Revista Espiritualidad
Hace mucho tiempo, en un pueblo muy pobre vivía un campesino con su hijo.
El campesino era tan pobre que lo único que tenía era la tierra que labraba, una pequeña choza de paja donde se refugiaban él y su hijo durante el duro invierno, y un viejo caballo que había heredado de su padre y que era la única ayuda que tenía para labrar la tierra. Un día el caballo se escapó, dejando al pobre campesino sin medios para trabajar. Pero el campesino no se entristeció, pensó que si había pasado así, quizá sería por su bien. A los pocos días el caballo volvió acompañado de una hermosa yegua. Ahora tenía dos caballos y sus vecinos le felicitaron. Pero el campesino no se alegró pues no sabía si aquello sería bueno para él y su hijo. Los vecinos del campesino no entendían que no se alegrara por este hecho, tuvieron que esperar para comprenderlo. Unos días más tarde, el hijo del campesino trató de domesticar a la Yegua, pero en el intento se cayó y se rompió la pierna. Muchos de sus amigos y vecinos fueron a visitar al joven herido para darle todo su apoyo. Quedaron sorprendidos cuando el padre les dijo que no estaba seguro de que aquel accidente fuese una desgracia. Después de unos meses, en el país se declaró una guerra, se buscaron a los jóvenes sanos y fuertes para ser enviados al frente de batalla. El hijo del campesino fue el único muchacho joven que no fue reclutado por su pierna rota. El joven se recuperó y pudo ayudar a su padre en las labores del campo, además los dos caballos tuvieron crías que ayudaban a trabajar el campo por lo que el padre y su hijo empezaron a ser menos pobres. Antes de alegrarte o entristecerte por algo pregúntate a ti mismo si lo que te ha pasado es una desgracia o una bendición. Hay que ver más allá de las apariencias. Cuento Zen.