Revista Cine

El caos de Akira Kurosawa

Publicado el 22 junio 2020 por 39escalones

Las películas no son planas. Son esferas multifacéticas.

Con un buen guión puedes hacer una película buena o una película mala. Con un mal guión sólo tendrás películas malas.

Ran es una serie de acontecimientos humanos observados desde el cielo.

Akira Kurosawa

El caos de Akira Kurosawa

Tras el estreno en 1970 de la primera película en color de Akira Kurosawa, Dodeskaden, en Japón nadie quiere saber nada más de él ni de su cine. Se le considera una antigüedad arqueológica, un pintoresco resto de otro tiempo alejado de la modernidad, incompatible con ella. Dolido y desesperado ante el rechazo generalizado de todo un país a su cineasta más importante e influyente, se hunde en una profunda depresión e intenta poner fin a su vida con toda la solemnidad y el ceremonial de los que, como el cine ha mostrado tantas veces, sólo un japonés es capaz. Kurosawa siempre llevó la muerte muy a flor de piel; su admirado hermano Heigo, quien le insuflara su amor por el cine, el mismo que le obligó a recorrer las ruinas del terremoto de 1923 para mirar de frente los cadáveres y educarlo en la superación de sus miedos, terminó suicidándose. Sin embargo, Kurosawa estaba habituado al rechazo o cuando menos a ser considerado un personaje controvertido, y quizá hay que explicar su intento de suicidio en el marco de una crisis existencial provocada por la ancianidad y la cercanía de la muerte. Su reputación de luces y sombras va ligada a dos características muy marcadas de su personalidad como cineasta: por un lado, su obsesiva forma de trabajar con los actores y su carácter autoritario y perfeccionista hasta la extenuación, rasgos que le valieron el apelativo de El Emperador, y por otro, su acentuado eclecticismo entre oriente y occidente, la voluntad artística de sintetizar historias, estéticas, ambientes y valores puramente japoneses con la tradición literaria occidental, en particular la obra de autores como Shakespeare, Dostoievski, Gorki o Simenon. Esta doble naturaleza está presente en Kurosawa desde su propio nacimiento y salpica toda su obra.

Nacido en Tokio en 1910, en pleno estertor de la dinastía Meiji, en el seno de una familia acomodada de origen samurai influida por la modernidad (su padre, Isamu, severísimo e intransigente, solía limpiar, afilar y pulir entre maldiciones su katana; su hermano Heigo trabajaba en las salas de cine mudo como narrador para el público), su primera afición fue la pintura, en particular la obra de Van Gogh, cuya estética inspira buena parte de las composiciones de sus filmes en color. Estudiante de Bellas Artes, en 1936 accede por oposición a un empleo como guionista y ayudante de dirección en los estudios Toho, donde debutará como director durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras unos inicios lastrados por el cine de encargo y la falta de libertad creativa fruto de la censura, no tarda mucho en mostrar lo que puede dar de sí gracias a dos películas, El perro rabioso (Nora inu, 1949), su encuentro con dos de sus baluartes interpretativos, Toshiro Mifune y Takashi Shimura, historia contada en clave de thriller negro salpicado de tradiciones y convenciones japonesas de un policía al que roban su pistola y que se sumerge en los bajos fondos de Tokio para recuperarla, y su gran obra maestra Rashomon (1950), la película que da a conocer al resto del mundo la existencia de un cine japonés diferente a las sempiternas cintas históricas de samuráis. Premiada con el León de Oro en Venecia, contiene todas las notas fundamentales del cine de Kurosawa: profundidad filosófica, crisis existencial, gran calidad estética deudora tanto de sus gustos pictóricos como de la puesta en escena Nô y Kabuki del teatro japonés, y un estilo que combina a partes iguales sencillez y solemnidad, elementos de una gran belleza plástica con cuestiones psicológicas, sociales, sentimentales e incluso políticas, normalmente de corte nacionalista. Su dominio de la técnica cinematográfica, especialmente del ritmo narrativo, del montaje y del uso del color y del blanco y negro, además de su gran conocimiento del teatro y de la capacidad expresiva de los actores hacen que su cine sea el más asequible para el espectador occidental y sirva de inspiración y modelo tanto para directores japoneses (Mizoguchi, Inagaki, Imamura) como occidentales (Scorsese, Coppola, Spielberg, Lucas). Rashomon, convertida por Hollywood en el western Cuatro confesiones (The Outrage, Martin Ritt, 1964), Los siete samuráis (Sichinin no samurai, 1954), adaptada por John Sturges en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) o Yojimbo (1961), origen de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dolari, Sergio Leone, 1964), suponen el cierre de un círculo. Kurosawa se nutre de todo un caudal narrativo occidental para construir historias épicas o cercanas a la realidad japonesa contemporánea en películas que a su vez son fuente y punto de referencia para la renovación de las formas de narrar caducas y encasilladas del cine europeo y norteamericano.

