Revista Cultura y Ocio

El cabaré literario de Battersea Spanish

Por Eduardomoga
Participo hoy en un cabaré literario. Lo de "cabaré" me hace pensar en chicas de trajes rojos y ligas bien visibles que dan gritos y patadas al aire, pero sospecho que no va a haber nada de eso, aunque confío en que a la reunión acudan chicas vestidas de rojo y, a ser posible, con ligas muy visibles. Se trata de un encuentro literario que organiza Battersea Spanish, la escuela de idiomas de Londres fundada y dirigida por Sara Caba, una costarricense que ha viajado por medio mundo, para recalar, por fin, en el mismo barrio en el que yo vivo. Sara no solo es una mujer dinámica e inteligente, sino que debe de ser una de las pocas costarricenses que habla danés: vivió algunos años en Copenhague y ahí aprendió un idioma que nunca me ha parecido un idioma, sino una enfermedad de garganta. Su marido, Ben, estadounidense, a quien conoció en el país de la Sirenita, me aclara, no obstante, que el danés, pese a sus complejidades fonéticas, tiene aún menos reglas que el inglés y que, por tanto, no es difícil de aprender. El cabaré se celebra en el piso de arriba del pub Cat's Back, "el lomo del gato", en Putney, al suroeste de Londres. Aunque el barrio es de nueva construcción, queda algún vestigio de su pasado, como Prospect House, un noble edificio del s. XVIII, al lado del Támesis, al que la inevitable placa azul recuerda que el rey Jorge IV venía a alojarse y, quizá, a divertirse con las posaderas (aunque esto último no lo especifica la placa). Hoy es vecino de un restaurante especializado en langosta y ha perdido mucho de su lustre monárquico, pero aún conserva una marmórea dignidad. Antes de entrar en Cat's Back, echo un vistazo al cercano parque de Wandsworth, también contiguo al río, en el que una hilera de magníficos plátanos constituye una espesa pantalla verde contra la a veces mordiente brisa del Támesis. Pasa entonces junto a mí una joven con cuatro o cinco perros. Pese al número de animales, no parece una paseante de perros oficio que consiste en sobrevivir a una maraña de chuchos, todos atados con correas, que se dispone alrededor de uno como una araña ladradora y siempre en movimiento—, sino su dueña: hay gente que no sabe sentir afecto sino por los seres irracionales. Uno de ellos, pequeño, peludo y blanco, se queda algo rezagado y, de repente, empieza a ladrarme con furia, como si le hubiera quitado un hueso. Es más: se dirige a mis tobillos con la peor de las intenciones. Procuro alejarme, pero despacio, sin perder la dignidad: echarme a correr delante de un bicho que apenas levanta un palmo del suelo no habría dado de mí la imagen que me gusta proyectar en público. El perro, sin embargo, insiste en sus acometidas y sigue intentando morderme los bajos de los pantalones. Sus ladridos son aún más furiosos: ha olido el miedo, y eso lo hace una bestia desenfrenada. Sopeso la posibilidad de enviarlo de una patada al Támesis, pero eso sería aún peor que recibir un bocado en las canillas: por más que el animal me hubiese atacado sin que mediara provocación, yo sería el culpable de un crimen injustificable; y al amanecer no me fusilarían, porque la pena de muerte está abolida en el Reino Unido, pero sí me devolverían a España con menos miramientos que con los sirios y afganos a los que expulsan del país. La joven, por fin, que lleva un rato gritándole al perro que vuelva con ella, consigue que el animal desista de su presa y se reintegre en la manada. Yo, con el ánimo algo alterado pero la dignidad intacta, entro en el pub, que, ahora que me doy cuenta, representa al archienemigo de los perros: quizá eso había suscitado la hostilidad del caniche feroz. Allí están ya Sara y su equipo preparando el escenario. Porque se necesita un escenario: en el cabaré habrá música, danza y hasta un espectáculo teatral. Se espera mucho público: 105 personas han confirmado su asistencia. Miro a mi alrededor y pondero las dimensiones del local: si allí se reúnen 105 personas, hay muchas probabilidades de que acabemos todos en el piso de abajo. En realidad, añade Sara, iban a ser 13 más: los intérpretes de un concierto de mandolinas organizado por Wandsworth Radio, que retransmite el acto. Pero el dueño del pub se ha plantado: si hay mandolinas, no hay pub ni, por lo tanto, cabaré literario. Así que se han cancelado. Con lo que a mí me gustan las mandolinas. Desde que vi aquella película en que el capitán Corelli se la tocaba a Penélope Cruz, estoy enamorado del instrumento. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, escucho el concierto para mandolina, cuerdas y clave en do mayor, RV 425, de Antonio Vivaldi. Antes de que empiece el acto, Ben y yo ensayamos brevemente la lectura de mi poema. Yo lo leeré en castellano y él ha tenido la amabilidad de ofrecerse para leer en inglés la traducción de Terence Dooley. Mientras practicamos sentados en la escalera, Sara nos trae unos pinchos de tortilla. Cada uno se come los suyos mientras el otro recita, y yo descubro un saludable, irónico contraste entre la gravedad de los versos y el hecho de escucharlos comiendo tortilla de patatas. Ciertamente, acude mucho público: no los 105 que han reservado, pero sí muchas docenas de personas. Voy al lavabo a lavarme las manos y allí compruebo que el ataque del can iracundo no va a ser la única desgracia de la tarde. Cuando aprieto el dispensador de jabón, una ráfaga incontrolada de líquido me ametralla la pechera. Me limpio, como puedo, con agua y papel higiénico, confiando en que el jabón no deje mancha, pero de momento