Aquí van algunas pinceladas de nuestros primeros dos días por El Cairo.
Tras un viaje infernal, en el que una niña de unos dos años no paró de berrear hasta que cayó desfallecida por el esfuerzo que imprimía a su berrinche minutos antes de aterrizar, llegamos a una de las tres capitales por antonomasia del mundo árabe – junto con Damasco y la sufrida Bagdad-.
Con más de 15 millones de habitantes, la mayor ciudad de África es un torrente de humanidad. Sucia, caótica y ruidosa al tiempo que bella y espectacular. De primeras, la ciudad impresiona por su inmensidad.
Cairo recibe porrón y medio de visitantes cada año y eso se nota enseguida. Así, las zonas turísticas son eso, zonas para extranjeros. En ellas todo está cuidado, hay cientos de policías y los vendedores y demás egipcios que rondan por la zona saben hasta más de siete lenguas, incluidas joyas como “hola hola Pepsi Cola”, “un poquito de por favor” o “aquí más barato que en El Corte Inglés”. Pura fantasía que no tiene que ver con el resto de la ciudad.
Entre dichos lugares, destacan el Museo Egipcio, con sus momias que no vimos –la entrada a esa parte del museo, no incluida con la de la entrada, es más cara que la propia entrada al museo- y todas las jojoyas de Tutankamon, que murió con solo 19 años bien rodeado de sus cosicas. Asimismo, visitamos el barrio islámico (con la zona de tiendas exclusivas para turistas de Khan el Kalili), la ciudadela de la ciudad, con una mezquita en la cumbre que quita el hipo, el barrio de Downton y las orillas del Nilo.
Pero también vimos otras cosas. Zocos rebosantes de gente en las que había cientos de puestos de frutas y verduras –que la verdad que no tenían muy buena pinta-, pescados, montones de lana y cajas con patos y conejos juntos –incluido un pato que se estaba comiendo a un conejo a picotazos-; edificios preciosos a la par que ruinosos; andamios enormes hechos de madera; burros y carretas por doquier. Todo ello se encontraba entre autobuses, coches, motos, bicicletas, carros y todo aquellos que se pueda mover con ruedas.
Hablamos con unas niñas de lo más saladas, nos movimos en metro*, comimos kushari (el plato nacional egipcio), bebimos cerveza helada y visitamos la mezquita de Al Azhar, una de las más antiguas del Islám que fue sede de la universidad más antigua del mundo islámico (ahora la universidad se encuentra al lado pero en otro recinto, y en esa no nos dejaron entrar). Además, vimos la mayor cantidad de mujeres veladas con niqab (velo negro que solo deja a la vista los ojos) en casi año y medio por Oriente Medio.
Eso sí, si algo nos dejó alucinados, fueron las marcas de rezar que muchos de los hombres tenían en la cara. Era algo así como una verruga marrón gigante en el medio de la frente. Tras pensar que se podía tratar de una enfermedad local o algo así, recordamos un comentario que una vez nos hizo un amigo, que no era otro que en Egipto se veía a un montón de gente con las marca de rezar mucho en la cara. Y hete que ahí lo teníamos. La verdad que impresiona, y no soy capaz de imaginar la de veces que uno tiene que apoyar la cabeza en el suelo para que le salga semejante Alien. Creemos que todo esto tiene su función de hacer ver al resto lo piadoso y devoto que es uno, y es que aquí muchas veces las apariencias cuentan más que nada.
En fin, que estos dos primeros días dieron para mucho, pero aún quedaba más. En la próxima las pirámides y el parque del amor.
*Nota: no puedo dejar de referirme a tres cosas que observamos en el metro. Una es que los vagones centrales son sólo para mujeres, mientras que el resto son mixtos (aunque predominaban los hombres). Otra es que en los asientos, que eran para cuatro, se sentaban entre cinco y seis personas, dependiendo de grosores. Y el último es que, cuando el metro llegaba a una estación y se abrían las puertas, la gente entraba y salía al mismo tiempo, con lo cual vivimos escenas de un salvajismo dignas de una melé de rugby. Di que al final nos divertía y todo (la gente, antes de abrir las puertas, se prepara para la minibatalla). En fin, “Metro de Madrid informa…”