Revista Arte
En el año 1761 el pintor neoclásico italiano Pompeo Batoni (1708-1787) compuso su lienzo Diana y Cupido. Ningún pintor significativo había compuesto antes a estos dos dioses mitológicos solos y juntos. No tenía sentido, eran ambos incompatibles entre sí. Diana o Artemisa era una diosa casta siempre más interesada en la caza que en cualquier otra cosa terrenal, algo que ella sola y sin ayuda de ninguna otra necesidad divina o humana pudiera merecer para poder ejercer por el mundo. Cupido era el dios del amor y de la unión fértil y reproductiva. Nada que ver el uno con el otro. Todos los pintores de la historia habían pintado a Cupido o con Venus, o con Psique, o con Adonis, o con Zeus..., con todos casi. Diana fue representada siempre sola o con sus ninfas o sorprendida por sátiros o cazadores libidinosos. Pero, jamás con otros seres mitológicos que interactuaran con ella en algo que fuera más que una simple caza. ¿Por qué el pintor más insigne de mediados del siglo XVIII se decidió a realizar una obra de tan libre inspiración (no existía referencia mítica literaria alguna de Diana y Cupido), donde su protagonista mitológica principal, la diosa Diana, estuviese ahora junta e interactuando con otro dios primordial y tan opuesto a ella, el anheloso Cupido? Es el momento histórico el que hay ahora que analizar meramente para entender parte de la representación artística. Cuando el filósofo Rousseau libera los sentimientos de la razón por primera vez en la historia, no lo hace para dar más rienda suelta a un amor barroco o renacentista exacerbado, sino para liberar al ser humano de ataduras que le condicionen o le opriman. Y es ahora cuando Pompeo Batoni comprende que la diosa Venus es metamorfoseada por Diana para transformar una necesidad en un sentimiento.
Ahora, mediados del siglo XVIII, el ser humano, simbolizado en la obra por la figura atormentada del dios Cupido, deseará retomar su papel atávico y desasosegante del mundo anhelante y sensitivo de los humanos, simbolizado aquí por el arco de flechas de su impenitente deseo poderoso, y que la diosa Diana en la obra neoclásica del pintor Batoni le impedirá coger, separándolo así, decididamente, ahora aquí de su ofuscado oponente. ¿Qué deseaba transmitir el pintor neoclásico? El fin de la pasión exacerbada frente a los suaves sentimientos. Los siglos anteriores habían glosado el amor, aunque fuese cándidamente representado, de una forma absolutamente inapelable. El amor necesitado, el amor justificado, el amor endiosado, el amor objeto de irresolución y disolución en la vida y en las costumbres de los humanos. Ahora, al advenimiento de un clasicismo nuevo que volvía a retomar el equilibrio, la fuerza de la moderación y del sentido apropiado de las cosas, reclamaba un sentido diferente al que había imperado desde el Renacimiento hasta entonces. El clasicismo de Batoni no era el clasicismo renacentista promocionado, por ejemplo, por el sensual cardenal Farnese en el siglo XVI; tampoco el clasicismo voluptuoso y sin freno de los años barrocos o rococós. El mundo debía ahora contener la pasión representada por el compulsivo Cupido y sus aterradoras muestras de deseo y sensualidad intempestiva. ¿Era eso, exactamente, lo que el pintor italiano deseaba mostrar entonces? ¿El ser humano era limitado en su deseo por el afán subjetivo de una diosa casta? O fue lo contrario, que el ser humano no debía dejar nunca de anhelar sus deseos a pesar de lo racional o moral que los dioses o los poderes considerasen mejor...
El neoclasicismo de Batoni fue un espectacular modo de pintar para una época que prometía cambios. Pero el neoclasicismo no era un cambio, era una continuación. Sin embargo, los pintores podían utilizar su estilo tradicional para comunicar cosas novedosas. El Arte de Batoni, como todo Arte genial, es expresar cosas que nos hagan pensar, no que nos obliguen a pensar de una manera determinada. Lo acertado de Batoni fue expresar un cambio producido en la sociedad de entonces. Quién o quiénes estaban en algún lugar detrás de ese cambio, o qué pensamiento concreto suponía el final exacto de un sentimiento ganador, no era lo que el pintor, como todos los grandes, primase en su obra de Arte. Podía intuirse que Cupido había hecho demasiado daño al dirigir sus flechas sin moderación, sentido o diligencia, contra los corazones tan susceptibles de los humanos, y que Diana, la diosa más provechosa en lo contrario, dejaba claro ahora lo único que se debía hacer con aquel arma desatenta: cazar. Pero también podía expresar lo contrario. La frustración del ser humano ante una sociedad que le oprimía o le impedía vivir con libertad y anhelo de felicidad y justicia. Pero, no. No hay duda, ante la tendencia moralista del pintor Batoni. La tranquilidad del espíritu en los seres humanos no podía deberse al desenfreno de las pasiones sostenidas por lo que representaba Cupido. El pintor neoclásico lo sabía, y así lo representó ante la demanda de un aristócrata británico aficionado a la caza y que le solicitó un cuadro.
En aquellos años finales de la mitad del siglo XVIII el mundo estaba cambiando de mentalidad poco a poco. El desenfreno pasional más sensual se fue moderando por un sentido racional más equilibrado. Fue curioso que, tiempo después, el Romanticismo triunfara poderoso; pero, esto no era un sinsentido, sin embargo, frente a aquella moderación de los sentimientos. Lo que el pintor Batoni criticaba no era tanto lo que el Romanticismo promoviera después, sino lo que el Barroco y el Rococó habrían conseguido llegar a expresar poco antes con su incontinencia estética. No, no podía alcanzarse la felicidad con la liberalidad de un dios que no tenía más criterio que su arbitraria decisión libidinosa. Ahora, en el siglo de las Luces, era preciso definir el sentido más racional de un deseo natural, sin embargo, ahora mucho más civilizado. Pero, a pesar de los intentos estéticos y brillantes del pintor neoclásico, el mundo no conseguiría conciliar nunca deseo con raciocinio. Treinta años después, el pueblo francés alcanzaría su libertad asesinando y sentenciando sin freno en la Revolución francesa. Poco más tarde, Napoleón sería incapaz de conseguir su triunfo racional frente a una ambición personal en exceso desmesurada. Y un siglo después incluso, el mundo sería incapaz de moderar una legítima justicia social sustentada entonces, a cambio, por una filosofía tan radical y tan opresora. ¿Es que no se habría aprendido nada de esa virtuosidad estética que, muchos años antes, un pintor inspirado tuviera ya para tratar de armonizar necesidad con justicia?
(Óleo neoclásico Diana y Cupido, 1761, del pintor italiano Pompeo Batoni, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.)
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