Barral Editores, abril de 1973
La primera vez que fuimos al antiguo cementerio El Ángel a ponerle flores a mi abuela a finales de los 80’s nos detuvimos frente a la tumba de Luis Banchero Rossi y mi madre, toda compungida, le rezó un Padre Nuestro y un Ave María, y, acto seguido, sacó un clavel rojo del atado destinado a mi abuelita y se la dejó ahí. -¿Lo conocías?-, le pregunté. -No-, me respondió. -¿Y por qué lo hiciste?-, la interrogué curioso, y ella respondió calmamente –Porque era un hombre bueno-. Sin entender nada y en mi cojudez disimulada de inocencia de mis once años indagué -¿Sólo por eso?-, ahí ella me miró y sentenció: -Ya verás que los hombres buenos son pocos-. Ese es uno de los recuerdos que tengo de ella, de ese acto que se tornó costumbre cada vez que visitábamos a la abuela. Lo interesante es que mi viejita no era la única, pues al voltear para mirar, mientras nos alejábamos, veía cómo otras personas y/o familias seguían el mismo rito, al punto que el cementerio tenía un operario destinado a sacar los kilos de flores que se amontonaban rápidamente en su amplia tumba de mármol negro, y vaya si tenía trabajo, pues él no terminaba de limpiar aquella área y ya estaban cayendo flores de otras personas que venían pasando.
La presente obra es todo un clásico en la literatura peruana pues se amalgaman perfectamente la historia novelada de un líder generoso que se adelantó a su tiempo, y cuya ambición se centraba en generar más y más empleos en un Perú que no estaba preparado ni en el más hilarante sueño para ser potencia mundial en el ramo pesquero, y una trama tan atrayente hilvanada tan calmamente, que nos remonta rápidamente a los ancestros de Banchero Rossi hasta desmenuzar su vasto y ecléctico entorno todo con la fluida y envolvente escrita de la que Guillermo Thorndike (Lima, 1940 – 2009) hace gala.
Pero ésta obra no debe ser considerada solamente como un policial más -género tan injustamente menospreciado- pues la trama por muchos momentos se centra en cómo desde la nada Banchero Rossi fue armando un imperio que parecía imposible ser medido, y todo ese esfuerzo y arrojo de su juventud, el ver oportunidades donde todos veían estancamiento era una característica tan natural en él. Sólo hacia el final, y tras el asesinato, aborda la endeble base sobre la que está erigida la justicia en el Perú. El autor nos devela su punto de vista muy claramente diseñando a jueces, peritos, agentes fiscales, médicos legistas, como títeres, actuando con una sospechosa negligencia. Pero dejando de lado esa última parte policíaca es más que interesante cómo el Hombre –como empezó a ser llamado Banchero Rossi- metía las manos en la masa para conocer desde la raíz el negocio que empezaba a edificar en la mente, admirado y respetado por grandes empresarios extranjeros y por obreros y pescadores nacionales a quienes el Hombre trataba con el mismo respeto que a los del grupo anterior. Parecía ser mejor regenerador que cualquier cárcel del mundo, pues muchos de los que se volvieron sus hombres de confianza habían delinquido en un pasado cercano y, al ver que se presentaba aquella única oportunidad de trabajar en algunas de las empresas de Banchero Rossi simplemente se olvidaban de su pasado convirtiéndose en los mejores y más hábiles pescadores, capitanes, bolicheros del norte chico peruano.
Quizá lo único que le pueda reprochar a Thorndike es aquella manía de comenzar o terminar muchos de sus capítulos con esos pequeños extractos de los diversos acontecimientos nacionales y extranjeros que transcurrían en aquel momento en que su trama se va desarrollando. Sé que es para graficar e instalar al lector en el tiempo, pero llegan a ser tantos y tan sosos, carentes de toda gracia ante la tremenda historia que va desarrollando. Pero ese es un detalle que llega a ser ínfimo, pues la trama es totalmente avasalladora siendo devorada de principio a fin sin reparar en momento alguno en sus 479 páginas.
