Hace un par de días estaba leyendo Calypso, el libro de David Sedaris que tengo ahora entre manos. En un capítulo recrea una anécdota en la que él se muestra completamente borde con el camarero en un bar de aeropuerto. La escena en sí, no tiene nada nuevo que no hayamos visto o vivido en alguna ocasión:
Entras en una cafetería de alguna gran cadena en las que hay que pedir en una de esas barras con una gran nevera de cristal bajo ella llena de dulces y sándwiches. Pides un café, y un camarero que probablemente ni te esté mirando a la cara, te sugiere unas pastas estupendas que tienen para acompañarlo y las rechazas amablemente, pero el camarero insiste ofreciéndote una alternativa que también rechazas. Hasta ahí, todo normal. Aceptas que forma parte de la venta, que es su obligación y que, por supuesto, ni se ha parado un instante a valorar tus necesidades o gustos. Cualquiera de nosotros se habría limitado a un cordial ‘no, muchas gracias’ y se hubiera ido.
Pero Sedaris espeta al camarero un ‘No me ha dado ninguna vergüenza pedir el café ¿qué te hace pensar que me voy a achantar a la hora de pedir cualquier otra cosa?’ y acaba por marcharse de la cafetería sin pedir nada, completamente ofendido por la actitud del camarero. Alguna escena similar le sucede en la caja del supermercado y sus salidas, como es de esperar, son ocurrentes pero bastante incómodas.
Este capítulo me hizo gracia por lo absolutamente antagónica que soy yo. Y porque ante una situación similar, no habría dudado un instante en desintegrar a Sedaris con una profunda mirada asesina por ponerme en una situación tan bochornosa.
Porque cuando voy con alguien que se comporta así, soy ese tipo de persona que espera unos segundos a que mi acompañante se haya ido y me excuso ante al pobre agraviado. Discúlpale…ha tenido un mal día…se ha dado un golpe en la cabeza…es imbécil. Este tipo de justificaciones.
Porque soy también ese tipo de persona que puede tomarse sin contemplaciones una consumición que no he pedido si considero que el pobre camarero está desbordado en ese momento. De las que pide corregir una cuenta errónea como quien pide perdón. De las que no cambia jamás el regalo de una amiga aunque parezca que lo ha comprado mi enemigo. Soy ese tipo de persona que no sabe terminar una conversación porque decir adiós me parece descortés.
En el fondo, no es que sea idiota, o no tanto, aunque no culpo a quien esté pensando eso de mí en este momento. Es que huyo de la confrontación. Despavorida. ¿Sabéis eso de ‘más vale uno rojo que ciento colorado’?. No es para mí.
Por eso me gustan tanto esas series en las que los actores interpelan al espectador o le hacen partícipe de lo que está ocurriendo, rompiendo esa cuarta pared de la escena, como pasaba en The Office. Esos segundos de complicidad, de algún modo confesionales, que son absolutamente necesarios. Pero mi preferida en esto es, sin lugar a dudas, Phoebe Waller-Bridge en Fleabag, que utiliza ese recurso de manera impecable y directa. Mira a la persona qcon la que está hablando y antes de contestarle (sin duda alguna barbaridad), la historia se detiene, ella se gira y todo lo que pasa por su cabeza te lo está diciendo a ti. Punto. Es un cinismo perdonable, necesario incluso.
En las situaciones incómodas, en las evidentes, en las delicadas, en las complicadas, yo me veo así. Sonriendo a esa persona que tengo delante y parando el tiempo tres segundos mientras me giro hacia un imaginario espectador al que hago un comentario probablemente censurado. Solo que después retomo la historia, continúo con la más amable de mis sonrisas y me marcho con un ‘nada más, muchas gracias’. Y con el café y las pastas también.