La carrera de Kurosawa durante los cincuenta y los sesenta es una sucesión de obras maestras: Vivir (Ikiru, 1952), impagable reflexión sobre la vida y la muerte, Trono de sangre (Kumonosu jo, 1957), celebrada aproximación a Shakespeare que está considerada la mejor versión cinematográfica de Macbeth, incluso por encima de la de Orson Welles, La fortaleza escondida (Kakushi toride no San-Akunin, 1958), inspiración para George Lucas de buena parte del argumento de la saga de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1962), El infierno del odio (Tengoku to jinogu, 1963), Barbarroja (Akahige, 1965)… Pero con la llegada de los setenta, en Japón se le considera agotado. Arruinado como productor por el fracaso de sus cintas en el país, Dodeskaden no le permite levantar el vuelo y se ve forzado a emigrar en busca de financiación.

Receloso de emprender una nueva aventura americana tras el fracaso de su participación en Tora! Tora! Tora! (1970), mira hacia el extremo contrario, la Unión Soviética, y allí filma otra obra mayor, Dersu Uzala (1975), parábola panteísta (filosofía según la cual existe una ley suprema por la que dios, universo y naturaleza son equivalentes) que obtuvo el Oscar a la mejor película de habla no inglesa –con el dato añadido de su procedencia soviética en plena Guerra Fría, fenómeno que tuvo lugar dos ocasiones más, con la versión de Guerra y Paz (Voyna i mir, 1968) de Sergei Bondarchuk y con Moscú no cree en las lágrimas (Moskva slezam ne verit, 1980), de Vladimir Menshov-. Cinco años después, envejecido y casi ciego, gracias a la ayuda económica de Francis F. Coppola, George Lucas y sus queridos estudios Toho filma la deslumbrante Kagemusha (1980), en la que un ladronzuelo que malvive en el Japón medieval devastado por las luchas internas es elegido por su parecido físico para suplantar a un señor de la guerra tras su muerte.

En 1985, de nuevo con apuros económicos, consigue que el francés Serge Silberman, productor habitual de la etapa francesa de Luis Buñuel, vuelva al cine para coproducir la que quizá es su mejor película: Ran. Con setenta y cinco años cumplidos Kurosawa vuelca en la que cree que va a ser su última obra toda la experiencia y los conocimientos acumulados en cuarenta largos años de carrera. Escoge un tema situado en el Japón del último medievo representado por dos historias diferentes, la japonesa leyenda de las tres flechas y la obra El rey Lear de Shakespeare, para relatar la historia de un señor de la guerra, Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai), que decide dividir su reino entre sus tres hijos, Taro (Akira Terao), el que será titular del trono cuando él falte, Jiro (Jinpachi Nezu) y Saburo (Daysuke Ryû), el menor y más querido. Hidetora se reserva el título de Gran Señor mientras viva, pero con la intención de retirarse a una vida más tranquila. Sin embargo, Saburo no está de acuerdo con la decisión de su padre; considera un error parcelar el reino por las envidias que pueden surgir entre los hermanos y también por la codicia de los reinos vecinos, que verán en la separación una señal de debilidad y una ocasión para invadir el territorio. Hidetora, que toma el comentario como una ofensa a su autoridad, con gran dolor de su corazón y precipitado por la ira que despierta en él lo que interpreta como desobediencia de su hijo más amado, decide desterrarle. Saburo sin embargo no se equivocaba, y de inmediato comienza una rivalidad letal entre Taro y Jiro, azuzada por Kaede (Mikeo Harada), nuera de Hidetora, verdadero espíritu maligno, conspirador, cruel y mezquino. Taro y Jiro buscarán apoyo exterior para mantener sus posiciones y eso dará pie a la invasión augurada por Saburo, que observa los acontecimientos desde fuera deseoso de ayudar a su padre, que ve cómo su mundo se desploma con el único consuelo de Kyoami (Shinnosuke Ikehata), un bufón tan entrañable como irritante.