luzco un enorme lamparón en pleno plexo solar. Qué mala suerte tengo, o, mejor, qué torpe soy. Si no desaparece, haré el ridículo, aunque no tanto como aquella vez en que, en la boda de una amiga, leí un poema epitalámico con la bragueta abierta. Inicia el acto Andy, el responsable de Wandsworth Radio, un inglés dicharachero y enorme, al que, no obstante, estoy por recomendarle un champú más eficaz que el que él debe de utilizar. Su desaliño es el de cualquier inglés excéntrico y alternativo, acentuado, en su caso, por un detalle llamativo: parece llevar los pantales desabrochados; por lo menos, una larga porción de cinturón le cuelga más allá de la camisa, que lleva por fuera. Es, sí, un rasgo peculiar, pero también inquietante, sobre todo para las mujeres. Tras su introducción, Sara nos da la bienvenida a todos con su particular estilo, cariñoso y entusiasta. Sara es, como se dice aquí, una natural de las relaciones sociales: su simpatía se impone a cualquier equívoco o desafuero, aunque tengo para mí que en esa alegre naturalidad subyace un carácter fuerte y una determinación a prueba de bombas. El maestro de ceremonias es el colombiano Juan Toledo, que lleva más de dos décadas viviendo en Londres. La argentina Carolina Frontini lee unos poemas delicados y enigmáticos, nacidos de unos dibujos que, llegados a cierto punto, ya no le alcanzaban para expresar lo que quería expresar: por eso se pasó al verso. Hoy, nos cuenta, es la primera vez que lee sus poemas en público, y está un poco nerviosa. Pero ese nerviosismo no se le nota en la lectura. Lo hace bien. Solo debería, quizá, subir algo el tono de voz: a pesar del micrófono, apenas oímos las últimas composiciones. Felipe Duarte, también colombiano, es economista, pero lo que le gusta en realidad es la guitarra y la música. Interpreta cuatro piezas, algunas tradicionales de su país y otras compuestas por él. En una habla de la lluvia, el nexo entre Londres y Bogotá, aunque aquí es fina y gris, y en su ciudad natal, escandalosa y llameante. Fernando Sdrigotti, argentino, residente en Londres desde hace trece años, lee un cuento escrito en inglés sobre la muerte de un gato. En realidad, lee, interpreta y casi glosa. Cargado de humor, los últimos días de Totó así se llama el gato; los gatos están teniendo un papel relevante en esta velada— nos hacen reír a todos. Alejandro de Mesa Palau es otro colombiano que nos interpreta un monólogo y que sale al escenario en calzoncillos, unos calzoncillos blancos, austeros, clásicos. Hay que ser muy valiente para salir así a una sala atiborrada y actuar, literalmente, entre el público, que se amontona en el suelo, contra las paredes, por todas partes. Alejandro resuelve bien la papeleta y sale del proscenio vestido: no diré más, para no desvelar el final. A continuación, Yoli, mexicana, y Dan Calvert, editor de la prestigiosa Oxford University Press, pero también músico y guitarrista, y cuyo aspecto dista mucho del de Pepe Habichuela, interpretan sevillanas. Se hace algo extraño que una mexicana y un inglés  rubio y de Oxford bailen algo tan racial como la sevillana, pero salen airosos del trance. Al fin y al cabo, si hasta hay ya bailaores japoneses de flamenco, ¿por qué no pueden flamenquear también ellos? A continuación, el costarricente-portorriqueño Carlos Fonseca lee un fragmento —no sé si capítulo— de su recientemente publicada novela Coronel Lágrimas, en Anagrama. Como bien dice, es difícil competir, leyendo un texto, con el baile y el teatro: estos son tan poderosos, remueven tanto las emociones, que la palabra escrita ha de hacer un esfuerzo enorme por estar a su nivel. Después de Carlos actúo yo, con un poema de Cuerpo sin mí. Hago una breve introducción en inglés y agradezco la posibilidad que se me ha dado de compartir un encuentro tan cálido como este, y no solo por el numeroso público. En una ciudad como Londres, que puede ser muy fría, que puede ser hostil, compartir intereses e inquietudes, literatura, con gente querenciosa y cercana culturalmente, es un respiro, más aún, es un bálsamo. Tras mi lectura y la de la traducción de Ben, cierra el acto el propio Juan Toledo, que lee del móvil un poema escrito en inglés, "I'd love to be British": "Me encantaría ser británico". De nuevo, nos reímos, y esa risa es el resumen perfecto del cabaré: una risa franca y sin aristas. Pero aún nos queda charlar un rato con los asistentes. Una joven inglesa, muy tímida, me pide un libro. Otro joven local, que ha venido al cabaré con su madre, me cuenta que su padre, ya fallecido, era novelista y poeta, y que ambos, su madre y él, están trabajando por reunir su obra inédita y publicarla. Siempre que los ingleses, cualquier inglés, se me acercan para hablarme, tengo la impresión de que se revela una realidad oculta: los ingleses existen, y son capaces de conversar con uno, y hasta de hacerlo con interés y cordialidad. Dos jóvenes de Barcelona, en fin, me asombran al preguntarme dónde está la plaza Universidad que menciono en el poema: es como si un madrileño no supiera dónde está la plaza de Santa Ana. He de esforzarme por describírsela, pero acaban por reconocerla: "¿Al principio de la calle Aribau?, me pregunta uno, triunfal. "¡Eso!", le respondo yo, aliviado. Cuando salgo a la calle, ya de vuelta a casa, miro a mi alrededor, no sea que otro perro colérico, o el mismo de antes, vuelva a querer merendarse mis tobillos. Pero no: todo está tranquilo. La noche es suave y negra, y suena cerca el blando movimiento de las olas que levantan en el Támesis las barcas espectrales que lo surcan.

