Revista Cultura y Ocio

El calor de Diciembre (1)

Publicado el 15 diciembre 2014 por Elarien
El calor de Diciembre (1) CAPÍTULO 1: DICIEMBRE
Nicole se despertó emocionada. ¡Por fin había llegado el invierno, su estación preferida, la que esperaba con impaciencia desde la primavera! No le importaba que el sol no apareciese durante todo el día y que en su lugar los reflejos azulados de la nieve trasformasen el paisaje en un mundo de ensueño. Ese mundo misterioso se desvanecía junto con el invierno, al igual que la nieve se derretía bajo los rayos del sol. No obstante, lo que más le gustaba a Nicole de ese primer día no era ese escenario casi onírico, ni el frío tonificante que traspasaba la protección acolchada de su anorak y sus botas. Aquella mañana era especial porque, justo después de desayunar, llegaría el momento de acompañar al abuelo a sacar el Trineo de su escondite secreto: un refugio oculto en el Polo Norte, casi a orillas del Océano Ártico. Para la chiquilla, además, ésta sería la primera vez que guiaría sola el Trineo: lo trasladaría desde su cochera hasta el taller de los duendes. Era una distancia muy corta, pero eso no le restaba ilusión a la idea de  conducirlo. Una vez allí, permanecería aparcado delante de la puerta de la fábrica hasta la Nochebuena. Durante ese tiempo los duendes se ocuparían de atestar el interior de su cesta con todos los regalos preparados a lo largo de esos meses. Justo en la medianoche del 24, se iluminaría la torre del reloj y todo se detendría, incluso el transcurso del tiempo. Con cada tañido de las distintas campanas, los renos se acoplarían, uno a uno, al tiro.
La primera campanada era para Trueno y retumbaba como una tormenta. Era la señal de alarma para los más despistados que se apresuraban a acudir a contemplar el espectáculo. A Trueno le seguía el chispeante Rayo y ese sonido hendía la torre, y la abría. A partir de entonces, toda la secuencia de la escena podía seguirse en la reproducción de las figuras a escala que surgían de la base del reloj. Las tallas de madera cobraban vida y ejecutaban todos los movimientos al unísono con los de los animales. Tras aquel deslumbrante relámpago se oía un tañido fugaz y, en apenas un parpadeo, Cometa estaba listo. Había que estar muy atento porque ese era el instante de pedir un deseo navideño. La llamada de Cupido se parecía a un beso y despertaba sonrisas, rubores y miradas bobaliconas entre los duendes. A veces era una carcajada, a veces el sonido de algo al romperse lo que llevaba a la bellísima y juguetona Traviesa a su sitio. Un redoble marcaba la llegada del fuerte y hermoso Saltarín, capaz de recorrer distancias y elevarse a alturas increíbles con cada uno de sus acrobáticos saltos. Al sonido de un acorde, el elegante Danzarín se deslizaba sobre la nieve y el resonar de las gaitas acompañaba la enérgica entrada de Brioso. La novena campanada simulaba la sirena amortiguada de un barco entre la niebla y hacía que la nariz de Rudolph se iluminase a modo de faro. La décima campanada era el primer ¡Jo! de la risa del abuelo Claus, que se sentaría en el pescante. ¡Todos estaban listos! En el segundo ¡Jo! el trineo se deslizaría veloz y, en el tercero y último, despegaría y se elevaría entre las estrellas hasta perderse casi por completo de vista. Sólo se distinguiría el punto rojo de la nariz de Rudolf que destacaría en el cielo nocturno sobre el resto de las luces de Navidad. ¡Jo,jo, jo!
Hasta que llegase ese momento, los duendes se ocuparían de la engorrosa tarea de clasificar y colocar correctamente los preciosos regalos que se repartirían durante aquel viaje. Un descuido de última hora en el emplazamiento de alguno de ellos les suponía tener que volver a empezar de nuevo desde el principio, para evitar confusiones en el momento de su entrega. Afortunadamente, gracias a la atención constante del competente, inagotable e infalible Alfred, nunca se equivocaban.
Aunque aún era muy temprano, la joven se sentía despejada y sin rastro de sueño. Se asomó a la ventana. El día prometía. A esas alturas del año el sol era invisible. Sin embargo, sus lejanos rayos se infiltraban sobre la fina neblina que cubría el hielo polar, alumbrándola apenas. La tierra dormía bajo la nieve. La tenue luz cubría la escena hasta el horizonte con un velo tan ligero como una gasa de tul y despertaba huidizos destellos de lentejuelas sobre la lisa e infinita blancura. Hasta el momento, las gélidas ventiscas, las espesas nieblas y las violentas tormentas habituales de la estación se habían mantenido a raya, y las suaves nevadas y las moderadas temperaturas aún les permitían disfrutar de largos paseos en la inmensa soledad de la tundra. ¡La tibieza del clima no acompañaba a la frenética actividad de Diciembre y, en el taller, los duendes sudaban acalorados mientras corrían de un lado a otro, sin parar, para hacer frente al trajín del final de los preparativos navideños!
