En el debut del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan en el largometraje confluyen dos elementos que conforman un artefacto cinematográfico tan sugerente en su estética como profundo en su tratamiento. En primer lugar, una constante en la obra del director, la influencia literaria de Antón Chéjov, a quien va dedicada la cinta, ese realismo psicológico en clave naturalista caracterizado por la exploración íntima de las emociones y la presentación objetiva de personajes y situaciones, sin una implicación moral externa, sin juicios de valor ni resoluciones éticas a los hondos conflictos que viven los protagonistas, y en el que priman más las relaciones entre estos que un hilo argumental o dramático definido sobre las consabidas reglas de planteamiento, nudo y desenlace. En segundo término, la propia biografía de Ceylan, a tres niveles. Uno, el más obvio, su condición de fotógrafo profesional, que lo ha llevado a exponer en museos y galerías de arte de todo el mundo y a destacar como cineasta por el cuidado trabajo de cámara e iluminación de sus películas, por su meticulosa elaboración plástica y sus composiciones dominadas por un realismo lírico que encaja perfectamente con el estilo del escritor ruso; en esta película, como en las inmediatamente siguientes, además de como productor, director y guionista, ejerce de director de fotografía (en algún título posterior añadirá a sus labores de hombre orquesta la de intérprete protagonista). Dos, el componente autobiográfico: Kasaba se nutre en su atmósfera, en su abstracto desarrollo narrativo y en sus personajes de los recuerdos familiares del cineasta y de su hermana. Rodada en su localidad natal, el guion parte de una idea de su propio padre, Emin, que además cuenta como actor con un papel destacado. Ese es, precisamente, el tercer aspecto personal contenido en el filme, la utilización, como en sus cortos previos y en algunas de sus obras posteriores, de familiares y amigos para configurar el reparto, en particular la presencia de su primo Emin Toprak, un habitual de sus películas hasta su muerte en un accidente automovilístico en 2oo2, a los 28 años. Este hecho condiciona igualmente el planteamiento de las obras del director en este primer tramo de su carrera: pocos personajes principales, dos o tres a lo sumo, interpretados por personas de confianza dada la timidez de Ceylan para dar órdenes precisas y terminantes a personas ajenas a su círculo privado, máxime si se trataran de actores y actrices importantes. Con estas herramientas, Ceylan construye una galería de recuerdos más o menos fieles o reinventados al tiempo que su pueblo sirve de metáfora representativa del conjunto de su país, Turquía, en cuanto a puente entre el nebuloso pasado y el incierto porvenir.
La película se plantea como la observación de la vida de un pequeño puñado de personajes, miembros de una misma familia, desde la perspectiva de dos niños: su fascinación, su extrañeza, sus miedos e incertidumbres, su falta de responsabilidad, su imposibilidad de entender muchas de las motivaciones que hay tras los comportamientos de los adultos con sus semejantes, en casa, en la escuela, en sociedad. Construida sobre la base de lo que serán los postreros signos de identidad de la filmografía de Ceylan (planos largos sostenidos de una remota zona de la Turquía rural; paisajes sombríos y desolados como metáfora de unos personajes alienados y enclaustrados en la monotonía de una vida demasiado cerrada; esporádicos tintes abstractos, oníricos o humorísticos; equilibrio entre el uso del diálogo y del silencio para la caracterización de personajes y situaciones; ausencia de música extradiegética y minucioso y complejo diseño de sonido -el canto de los pájaros, el rumor del viento, el motor de los vehículos, los ruidos derivados de las faenas diarias, la danza de una fogata en la quietud de la noche…- que superan el naturalismo y acercan la acción a una atmósfera de cierta irrealidad, como en el hermoso contrapunto que implica la secuencia de la feria (precisamente, la única música presente deriva de canciones, aparatos de radio o de megafonía justificados por la puesta en escena), supone, sin embargo, una honda reflexión sobre el sentido del tiempo y el peso de la historia en el espacio y quienes habitan en él. Los planos prolongados y rigurosamente estáticos, la minuciosa composición y los sutiles y significativos movimientos de cámara vienen a subrayar ambos extremos, ejemplificados en la larga secuencia de la charla nocturna alrededor del fuego. Ambos arcos temporales, el particular y el general, se muestran unidos simbólicamente en esta ilustrativa escena: en primer lugar, el transcurso de la vida; todos los personajes, de los niños a los ancianos, encarnan diferentes estadios de la vida de una persona, como si se tratara de distintos tramos temporales de un mismo personaje continuo mostrados simultáneamente, un mapa completo del ciclo de la vida, caras que dialogan con su pasado y su futuro. En segundo término, desde una óptica global, a través de la conversación de los personajes iluminados por el fuego y recortados en la oscuridad, solo con sus voces y el crepitar de la hoguera rompiendo el fondo de silencio nocturno salpicado de los ruidos del bosque, la huella de la historia, desde Alejandro Magno a la Primera Guerra Mundial (en la que combatió el anciano patriarca, luchando contra los británicos y, derrotado, interno en un campo de trabajo para prisioneros en India). El paisaje, el espacio, como depositario de la memoria del tiempo, tanto o más que los personajes, y de manera indisoluble con ellos. En esa capacidad de ver más allá de los árboles, de los ríos, de las montañas, de hurgar en la simple estética lírica para hallar un sentido más profundo, de rescatar la impronta del tiempo como algo casi tangible, es donde las películas de Ceylan se aproximan al universo de uno de sus cineastas más admirados, Andréi Tarkovski.
