Se cuenta que un día un ciervo llegó a la orilla de una fuente con la intención de calmar su sed y que, apenas la hubo aplacado, contempló su imagen en las aguas.El ciervo se puso extraordinariamente contento al ver su enorme cornamenta que, altiva, se reflejaba en la fuente, pero al observar sus patas, excesivamente delgadas, sintió un repentino malestar porque le parecía que no hacían justicia a su bella estampa. Aún reflexionaba en su apariencia, cuando escuchó las voces de unos cazadores y el ladrido de los perros. Echó a correr el ciervo para librarse de los que lo buscaban, pero con tan mala fortuna, que los cuernos que tanto le gustaban se le enredaron en la maleza e impidieron su huída.Mientras los perros lo despedazaban, el ciervo, ya moribundo, dijo en medio de horribles lamentos: “¡Pobre de mí! Ahora me doy cuenta de que aquello que desprecié era lo que más útil me hubiera podido resultar y, por el contrario, lo que tanto orgullo me producía ha sido la causa de mi perdición”.
El relato no puede resultar más claro. La soberbia, la vanidad, el orgullo provocan en muchas ocasiones el abandono de lo útil y el seguimiento de aquello que puede ocasionar nuestra ruina. Cuando oramos, también hemos de tener en cuenta la necesidad de discernimiento para pedir con humildad lo que realmente nos conviene.Fuente: Relatos de los viernes de César Vidal en libertaddigital.Vía: Las Parábolas del Deán +Ilustración Ángela Búa