Kurosawa despliega toda su pericia técnica, especialmente en las escenas de combate. Dirigiendoal estilo de su admirado John Ford, crea algunas las batallas más fascinantes de la historia del cine, despojadas de sonido ambiente y de música, cubiertas de silencio, coreografías de la violencia repletas de sangre y muerte de una crudeza y una belleza plástica sobrecogedoras. Las escenas de interiores, construidas con gran meticulosidad sobre un minimalismo sostenido en escenarios desnudos, despojados de adornos superfluos y casi por completo vacíos de actores, enriquecidos con la eclosión de color de armaduras y vestidos (o de la sangre que salpica a ráfagas las paredes blancas) destacan por las excepcionales interpretaciones, especialmente la de Harada como brutal instigadora de una espiral de locura y venganza, un ser odioso y diabólico, chantajista y maquiavélico cuya inmensa ambición no se detiene ni ante la muerte de su esposo ni ante la entrega sexual a su enemigo para conservar la vida y el poder. Su personaje se edifica en torno a la dualidad, es una mujer de carne y hueso pero también la encarnación del mal en estado puro, el fantasma de la fatalidad y de la muerte. Este aspecto etéreo del personaje se subraya en las escenas en que transita por los pasillos de palacio, su kimono de seda acariciando el suelo de madera como el susurro de la brisa, como un espectro suspendido en el aire en el mejor estilo de la señora Danvers de Hitchcock en Rebeca (Rebecca, 1940). Kaede es quizá la efigie del caos (Ran significa precisamente eso, “caos”) entendido como la ausencia de la bondad en el mundo, como la pérdida del equilibrio entre las fuerzas del bien y del mal.

Al contraste entre la magnificencia de las escenas de batalla, sangrientas y coloristas, y los interiores sencillos y minimalistas contribuye una banda sonora que alterna la épica grandilocuencia de las percusiones con la inocente aparición de la flauta solitaria en los instantes más emotivos o en las escenas situadas en la naturaleza, como la de caza que abre la película. Kurosawa construye una historia shakespeariana de odios y venganzas en la que no caben conceptos como la compasión o el perdón y que se erige por derecho propio como una de las más importantes epopeyas de la historia del cine. Ran condensa la sabiduría cinematográfica de un maestro, una carrera de cuatro décadas en algo más de dos horas y media de metraje.

Codirigida con Ishiro Honda y producida por Steven Spielberg, ve la luz en 1990 Los sueños de Akira Kurosawa (Akira Kurosawa’s dreams), testamento fílmico del cineasta, ensoñaciones dispersas sin hilo temático conductor pero de algún modo coherentes divididas en ocho pequeñas historias que tratan de deseos, sueños, esperanzas y frustraciones, tratadas con imágenes bellísimas y exquisita sensibilidad y que en última instancia supone la aceptación de la muerte del hombre como justo castigo por su maldad intrínseca y el reconocimiento de la vida como un preciado regalo que corremos el riesgo de malgastar, al que es preciso aferrarse a toda costa.

Y a ella siguió abrazado hasta 1998, pudiendo filmar todavía dos películas más, Rapsodia en agosto (Hachigatsu no kyoshikyoku, 1991), drama con Richard Gere (pero no por eso) que vuelve sobre sus temas habituales tomando como partida el holocausto nuclear de la ciudad de Nagasaki en 1945, y Madadayo (1992), relato íntimo y en clave muy personal situado en la Segunda Guerra Mundial que, como muchas películas crepusculares, supone una emotiva despedida de la vida y de la profesión a través de una visión tierna y nostálgica plagada de experiencias, recuerdos y anhelos de un pasado, a pesar de todo, feliz. En ella, el anciano profesor que abandonó su plaza para convertirse en escritor todavía celebra su cumpleaños con sus antiguos alumnos. Éstos, fingiendo volver a ser niños, juegan a hacerle repetidamente la misma pregunta:

Mahda-kai (“¿Estás preparado para pasar a la otra vida?”)

A lo que él responde divertido:

Madadayo (“De momento, no, esperad”).

Aunque intentaran jubilarlo más de veinte años antes de su última película, Kurosawa quiso irse sólo cuando estuvo listo, como ya lo dejó advertido: “se puede morir tranquilo si uno ha cumplido su vocación”.


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