Los últimos casos de pederastia en el seno de la iglesia católica que se encuentran de actualidad, el de los Maristas en Barcelona y el clan de los Romanones en Granada, son solo la punta del iceberg de un fenómeno que hubiera destruído cualquier otra institución. La iglesia católica, con dos milenios de historia, está hecha de una pasta especial, por lo que sus dirigentes son capaces de relativizar los hechos más graves, después de haberlos tratado de encubrir durante décadas. Lo peculiar de todo este asunto es que muchos obispos pretenden que la iglesia debe ejercer la justicia en su propio seno y que los tribunales laicos no deberían entrometerse en lo que definen como sus asuntos internos. En demasiadas ocasiones los pastores han tratado (y conseguido) que las víctimas guarden silencio, para no "provocar escándalo". Como el asesino que guarda los cadáveres en el armario y al final es descubierto por el olor que éstos desprenden, la iglesia no ha podido sustraerse de sus responsabidades, pero la impresión general es que es que la mayoría de los encubridores cuentan con una impunidad de la que carecen el resto de los ciudadanos (salvo si has nacido en la familia real).
El club nos presenta una siniestra residencia junto al mar donde languidecen unos pocos curas, como penitencia por haber cometido pecados de la carne. Para la iglesia violar a un niño o mantener relaciones homosexuales son actitudes igualmente reprobables y que concitan la misma pena de destierro, que más bien aparenta ser una manera de sacar de la circulación a aquellos curas a los que el traslado de una parroquia a otra no ha sido obstáculo para reincidir en las mismas conductas. En realidad la residencia tiene más aspecto de una casa de reposo para jubilados que otra cosa. Se supone que los internos deben reflexionar acerca de sus pecados, pero más bien parecen estar resignados con su situación y su principal castigo es el aburrimiento de los días organizados siempre según la misma rutina. Más que monstruos, los seres que habitan la casa son personas que un buen día sintieron la llamada de lo divino, para descubrir un poco más tarde que jamás podrían sustraerse de sus vulgares deseos humanos, algo que para el resto de los mortales resulta natural, a no ser que, como sucede demasiado a menudo, dichos deseos tengan como objetivo a seres inocentes.
El propio director habla, en una entrevista concedida a Caimán, cuadernos de cine, acerca de ese club privado que constituye la iglesia católica:
"Bueno, es un club. Y los clubes tienen miembros, reglas, lógicas internas, sistemas y requisitos para ingresar. (...) Lo que queríamos era dar a conocer un problema desde un espacio de la ficción y, a través de eso, intentar encontrar una atmósfera, un tono y una poética que permitiera generar un discurso cinematográfico en el que el espectador pudiera estar y sentirse cómodo o incómodo. Cuando el cine intenta ser muy discursivo se convierte en un cine de batalla ideológica y nosotros lo que estamos haciendo acá es un cine de batalla humana."
En cualquier caso, su apacible existencia, que quizá se vea asaltada de cuando en cuando por leves remordimientos, se va a ver alterada por la presencia en los alrededores de un joven víctima de abusos, cuyo comportamiento medio demente no es óbice para las venenosas verdades que salen de su boca, un lenguaje descarnado, que a la vez sirve de denuncia y de resignación frente a la profanación sufrida de niño en su propio cuerpo, un estigma que le ha marcado para el resto de su vida. El ambiente que se crea ante esa nueva situación, y con la llegada de un sacerdote-psicólogo con atribuciones de inspector eclesiástico, hace que la película vaya volviéndose más sórdida, si cabe, por momentos. Una atmósfera malsana va envolviendo la historia, como si las circunstacias de pronto quisieran vengarse de los pecadores.
Retomando el discurso de Larraín, como espectador me siento muy incómodo ante las imágenes que se muestran en la pantalla, no solo por la naturaleza escabrosa de las mismas, sino por la forma en la que se ha abordado la historia, sin profundizar demasiado en los personajes ni en su pasado. Más que una denuncia concreta a los males propagados por la iglesia católica, El club parece ser un manifiesto contra la condición humana en su conjunto, afectado por dosis excesivas de elementos simbólicos. A pesar de su indudable interés, en ningún momento llega al nivel de la anterior producción de Larraín, ese No, que sí que acertaba a la hora de retratar el verdadero rostro del régimen dictatorial de Augusto Pinochet.