Yo acababa de llegar al Brasil lleno de dudas –soy un signo de interrogación andante- embelesado por encontrar a la que sería mi esposa y, como siempre, curioso y ávido por conocer nuevas tierras, idioma y cultura, y al primer vistazo que daba en internet me deparo con la muerte de Guillermo Thorndike. Él era aquel periodista que estaba en donde el momento le era conveniente y oportuno, motivo por el cual debió ganarse más enemistades de las que pueda yo imaginar. Entre los varios personajes por el que Vargas Llosa no llegó a ser presidente en los 90’s –además de sus propios errores políticos-, uno de los más destacados fue justamente éste autor. Pero nadie en el Perú puede, ni debe, negar el don de la palabra, de la escrita, quien como pocos él cultivaba. La investigación previa que debió ejecutar para ir armando las muchas obras que dejó, varias, como la de la presente entrada, clásicos que hasta ahora, aunque no sean re-editadas siguen siendo procuradas. ¿Se puede separar al Thorndike periodista tránsfuga del escritor? Yo creo que sí. Y porque en el Perú no los hay, o los hay pocos, muy pocos, es al segundo al que se admira y se extraña.
Desmaisson no es el único en dominar el muelle. Por intermedio de Sagarvarría, el joven Banchero conoció a Gerónimo Gonzales. Trujillano de nacimiento, descendía, por línea paterna, de una galante aunque reconocida aventura del Mariscal Orbegoso, de quien venía a ser tataranieto. Su abuelo materno fue el famoso Manco Robles, un capitán a quien los pierolistas cercenaron el brazo derecho a principios de siglo. Su madre, María Robles, cumplía 65 años de edad. Su padre, Óscar González, “de los principales de Trujillo”, se había dado a la cantina y murió joven. Gerónimo nació el 11 de mayo de 1925, año en que los aluviones arrasaron la costa del Perú, y en que murieron millones de aves guaneras, se supone que debido a la desaparición de la anchoveta. Era contador público pero no había nacido para llevar columnas de números. Fue cajero del cine Municipal de Trujillo y emigró a Chimbote donde administraba tres lanchas ajenas. Banchero conoció al gordo Bazán, mercader del muelle que tenía la exclusiva del bonito perteneciente a los pescadores: veinticuatro por cada embarcación. Y el sargento de playa: dos bonitos. Los jaladores que descargaban las lanchas: dos cada uno. El sindicato: una docena por buque. Los dirigentes –Tripolio, Palo de Buque, Machiavello, Mono Justo-: una docena por cabeza. Bazán tenía la ventaja de elegir los mejores bonitos. También compraba el pescado robado.
Conoció a María Urdániga, la mujer más respetada del litoral. Trujillana, fue dueña de una pensión en Salaverry y se trasladó a Chimbote porque no había buenos partidos para sus hijas en aquel puerto. Chimbote era una promesa. Comerciaba el pescado de los Fernández y los Pazos, adquiría regularmente los sobrantes de Samanco y salaba cuarenta mil bonitos diarios para despacharlos a la cordillera. La Urdániga dormía en los camiones, era la más importante compradora de pescado blanco en el norte. Todos los patrones, todos los transportistas, todos los cargadores la conocían.
Una tarde que Juan Desmaisson transitaba por la avenida Bolognesi en su destartalada camioneta, Banchero le hizo señas para que se detuviera.
- ¿Señor Desmaisson?
El viejo desconfió.
- Soy Luis Banchero Rossi y quiero que trabaje para mí.
- ¿Usted sabe que trabajo en Coishco?
- También puede hacerlo conmigo.
- ¿En qué?
- Comprando pescado.
Lo convenció. En setiembre de 1955 Desmaisson trabajaba honradamente para Dios y para el Diablo. A Gerónimo González fue fácil contratarlo. Ganaba ochocientos soles mensuales. Le ofreció dos mil quinientos y cinco centavos por lata. González lo presentó a la señora Urdániga. –Tenemos que ayudarlo-, dijo. Y Banchero: -Juntos ganaremos más. Usted confíe en mí.- María cerró el trato con un apretón de manos. El viejo Bazán no tardó en arreglar. –Le doy cinco soles de comisión por docena-, propuso Banchero, -cinco soles más que el precio en el muelle-. El comerciante estuvo de acuerdo. Cuatro semanas antes de producir ya había asegurado en parte su abastecimiento de materia prima.
