les contaré que en cierta ocasión, se topó con un tonto de su mismo calibre: un rey vestido de mujer en honor de su dama, con peluca y trenzas. Y los dos idiotas disfrazados se arrojaron el uno sobre el otro, y al brutal choque los escudos volaron en pedazos.
Ulrich no podía quejarse. A lo largo de la ruta había conquistado muchos corazones, y de damas más bellas que su amada. Las mujeres recibían al campeón con expresiones de coquetería y entusiasmo. En la ciudad de Tarvisio por ejemplo, doscientas mujeres se reunieron por la mañana frente a la casa donde se hospedaba, para acompañarlo a la iglesia. Estas misas y procesiones fueron quizás el aspecto más característico de toda la gira venusiana. Hoy sería considerado una blasfemia; pero en esa época a nadie le importaba que un hombre vestido de mujer, entrara en la iglesia acompañado por una procesión, que se sentara en el sector reservado a las mujeres, y aún más, tomara la comunión con el mismo grupo.
Nuestro valiente aventurero, aunque impresionó a muchos corazones femeninos, siempre guardó fidelidad a la Dulce, la Pura, la Bondadosa, aunque debió sufrir grandes tentaciones. Cierta ocasión, los sirvientes de una dama desconocida invadieron el dormitorio de Ulrich, cubrieron de rosas el lecho del caballero, y le entregaron un precioso anillo de rubí, regalo de una noble que deseaba permanecer en el anonimato. Pero el más extraño episodio de este extraño viaje es tan peculiar, que lo mejor es citar al propio Ulrich von Lichtenstein. Ya culminando la gira, en una aldea austriaca, antes de llegar a su propio castillo, luego del torneo se encerró en una habitación y escapó por otra puerta. Se había quitado el disfraz de Venus y estaba vestido de caballero. Aquí el relato de UIrich:
“Entonces, en compañía de un servidor de confianza, salí al campo y visité a mi muy querida esposa (?), que me recibió muy amablemente y se sintió muy complacida de mi visita. Allí pasé dos días magníficos, fui a misa el tercero, y rogué a Dios que preservara mi honor, como lo había hecho siempre. Me despedí afectuosamente de mi esposa, y con el corazón fortalecido regresé a reunirme con mis compañeros.”
Estas pocas líneas revelan que Ulrich von Lichtenstein era un hombre casado; su autobiografía nos comenta que para esa época, también era padre de cuatro hijos. Ni esta magnífica familia ni su amante esposa impedían, que este conquistador empedernido cabalgue hacia otros corazones. De tiempo en tiempo, sobre todo durante el invierno, regresaba a su castillo y reanudaba su vida conyugal; pero con la llegada de la primavera, abandonaba otra vez el cálido nido para perseguir sus románticas conquistas. Aparentemente, la esposa no veía nada objetable en las actividades de su esposo, y hasta es posible que se sintiera halagada por la fama del caballero. También es posible, dadas las circunstancias, que ella a su vez, también tuviera su propio serviteur. Todo era posible en el medievo.
Naturalmente, lo de “incógnito” en la Gira de Venus era sólo una formalidad. Todos sabían que bajo ese corpiño de seda, latía el viril corazón de Ulrich von Lichtenstein. También lo sabía la Dulce, la Pura, la Bondadosa. Cierto día, el mensajero confidencial llegó al castillo de Ulrich, con un inesperado correo. Traía un anillo de su bella amada, por quien lo había intentado todo. “Ella comparte la alegría de vuestra gloria”, decía el mensaje, “y ahora acepta vuestros servicios, y como voto os envía este anillo”. El pobre Ulrich casi se desmaya, pero aguantó el mareo y pudo arrodillarse para recibir el presente.
Lo que sucede es que Ulrich era muy ingenuo. Nunca entendió las normas del juego de amor medieval, porque de ser así, se hubiese espabilado antes, y anticipado la siguiente jugada de la duquesa. Pasaron algunos días y apareció nuevamente el intermediario, pero ahora su expresión era sombría y desalentadora: – “Vuestra dama ha descubierto que os entretenéis con otras mujeres; esta fuera de sí de cólera, y reclama la devolución del anillo, pues os considera indigno de llevarlo”. Cuando oyó estos reproches, Ulrich von Lichtenstein, caballero sin miedo y sin reproche, rompió amargamente en llanto. Lloró como un niño, se frotó nerviosamente las manos y quiso morir. El mayordomo de su castillo, un caballero barbudo y anciano, oyó los sollozos y los gritos y acudió presuroso; y al ver el estado en que se hallaba UIrich, “mezcló sus lágrimas con las del noble caballero”. Los dos afligidos hombronazos medievales hicieron tal escena de gemidos y de llantos, que despertaron al cuñado de Ulrich, quien en pijama les reprochó su afeminada conducta y logró hacerlos callar.
Ulrich pasó días amargos. En su dolor, se volcó hacia la poesía y envió sus versos a la “cruel belleza”. Y luego, dice en su relato: “Me separé dolorido de mi mensajero; y visité a mi querida esposa, a quien amo más que a nadie en el mundo, a pesar de que elegí por señora a otra dama. Y con ella pasé diez días felices, antes de continuar mi viaje bajo mi aflicción”.
