Revista Cultura y Ocio
Estuve en el Café Comercial hace apenas tres semanas, a principios de julio. Viájabamos a Extremadura para pasar las vacaciones y hacíamos noche en Madrid. Me vi allí con Diego Doncel, con el que llevaba tiempo queriendo charlar. Quién me iba a decir entonces que aquella sería mi última visita. El Café Comercial se había convertido en una referencia. Como no vivo en Madrid, nunca he sido un parroquiano habitual, pero sí me ha servido como punto de encuentro con otros escritores. (Y como medio para actualizar mi videoteca: justo delante hay un quiosco con una de las mejores colecciones de películas en DVD de segunda mano que conozco. Nunca pasaba por él sin comprar alguna guarra y, para compensar, otras de Lynch o de Bergman). Allí me solía reunir, por ejemplo, con Mariano Peyrou, con quien establecimos la tradición de vernos en Navidad, aprovechando mis días de estancia en la capital para pasar la Nochebuena y el día de Navidad con la familia de Ángeles. En una de esas ocasiones distinguí entre los clientes al gran Tomás Segovia, solo en una mesa apartada, que garabateaba versos en un papel muy chiquito. Siempre me han admirado los escritores que son capaces de crear en la atmósfera ruidosa y más o menos agitada de los bares. Más aún: algunos, como José Hierro, necesitaban ese ambiente bullicioso para componer; si no había a su alrededor obreros vociferantes tomándose un carajillo, cabezas de gamba chupadas y servilletas de papel arrugadas al pie de la barra, o público con el bigote amarillo de fumar y manchas de aceite en la camisa, no le salían los versos. El Comercial no era así, desde luego, aunque lucía la necesaria cantidad de mugre como para ser considerado un local de época. Ser cochambroso es uno de los requisitos de estas deliciosas antiguallas: si la mano no se te queda ligeramente pegada al tablero de la mesa, o no hay desconchones en las paredes y manchas de humedad en el techo, o los lavabos no te recuerdan al séptimo círculo del infierno de Dante, el sitio no es auténtico. Otra conditio sine qua non de estos lugares es que los camareros sean bordes. Cuando los eligen, ser borde se constituye en un requisito técnico-profesional imprescindible. "¿Es Ud. borde?", les pregunta el encargado de la selección del personal, que sabe lo que se hace. "Por supuesto. Soy borde hasta decir basta. Aquí tiene mis referencias". Y entonces el candidato desenfunda de un cartapacio un fajo de papeles, en el que se acumulan las denuncias de que han sido objeto, las quejas ante las autoridades de consumo y las cartas en protesta por su conducta dirigidas al propietario del local, y las muestra con orgullo de entendido al interpelante. Yo conocí a un camarero de un café de Barcelona que era capaz de escupirte en el vaso, o de traerte carbonizadas las lonchas de pancita que hubieras pedido, si no le habías caído bien. Y no digamos si no le habías dejado propina, volvías y te reconocía (y siempre te reconocía). Pese a todo, los cafés han estado muy presentes en mi vida. No aquí, en Londres, donde no los hay —su papel lo hacen los pubs, pero no es lo mismo—, sino en Barcelona, y también en Madrid. En Barcelona, el que más he visitado ha sido el Zúrich, en la plaza Cataluña. En mi adolescencia, solía quedar allí para dármelas de bohemio con las que pretendía que fueran mis novias o hacer el tonto con los amigos. Estuve después muchos años sin frecuentarlo, hasta que, aprovechando que pasé a trabajar cerca, me acostumbré a tomarme el café con leche de media mañana en la terraza, leyendo y viendo pasar a la gente, sobre todo a las turistas. También he ido mucho al Velódromo, en la confluencia de la calle de Muntaner con la Diagonal. Allí otros letraheridos y yo tuvimos incluso una tertulia literaria, con algún momento glorioso, como cuando uno de los