El tiempo de la historia y el tiempo del ser humano anónimo, insignificante punto en aquella, caracterizan la reflexión de corte espiritual que Ceylan imprime a la película, que emparenta así con la órbita del director ruso. No son los únicos referentes de obra que amalgama muy meritoriamente elementos característicos de los intereses de otros grandes realizadores admirados por el director turco. Al igual que en las películas del sueco Ingmar Bergman, encontramos una anatomía de personajes desgarrados por la falta de sentido que acusan en sus vidas, viajeros a ninguna parte. Como en el cine de Antonioni, esto les lleva a una situación de bloqueo total, de tormento interno y de incapacidad de comunicarse y reconocerse en los semejantes de los que se rodean. Como es propio del estilo del francés Robert Bresson, Ceylan despoja el fotograma de lo que considera superfluo, cargando de significados e intenciones aquello que permanece, al tiempo que reduce la labor de los intérpretes, no profesionales, hasta «sacarlos» del personaje construido, de la tentación de actuar, de ser otros ante la cámara, y los reviste de autenticidad, de verdad e integridad. Finalmente, otro de sus cineastas de cabecera, el japonés Yasujirō Ozu, le marca a Ceylan el camino de la expresividad indirecta: los personajes se sumergen en silencio en su propia existencia desencantada, evitan el conflicto, se muestran resignados, amargados, vencidos y desorientados. En ocasiones (como en la señalada secuencia de la fogata, centro neurálgico del filme), incluso recurre a esa posición frontal, levemente desviada, de la mirada de los personajes frente a la cámara, cuando, dentro de una estructura de campo y contracampo, hablan a alguien situado detrás de la cámara. También recubre de ese grado de sutileza las referencias políticas de la película, nunca explícitas ni panfletarias, siempre camufladas o escondidas entre el lirismo estático del conjunto. Cuestiones como el abandono secular de las zonas rurales, la precariedad de la vida allí y su pobreza, así como las diferencias entre el campo y la ciudad, el absurdo que para los habitantes de aquellas demarcaciones tienen los grandes fastos e intereses de la política partidista, e incluso la crítica a la guerra, a las ambiciones y luchas de poder, se leen entre líneas, se sobreentienden entre los amargos discursos de esos personajes castigados por sus limitaciones y por el relegado lugar al que los ha destinado la historia.
Estas influencias cinematográficas no son meras alusiones o guiños cinéfilos para que sean reconocidos por el aficionado de ojo entrenado en busca del aplauso fácil o del galardón festivalero, sino signos de estilo asumidos por Ceylan para construir una mirada tan compleja como sencillas son las herramientas que utiliza para plasmarla, sin alharacas formales ni circunloquios verborreicos (sus largas secuencias de diálogo están elaboradas no desde la declamación y la proclama, sino desde la hondura del personaje) ni la desesperación por epatar propias de quien busca sobre todo el reconocimiento de sus ínfulas autorales. Se trata del universo de un cineasta maduro, formado en la fotografía y en la literatura, que usa como materia prima el tiempo esculpido en el rostro del ser humano.