Este es el poema que he leído en el cabaré:                                                 Plaza Universidad

Paseo por las calles. Veo su vaciedad,que cuaja en el asfalto,y se atiranta como un alba          coloreadade espanto, y engalana las iglesiasy los burdeles,y no prescribe, y tartamudea.Flota en la nadael azufre que soy, el silencio que soy,el hedor de la muerte, que difundengaviotasoscuras,     cuyos graznidosatraviesan el día como dardosde sombra. Veo las gaviotas,y perros parecidos a hombres, y hombresparecidos a mí,que no respiran, sino que malgastanla piel,e hipotecan el semen,y observanconductas     inútiles:nacer, hablar, enamorarse. Y veola lluvia: la arenosa unidaddel aguaque aguijoneala tierra,y el sol sumido en una algarabíade negaciones,y mis pupilas saqueadas,en las que habita     lo ajeno,lo inerte, lo sin alas,y se cobijan lucesdifuntas. En la calle no hay nadie, y, sin embargo,la gente   eyacula, envejece,se resigna a sus miembros, no discrepa de ser;por el contrario,  se daa la promiscuidad y al polvo:celebra la agonía;y el ultraje que implica su presenciaresuena en las criptas     que me componen.La calle está vacía, pero me abastecede formas    en las que me disuelvo,me estrangula con la respiraciónde muchos, me deslumbra de negruray de deseo.Los autobuses tienen bocascalientespor las que nunca asomaun río, ni la posibilidadde un río,                  ni cosasque vuelen. Y el azulse adentra en lo que no es azuly le transfunde  su sangre, lo averíacon su escoplo, sojuzga su vidrio magullado.Un pechome asedia:        es el mío. Otrosse ofrecen como bálsamos,pero resbalo por sus cuestas,y balbuceo, y me reflejoen su laca obsesiva,y apenas reconozco a quienes gritanmis nombres, y enumeranmis muertes, y me miran con mis ojos,desde dentro de mí. No estoy.No siento las costillas     que me circundan.No me detengo en los escaparatesque me invitan a ser y me prohíben ser.No participo de la transparenciacon que las cosasse tiznan,y que me abraza    como si me repudïara.No advierto lenguas, cálices, derrumbamientos, mundos.No veo, en fin, a nadie amar,ni a los objetos     reproducirse, ni compartoel trajín de lo quieto, o el de los insectosungidosal yugo boreal de los neones.Sólo soy ya     este deambular sin piernasy sin conciencia de que deambulo,esta derogaciónde la caricia, que me abocaa un nuevo abismoy me regalasu pulpa desquiciada,entre cuyas viscosidadescontabilizo muertos que sonríen, y sus sonrisas.

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