contertulios, Reinaldo, un cubano ligón y desestructurado, dejó caer desde el primer piso un terrón de azúcar, que fue a aterrizar en la calva de uno de los camareros. Y los terrones de azúcar pueden hacer mucho daño desde cierta altura. En este caso, no es extraño que el camarero tuviera una reacción muy borde con él y, por extensión, con todos nosotros. (Por suerte, a Reinaldo no se le ocurrió juguetear con una bola de billar de la legendaria mesa de billar de la planta baja: el impacto de una bola contra la otra habría causado lesiones acaso irreparables). El Zúrich y el Velódromo cerraron, desbordados por las crisis económicas, los cambios de gustos de los consumidores y, sobre todo, la presión inmobiliaria. Pero también ambos fueron refundados con ayudas públicas: hoy, tras un remozamiento general, siguen funcionando, y con bastante éxito, según dicen. Lo mismo ha pasado con el Gijón en Madrid, igualmente rescatado de la clausura por los munícipes. Esta bien que el dinero de todos ayude a preservar lugares que son de todos, pero siempre se pierde algo, o mucho, por el camino: el Zúrich, el Velódromo y el Gijón son hoy locales brillantes, modernos, y atracción de turistas. En el Velódromo los camareros ya no van ataviados con las clásicas chaquetillas blancas y pajaritas negras, sino de riguroso luto, como los de cualquier bar de moda de Londres. Tampoco son mayores, gente que ha vivido una posguerra y sabe lo que es atender a una parroquia hambreada y sin instrucción, sino jóvenes muy desenvueltos, que hablan idiomas y hasta sonríen. Y ni siquiera apuntan el pedido en un bloc, con sus hojas cuadriculadas, manchadas de dedazos, y su alambre en espiral, sino en tabletas de las que usan los astronautas en sus misiones. Todo esto está muy bien, pero yo añoro los locales de antaño, esos que forman parte de nuestra juventud y que siguen formando parte de nuestra vida, pringosos y desordenados. En Barcelona quedan pocos: el Café de la Ópera, en las Ramblas, delante del Liceo, lugar tradicional de reunión de melómanos y maricas; el bar del Pi, en la plaza del mismo nombre, con sus estrecheces de madera y su olor a ajenjo; y el Glaciar, en la plaza Real, donde solía sentarse a escribir César González-Ruano cuando visitaba la ciudad, hoy reducido a la mitad de lo que una vez fue (y esta frase cabe aplicarla tanto al bar como a Ruano), pero aún, alabado sea el Hacedor, relativamente desconocido por los turistas. González-Ruano, por cierto, fue uno de los muchos escritores españoles que escribieron la mayor parte de su obra en los veladores de los cafés. Sentado en uno, con un cortado o un whisky en el mármol, era capaz de pergeñar cuatro artículos en un mismo día sin que se le moviera una ceja. Y así día tras día. Singularmente, González-Ruano tiene una de las prosas más desembarazadas del siglo. Él era un fascista y un indeseable, pero su escritura, limpia, natural, poética, iluminadora, le debe casi todo a la penumbra humosa y gárrula del Gijón y luego del Teide, este ya desaparecido. En Sant Cugat también hay un antiguo lugar de tertulias, el Mesón, junto al monasterio, donde en los setenta se sentaban Gabriel Ferrater, sus alumnos y otros profesores para hablar de literatura, pero hoy de aquello apenas queda la tramoya: todo lo demás —el ambiente, el trato y, sobre todo, los precios— ha abrazado una modernidad sin alma. No sé si el Comercial madrileño volverá a abrir. Yo deseo que resucite. En los cafés hay depositadas demasiadas ilusiones y demasiada melancolía como para que simplemente desaparezcan. Son un rasgo de nuestra cultura y, perdóneseme la palabra, tan mal vista hoy, de nuestra identidad. Nos merecemos seguir creyendo que ese entorno cálido, triste, bohemio, nos ayudará a escribir, a sentir: a ser. Aunque solo sea una ilusión. O quizá, precisamente, porque es una ilusión.