Quizás sea difícil, a ocho siglos de distancia, comprender este “sistema rotativo de amadas”, pero lo cierto es que formaba parte de la época de la caballería.
Pero todo tiene su final, y el romance de Ulrich tuvo el suyo. Los poemas ablandaron una vez más el corazón de la duquesa; y a los pocos días recibió un mensaje en el que la dama perdonaba al caballero, y le concedía una entrevista personal. Pero para evitar toda publicidad indeseable, invitaba a Ulrich a disfrazarse de mendigo y a mezclarse con los leprosos e indigentes que pedían limosna en la entrada del castillo. Allí se le daría la señal secreta para la cita.
El noble Ulrich se vistió con los harapos de un mendigo, y pasó varios días malviviendo entre los leprosos y los mendigos. Su cuerpo hedía, se llenó de piojos y pasaba la mayor parte del tiempo vomitando. Enfermó de asco y de náuseas, pero su amor por la duquesa era más fuerte. Varias veces la lluvia empapó sus ropas, y el frío de la noche lo hacía abrazarse con los indigentes para poder dormir. Finalmente, llegó una doncella con el anhelado mensaje: “A tal hora de la noche debía esperar al pie de la ventana, con una luz en la mano.”
UIrich se despojó de las ropas de mendigo y esperó, cubierto solamente por una camisa, bajo la ventana. A la hora señalada descendió una especie de plataforma de sábanas, el caballero subió en ella y se sintió elevado hasta la ventana por unas tiernas pero firmes manos femeninas. Apenas entró en la cámara le echaron sobre los hombros una capa de seda, y lo llevaron ante la duquesa.
Después de tantos años de sacrificios, estaba al fin en el umbral de la bienaventuranza. La dama lo recibió amablemente, elogió su lealtad, y le dijo muchas frases halagadoras. Pero las emociones reprimidas derribaron todas las barreras y Ulrich comenzó a exigir pruebas tangibles del amor de la duquesa. Naturalmente, eso era imposible de satisfacer, pues alrededor de la duquesa había ocho servidores; pero UIrich por primera vez se puso necio e intransigente, se negó a escuchar razones, y se mostró cada vez más atrevido. Finalmente, juró que no se movería de allí hasta no recibir la recompensa del “beilegen”. El beilegen era otra rara costumbre medieval. Consistía en lo siguiente: se permitía al caballero acostarse junto a su dama durante una noche entera, pero sólo “dentro de los límites de la virtud y del honor”. Debía jurar que no intentaría lesionar la castidad de la dama, y generalmente se cumplía el juramento. Era quizá la forma más retorcida de galanteo.
El único modo de calmar a Ulrich fue prometerle su beilegen, pero con una condición. La duquesa dijo que accedería al pedido, si éste demostraba primero su lealtad: Para ello debía subir otra vez a la plataforma de sábanas, y ésta descendería un poco. Una vez que UIrich hubiera demostrado su constancia, se le permitiría entrar en la recámara de su amada. ¡Patrañas!
Esta vez Ulrich decidió proceder sobre seguro; aceptó la prueba, pero únicamente si, mientras lo descendían, podía sostener la mano de la duquesa. Se aceptó la condición, el caballero subió a la plataforma y, mientras ésta descendía lentamente, la Dulce, la Pura, la Bondadosa señora dijo a UIrich: “Veo que merecéis mi favor… besadme ahora…” Casi desvanecido de felicidad, UIrich elevó sus labios sedientos, pero cometió el error de soltar la blanca mano. En ese mismo instante fue arrojado con plataforma y todo, al patio del castillo. Cuando sus doloridas piernas le permitieron incorporarse, la plataforma de sábanas ya había desaparecido.
Nada lo desanimaba. Nuevamente la dama le inventaba una explicación, y Ulrich continuaba escribiendo versos, hasta que llegó el desastre final. El diario no explica qué hizo la dama, pero sin duda fue algo terrible, pues el propio UIrich afirma que le fue imposible perdonarla. Y así acabó su Frauendienst, pues (según propias palabras), sólo un loco podía servir indefinidamente sin ninguna esperanza de recompensa”. Lo cual, en todo caso, demuestra que Ulrich se creía un hombre discreto.
Me puse a buscar en Internert, en su biografía, que cosa tan abominable pudo haber heho Teodora Angelina, para que Ulrich no la perdonara, y pasara de un amor enfermizo a no querer volver a saber de ella, de un día para otro. Es probable que la razón sea esta: la bella duquesa enviudó cuando aún las crónicas la describen como joven y bella, alrededor de los 30 años, pero decidió entrar a un claustro, para convertirse en monja por el resto de su vida. Ulrich von Liechtenstein, un caballero cristiano a carta cabal, podía desear y conquistar a cualquier mujer, menos a una de las de Nuestro Señor de la Cruz.
publicado el 25 mayo a las 06:02
gran historia verdadera gloria a ulrich gran caballero de edad media baja