“Florida” destacó antes de humear. A diferencia de otras fábricas, era un edificio sólido, con techo a dos aguas, limpio y bien pintado. Quedaba más allá de la estación de servicios donde terminaba la ciudad. Tomó su nombre de la zona donde la instalaron. Banchero se multiplicaba. Dirigía el negocio de Kendall en Trujillo, comerciaba forrajes a todo lo largo de la costa, vendía tractores, aprendía el negocio de la pesca, vigilaba la instalación de las últimas máquinas, controlaba al personal.
El puerto se transformaba en refugio de aventureros de todas partes. Hasta célebres asesinos podían cambiar allí de vida sin que los molestaran. En 1930, Lima se estremeció con el famoso crimen del Hotel Comercio. En la habitación 89, un apuesto español, Genaro Ortiz, mató a golpes a su compatriota Marcelino Domínguez. Encerró el cadáver y deambuló por la ciudad pensando qué hacer. Ortiz aseguró que había sido atacado y que mató en defensa propia. Volvió al hotel y esa noche descuartizó a Domínguez empezando por las piernas. Lo embauló y entregó a la estación ferroviaria de Desamparados. En 1955, luego de purgar una larga condena, Ortiz trabajaba en Coishco bajo el nombre de Carlos Naveda.
Nuevas fuentes de trabajo atraían también a familias hundidas en la miseria. Tal es el caso de Cristina Cruzado Ángeles, cuya madre y cuatro hermanas fueron abandonadas por un mal padre en Trujillo. Naturales de Huaranchal, un pueblito en las serranías de La Libertad, llegaron a Samanco porque ahí se empleaba a mujeres y niñas. Cristina empezó a filetear bonito a los 21 años, su hermana menor a los 13. Les dieron lugar en una ranchería con luz, agua y desagüe, un verdadero lujo. En 1954 Cristina cambió de empleo y pasó a La Caleta. En octubre del año siguiente, la mujer de Gerónimo González, comadre de Genaro Ortiz-Navera le propuso que pasara a “Florida”. Era una empresa de mucho empuje conducida por un joven de veinticinco años que pagaba como nadie. Cristina aceptó.
Bnchero cumplió los 26 años sin comenzar su negocio. Tardaban las obras de albañilería, se hundía en pequeños contratiempos. El 18 de octubre las obreras pasaron control. Las vistieron con mandiles y gorros –una novedad- pero no vieron al Hombre. Cristina había llevado consigo a todas las operarias de una mesa de La Caleta. El 19 volvieron a controlar y las mandaron a sus casas. El 20 igual. El 21 apareció Banchero. Vestía un saco de corduro y una chompa verde tejida por su prima Alicia. Se le veía delgado y nervioso. Estrechó las manos de todas, gravemente.
No era tiempo de abundancia de bonito. Flanqueado por González y Desmaisson, asegurada la pesca de los Pazos y de Cara de Papa. Comprados Bazán y María Urdániga, esa madrugada Banchero remató veinte mil piezas. No tuvo reparo en subir el precio. La voz se corrió en Chimbote: era cierto, había aparecido un loco que botaba el dinero. Los antiguos industriales se encolerizaron. ¿Qué intentaba hacer? ¿Malograr el mercado? Mientras esperaba la aparición de las lanchas, Banchero subió a la camioneta de Sagavarría.
- ¿Qué pasa don Luis? Dicen que has perdido la cabeza.
- No lo entienden don Juan –rió Banchero-. Hay que hacer números. La mano de obra no llega al quince por ciento de los costos. Se debe producir más y pagar más. Y, sobre todo, trabajar todo el año, no detenerse nunca.
- Te comprendo.
- Estos viejos creen que el negocio es producir poco y caro.