El sonido de las cacerolas y los platos, que indicaban que la abuela Helga se había levantado a preparar el desayuno la distrajo de sus pensamientos. El aroma del pan recién horneado la arrancó definitivamente de la ventana y la arrastró hacia la cocina.
A Nicole le gustaba el recto y amplio pasillo con sus magníficos cuadros colgados en las paredes y su liso suelo de tarima sobre el que se impulsaba para deslizarse con sus suaves zapatillas de lana de borreguito.  La abuela afirmaba que la madera se mantenía tan pulida y brillante gracias a aquel entretenimiento. La habitación de la niña se encontraba al fondo del todo, por lo que podía patinar y frenar sin riesgo. A lo largo del pasillo se abrían las puertas del resto de las alcobas. El más próximo era el dormitorio de los abuelos, con su cama de madera cubierta por un enorme edredón de plumas bajo el cual la chiquilla se metía algunas mañanas a escuchar los cuentos navideños del abuelo. Contaba con una sauna en la que era un placer refugiarse al regreso de un largo paseo en la nieve. En un momento, las manos, ateridas a pesar de las gruesas manoplas, entraban rápidamente en calor, la nariz, helada y colorada como la de Rudolph, recuperaba su color natural, y los músculos de todo el cuerpo se relajaban con el vapor que desprendían las piedras candentes.  Al pasillo le brotaban unas alas que se ramificaban en los numerosos cuartos de invitados. Esa disposición les confería una cierta privacidad. Eran estancias amplias, con una pequeñas sala de estar y con su propio baño, en los que unas bañeras tan grandes como piscinas soltaban diminutas burbujas que hacían cosquillas en la piel.
La abuela siempre mantenía esa zona en perfecto estado, arreglada y  acondicionada para acoger a cualquiera que se presentara, con o sin previo aviso.  Luego venía la parte de la casa en la que se hacía vida en común, con la luminosa biblioteca que contenía todos los libros del mundo y en la que siempre brillaba una esfera de luz mágica que permitía leer y estudiar a cualquier hora del día, o de la noche, y en cuyo interior, separado por unas puertas correderas, estaba el  despacho del abuelo. A Nicole le encantaba asomarse y contemplar las estanterías llenas de libros, los viejos archivos, la colorida alfombra dispuesta bajo la gigantesca mesa de madera, ocupada en su mayor parte por un ordenador último modelo en el que registraba las cartas de los niños tras enviar una copia al Taller. Este sistema le permitía al abuelo trabajar con más comodidad y se había mostrado mucho más rápido y eficiente que el método manual tradicional, tan lento y pesado. Enfrente de la biblioteca se encontraba el salón, con sus sillones, mullidos y acogedores, y su chimenea de piedra en la que siempre chisporroteaban unos troncos que a veces desprendían el aroma balsámico de la resina de pino, y otras el más dulce y acaramelado de los arces. Al lado de aquel salón estaba el gran comedor: una sala inmensa en la que, una vez repartidos los regalos, se celebraba la felicidad de aquella mañana con el espléndido desayuno de Navidad. Su pared del fondo la ocupaban por completo unos ventanales por los que la nítida luz del norte entraba a raudales durante el verano mientras que en invierno daban acceso a la amplia terraza, convertida para esa época en una resbaladiza y divertidísima pista de patinaje. Nicole entrenaba las piruetas con sus zapatillas de lana sobre la tarima del pasillo para luego reproducirlas con las cuchillas de los patines sobre la terraza helada. Esos balcones también se abrían durante el desayuno navideño para dejar que se colase a través de ellos el gozoso viento que transportaba las exclamaciones de alegría de los niños al desenvolver los paquetes. El crujido de los papeles rasgados y arrugados se mezclaba con el sonido de los abrazos y los besos de cariño, aunque generalmente los comensales apenas les prestaban atención, más ocupados en dar buena cuenta de las especialidades de la cocinera.


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