El 22 de octubre “Florida”, controlada por Luis Banchero Rossi –sesenta y cuatro por ciento de las acciones en unión con el Dr. Ignacio de la Riva-, a la que Manucci había aportado el capital restante con un poco de desgano, empezó a funcionar. Las obreras se sorprendieron de que uno de los dueños ayudara en el trabajo, vigilara cada instante del proceso, corrigiera, observara las máquinas, el caldero. Pero atraído por obstáculos de otra índole, ya aprisionado por el mar, Banchero había descuidado la construcción legal de la compañía. El mismo día que “Florida” comenzó a humear, don Carlos Manucci, respaldo financiero y garante del joven empresario, se sintió mal. Lo llevaron a Estados Unidos. Tenía cáncer. Le dieron unos meses de vida. No se volvieron a ver.
Con letra apurada Banchero abrió su primer libro de actas el 15 de mayo de 1955 y equivocó el año: escribió 1956. Aunque Manucci figuraba como Presidente del Directorio, no firmó el libro. El 20 de octubre, dos días antes de comenzar a producir, el libro registró los primeros apuros financieros: “Florida” necesitaba 600 mil soles y los pidió al Banco de Crédito, ofreciendo como garantía la prenda mercantil y una fianza solidaria de Manucci y Banchero. El banco aceptó. En Trujillo informaron que Manucci no salía de su casa de Lima. Viajó a la capital. Sus esfuerzos por entrevistarse con su socio se estrellaron en la puerta de la mansión. –No lo puede recibir-, dijo el mayordomo siguiendo instrucciones de la señora, -no vuelva más-. Regresó hasta que la señora Laura lo echó para siempre. Luis Sarmiento, casado con una hija de Manucci, lo informaba de la gravedad de su suegro. -¡Tengo que verlo!-, repetía Banchero, -Necesito que firme los libros. Así no soy dueño de nada.- Compraba pescado, vigilaba la producción, vendía conservas, aceites, de todo, viajaba a Lima a mirar las infranqueables puertas de don Carlos. El viejo conservaba una admirable lucidez. El 5 de marzo llamó a su hijo Pepo, lo contempló largo rato, sin decir palabra le entregó su reloj de oro. Al fin Sarmiento se ofreció a servir de intermediario. Visitó a su suegro y en un momento a solas le alcanzó el libro de actas. –Dice Lucho Banchero que es urgente que firme.- Manucci asintió. Con tinta negra escribió su nombre. –Salúdalo- dijo. Murió al día siguiente.
Banchero ansiaba definir con los herederos el futuro de la pequeña industria. Debían formalizar el préstamo, completar el capital, crecer de inmediato o fracasar. A la viuda de Manucci le disgustaba que mencionaran su nombre. Se conversó de “Florida”, qué hacer con las acciones. Adriana opinó que si al fin su padre había tenido fe en el negocio, debían continuar. La señora Laura consultó sus dudas al Ing. Vicente del Solar. Dicen que respondió: -Me bebo en cianuro las utilidades que arroje ese negocio-. Finalmente Banchero fue convocado a la alfombrada oficina de Carlos A. Manucci en Trujillo. La viuda lo saludó fríamente. Banchero enseñó las cifras de producción, resumió las perspectivas, habló del futuro de la pesquería, las inmediatas posibilidades de expansión, terminó aconsejándola a mantener la sociedad. Banchero estaba preparado para la negativa, pareció resignarse. La sociedad con Manucci le había allanado toda clase de dificultades financieras. Tendría que seguir solo, todavía un desconocido. Pero aquélla no era su única sociedad. Banchero tenía el control de la distribución de aceites Kendall. Estaba autorizado a ofrecer las acciones del Dr. de la Riva, además de las suyas, a cambio de las acciones de Manucci en “Florida”. Así, el 30 de marzo de 1956, Laura Vega viuda de Manucci cambió por un puñado de certificados el 36% de lo que iba a ser el imperio pesquero más grande del mundo. En manos de otro gerente, el negocio de lubricantes no tardó en irse a pique. Banchero entregó de inmediato su parte de Productos y Forrajes al Dr. de la Riva por las restantes acciones de “Florida”. El 15 de mayo era el único propietario de la pequeña fábrica y el Banco de Crédito le prestó 600 mil soles recibiendo prenda de las conservas y maquinarias, hipoteca de la propiedad y su fianza personal. Al fin comenzaba.
Fragmento, páginas 98 a 103.